Entre escritores: una estampa personal de medio siglo de literatura (I. Escritores Colombianos)
Desde mi infancia y hasta hoy, por azar o por voluntad, he tenido la fortuna de conocer escritores colombianos, latinoamericanos, españoles, europeos y de otras latitudes que han tenido mayor o menor trascendencia en mi vida y en mi obra. En este espacio —primera entrega dedicada a los escritores de Colombia— doy una breve noticia de algunos de estos encuentros.
En primer lugar quisiera evocar al escritor bogotano Álvaro Salom Becerra, autor de Al pueblo nunca le toca (1979). Lo conocí un día de 1977, cuando él nos dedicó a mi hermana Gloria y a mí una amena tarde en medio de anécdotas de su vida y de su obra. Su interés por Colombia, por el lugar del pueblo y del escritor en el país dejaron en mí un gran recuerdo. De esos tiempos, también tengo presente a Manuel Zapata Olivella, el escritor afrodescendiente que, a principios de los ochenta, en medio de una conferencia que tuvo lugar en la Biblioteca Luis Ángel Arango a la que asistí, denunció a viva voz su marginalidad. El autor de Changó, el gran putas (1983), tuvo el valor de afirmar que él siempre había sido ninguneado en Colombia, que por su origen y condición no contaba con la distribución y difusión de Gabriel García Márquez y que los medios tanto como la gran cultura bogotana, racista, lo habían excluido. La mayoría de quienes lo escuchaban manifestaron su molestia pidiéndole que guardara silencio para seguir con la actividad literaria. Para ellos, el escritor era simplemente un “resentido”, epíteto que cada tanto se le adjudica a otros escritores.
Poco después, en mi época de la Universidad Externado de Colombia (1984-1988) tuve el gusto de conocer a Alonso Sánchez Baute. Aunque no mantuvimos una estrecha relación, pues yo no soy de la Costa Atlántica ni parte de su grupo de amigos del interior, años después me sorprendería su novela La maldita primavera (2002), que he difundido no solo en mis clases sino en mis conferencias. Su reconocimiento a los excluidos por razones de su opción sexual me ha resultado siempre de gran interés.
Por la misma época, estudiar los pregrados de Filología (1987-1990) y Literatura (1990-1994) en la Universidad Nacional de Colombia me sumergieron definitivamente en el mundo de la literatura. Ahí tuve contacto con profesores que eran a su vez escritores, como el poeta Harold Alvarado, autor de Ajuste de cuentas (2014), otro “resentido”, quien tuvo especial impacto en mí. Sus cursos de Literatura Latinoamericana y, en especial, los relativos al Brasil, habrían de determinar por vías inusitadas mis investigaciones en torno a la novela de crímenes y mis propios gustos literarios. A él se sumó el poeta David Jiménez, autor de una Historia de la crítica literaria en Colombia (2009), quien como profesor de Literatura Europea tendría una gran influencia en mi formación. A él le debo mi rotundo interés en la obra del crítico Georg Lukács, base no solo de mis estudios académicos sino de mis novelas.
Otra profesora de la Universidad Nacional que conocí fue Piedad Bonnet, autora de Lo que no tiene nombre (2013). Asistí a su curso sobre William Shakespeare en la Universidad Nacional. Hablar de Hamlet no era cualquier cosa y ella lo hizo muy bien a pesar de su juventud. Del mismo modo, Luz Mery Giraldo, otra poeta, autora de Una ciudad partida por un río. Cuentos en Medellín (2008), obra de la misma colección de Magia de las Indias de mi autoría, nos dictó cursos de Literatura Colombiana, dedicados sobre todo de la obra de los escritores opacados por el Nobel Gabriel García Márquez. Su entusiasmo y frescura hicieron las delicias de varios años de pregrado.
Gracias a Giraldo, en 1994 conocí al escritor barranquillero Julio Olaciregui, autor de Trapos al sol (1991), una especie de guía formal de lo que yo quería escribir en el futuro. A su obra le debo en parte mis reflexiones sobre la fragmentariedad en la novela. Con él asistí en Bogotá a una cena en casa de Santiago Mutis, hijo del famoso Álvaro Mutis. Allí estaba lo “más granado” de la literatura colombiana, Juan Manuel Roca, el famoso poeta, entre ellos. Dos años después, en 1996, en España, conocería al padre de Santiago, Álvaro Mutis, autor de La mansión de Araucaima (1973), que nos ofreció una charla a los doctorandos de la Universidad de Salamanca. En esta oportunidad sentí vergüenza ajena cuando este escritor recitó poemas a la infanta Cristina de España. Olaciregui y yo nos reencontramos luego en París, en 1999, y luego, en 2018, en su ciudad, en el “V Congreso Internacional de Literatura. La creación literaria” organizado por el profesor Orlando Araújo Fontalvo en la Universidad del Norte.
Fue también por estos tiempos que vi de lejos a Andrés Hoyos. A pesar de su excelente novela Conviene a los felices permanecer en casa (1992) que estudié con sumo interés comparándola con El general en su laberinto (1989), de Gabriel García Márquez, no reparó de ninguna manera en mí. Entonces yo trabajaba como vendedor de libros de Alianza Editorial y él pasó por el stand con su coleta de escritor alternativo. A la época yo tenía plena consciencia de que jamás alcanzaría un sanedrín como el suyo, de pomposos apellidos. Jamás imaginé que con el fin de que el Comunismo no llegara a Colombia en 2022 llegaría a votar por el mamarracho de Rodolfo Hernández como presidente. Este error no fue solo suyo pero dice mucho de los escritores respetables. También lo cometieron William Ospina y Jorge Franco, que por supuesto no son unos resentidos.
Poco después, en 1995, trabajé en el Instituto Caro y Cuervo de Ignacio Chaves, a su modo uno de los bastiones que perduran del Frente Nacional (1958-1974). Allí conocí escritores que publicaban bajo la sombra literaria y material de Belisario Betancur o Alfonso López Michelsen. En ese tiempo me crucé, en distintos contextos con los poetas José Luis Díaz Granados, amigo de García Márquez y autor de El Fidel que yo conocí (2009), Jaime García Mafla, autor de En el solar de las gracias (1978) y Fernando Charry Lara, autor de Pensamientos del amante (1981). También con Gustavo Cobo Borda, autor del ensayo La narrativa colombiana después de García Márquez; visión a vuelo de pájaro (1988), quien llegaba al Instituto como si llegara un embajador; u Otto Morales Benitez, autor de numerosas obras editadas por el Instituto, entre las cuales se encuentra Momentos de la literatura colombiana (1991). De ese mismo talante conocí por esos días a la poeta María Mercedes Carranza, autora de La Patria y otras ruinas (2004), quien rechazaba a Ignacio Cuevas e intentaba salirse de ese estrecho mundillo literario pero no lo lograba. Frente a todos ellos yo llegué a sentirme como un advenedizo, alguien sin abolengos y posiblemente otro resentido.
Cosa distinta fue mi encuentro con R.H. Moreno Durán, a quien conocí en la Universidad Autónoma de Colombia, donde trabajé de 2003 a 2006: autor de Los felinos del canciller (1987), otra de las novelas de la generación posterior a García Márquez. Su conocimiento y sensibilidad me dejaron una honda impresión.
De 2009 a 2019, como director del Congreso Internacional de Literatura Medellín Negro de la Universidad de Antioquia, realizado en el marco de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, tuve la fortuna de conocer a la mayor parte de los escritores de los que puedo dar noticia aquí. Entre otros, tuve contacto con Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien hacía parte del corpus de mi investigación sobre la anomia en la literatura colombiana. Lo menciono en primer lugar puesto que su importancia excedía el campo literario: saber que fue la opción a Álvaro Uribe Velez para la presidencia de la república de 2002 sustentaba este interés. No obstante, desde el principio, sin razón alguna, este escritor vallecaucano desdeñó nuestra invitación al evento y denostó la comunidad académica con epítetos que quisiera olvidar. Mi trabajo sobre su novela Comandante Paraíso (2002) lo terminé a pesar de conocer su talante pendenciero.
Nada qué ver con la empatía y amabilidad de Fernando Vallejo y Laura Restrepo, a quienes leí desde mi adolescencia y tuve el gusto de tratar de un modo u otro. Haber cruzado algunas cartas con el primero, autor, entre otras excelentes novelas, de La rambla paralela (2002), me llena de orgullo. A través de ellas, sentí su ánimo crítico pero amable, directo pero sensible. Por su parte, de Laura Restrepo, autora, entre otras novelas, de Leopardo al sol (1993), podría escribir muchas más líneas. La intensidad de nuestro encuentro queda consignada en mi novela Amantes y destructores. Una historia del Anarquismo (2019). En 2015 tuve la fortuna de compartir con ella una de las mesas de Barcelona Negra, Colombia: Narrativa actual y novela negra.
En este último espacio alterné, además, con Sergio Álvarez, autor de 35 muertos (2011), quien había participado ya en el Congreso Medellín Negro de 2009. Desde entonces, por distintas razones, he tenido la fortuna de reencontrarlo en numerosas oportunidades. Una de estas, en el lanzamiento de mi novela Desaparición en la Feria del Libro de Bogotá de 2013, que tuvo la generosidad de presentar. Su amistad aún perdura pues tenemos varias cosas en común, el exilio entre ellas. En este apartado incluyo a Alfonso Carvajal, autor de Hábitos nocturnos (2008), puesto que, como representante de ediciones B, fue el editor de Desaparición e hizo su presentación en el contexto del Congreso Medellín Negro de 2012. Nuestra amistad se ha venido consolidando desde entonces.
A diferencia de los anteriores, fue brevísimo mi contacto con Juan Gabriel Vásquez y Héctor Abad Faciolince. Del primero tengo un grato recuerdo de nuestro encuentro en el marco de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín de 2013, cuando me dio la impresión de ser un intelectual de gran sencillez. Junto con el director de la Fiesta, Juan Diego Mejía, autor de Camila Todoslosfuegos (2001), tuvimos una amena conversación sobre el estado de la literatura colombiana en ese momento. El segundo apenas se interesó por el Congreso. Frente a su invitación a participar, consideró que este espacio no era para él, por cuanto “no es un escritor de novela negra”. Nos presentaron por tercera vez (las dos anteriores habían sido en Medellín, en medio de Fiestas del Libro) en Ámsterdam con motivo de una de sus conferencias en el Instituto Cervantes justo cuando yo ofrecía la mía en la Universidad de Ámsterdam. En esta intervención aclaró que conforme a las pruebas de su ADN él tenía muy poco, casi nada, de indígena. No era, ni de lejos, un resentido.
También en el marco del Congreso Internacional de Literatura Medellín Negro conocí a Santiago Gamboa y Mario Mendoza. El primero, autor de El síndrome de Ulises (2004), novela que me gustó y analicé, no rechazó oportunidad alguna para hacerse sentir como escritor profesional y exigir respeto a su categoría. El segundo, Mendoza, de una reseñable sencillez, ofreció en 2010 una estupenda conferencia —”La banalidad de la crueldad”— inspirada en la banalidad del mal de Ana Harendt que entregó para su publicación en el primer tomo de la colección Medellín Negro de la Universidad de Antioquia. Esta fue rechazada por la editorial de la Universidad pero publicada en el segundo libro de 2011, Trece formas de entender la novela negra, por Planeta. Menciono este detalle para ilustrar la forma en que instituciones, editoriales y demás pueden reaccionar frente a un artículo dedicado a la historia y la persistencia del “mal”, pero también porque demuestra la generosidad del escritor durante el largo proceso de su edición. La fotografía de judíos torturados durante el holocausto que propuso el famoso autor de Satanás (2002) para acompañar el texto no pudo incluirse en la colección pues fue deliberadamente eliminada por el editor.
A los dos anteriores se suman Darío Jaramillo, poeta y narrador, y Guillermo Cardona Marín. El primero, autor de Cartas cruzadas (1995) prologó mi libro El mito del mestizaje en la novela histórica de Germán Espinosa, tesis doctoral sustentada en 2003 en la Universidad de Salamanca y publicada gracias al apoyo de Richard Tovar por la editorial de la Universidad Externado de Colombia. Su amistad me ha acompañado siempre. El segundo, autor de La bestia desatada (2007), apoyó el proyecto de Medellín Negro desde el principio y fue un entusiasta mecenas de sus productos bibliográficos, tanto como Herman Ferney Montoya Gil, Líder del programa de la Secretaría de Cultura Ciudadana.
Lugar especial de escritores conocidos y estudiados merece Germán Espinosa, otro exponente de la generación intermedia entre García Márquez y los contemporáneos, a quien le dediqué varios años de mi vida, de 1995 a 2003, por lo menos, lo que sin duda fundó una plataforma para mi formación como escritor. Incluso en mi novela A la intemperie se pueden leer los efectos de su obra, La tejedora de coronas (1982), en mi obra. Mi admiración por esta novela y por su figura no impide reconocer sus espurios vínculos con Alfonso López Michelsen. Entre luces y sombras el escritor cartagenero fue, a su modo, mi forjador intelectual como escritor. A él le debo el cuidado rotundo por la forma en la novela.
En uno u otro espacio conocí a Óscar Collazos, de los pocos escritores colombianos que alternó con Julio Cortázar y por lo tanto de quien varios presagiaban un gran futuro como parte del Boom Latinoamericano. Lo recuerdo, en primer lugar, por la presentación de Magia de las Indias, donde incluí apartes de su obra. Hablé brevemente con él antes de la presentación del libro pero apenas se interesó por él y luego desdeñó su participación en Medellín Negro porque no le ofrecíamos “lo suficiente”. Más tarde, me sorprendió que en un evento informó el teléfono de Jorge Luis Borges, a quien según decía “frecuentaba” y era su íntimo amigo: otra vergüenza ajena.
En Magia de las Indias, Collazos concurre con el periodista Juan Gossaín, que por interpuesta persona se impuso en la colección; Roberto Burgos Cantor, autor de La ceiba de la memoria (2007), hábil abogado que supo granjearse una posición en el campo de la literatura nacional; Pedro Badrán Padauí, autor de El día de la mudanza (2017), a quien nunca conocí pero era ampliamente reputado en ese momento, y Efraim Medina Reyes, cuya novela Érase una vez el amor pero tuve que matarlo (2001) fue un éxito comercial.
Mención aparte exige Rafael Gutiérrez Girardot, el reconocido intelectual colombiano, autor de Hispanoamérica: imágenes y perspectivas (1989), libro básico de los estudiantes de Literatura de la Universidad Nacional. Mi devoción a su obra fue una constante durante toda mi carrera. No obstante, su empeño en demostrar que era descendiente del precursor de la Independencia de Colombia, Atanasio Girardot, en una conferencia en Granada, en 1996, afectó para mí su condición de mito nacional. Me recordó el shobinismo de Álvaro Mutis emparentándose con el sabio Celestino Mutis de la Expedición Botánica en Colombia.
De la antedicha generación de transición, recuerdo además a Luis Fayad, autor de Los parientes de Ester (1978), que participó en el primer congreso de Medellín Negro en 2010, sin pena ni gloria; Evelio Rosero, autor de La carroza de Bolivar (2012), quien asistió alguna vez a la Fiesta del Libro y no brilló justamente por su sociabilidad pero para muchos, incluido quien esto escribe, es un escritor de culto; y Rogelio Iriarte, que ofreció una extraña charla en el marco del Congreso Medellín Negro, por decir lo menos. Supongo que su apellido tiene importancia hasta fuera de las fronteras colombianas pues cuenta con numerosas traducciones al italiano. Ignoro si tiene algún parentesco con el escritor Alfredo Iriarte, autor de la novelita Bestiario tropical (1986) que leí en mi adolescencia, o de Gabriel Iriarte, antiguo director en Penguin Random House Colombia. Cosas de resentido.
En el marco del Congreso Medellín Negro, también tuve la fortuna de conocer a escritores entrañables como Hugo Chaparro Valderrama, autor de El capítulo de Ferneli (1992), primera novela analizada en mi libro La anomia en la novela de crímenes en Colombia (2012); y Gonzalo España, escritor bumangués, autor de Galería de piratas y bandidos de América (1993), que seguro ha inspirado a más de un escritor colombiano. Ambos poseen una afabilidad fuera de lo común.
Por su parte, una antigua relación me une a los escritores Nahum Montt, Selnich Vivas, Luis Noriega y Miguel Ángel Manrique, y en particular los poetas Henry Benjumea y John Jairo Galán Casanova. Desde los años de la Universidad Nacional, hubo una profunda camaradería entre nosotros. Al primero, autor de El esquimal y la mariposa (2004), lo conocí muy joven, cuando era solo un romántico escribidor; al segundo, autor de Finales para Aluna (2013), novela que edité en la colección Medellín Negro, lo recuerdo como uno de los mejores estudiantes de Literatura de su promoción, interesado siempre por la relación entre la cultura alemana y las culturas indígenas. Noriega, autor de Mediocristán es un país tranquilo (2014), Miguel Ángel, autor de Disturbio (2009), palabra misma que evoca esos tiempos, eran de un curso posterior, pero siempre admiré su trabajo. Con los poetas, compartí estupendas experiencias de las que dan cuenta algunos de mis diarios.
Por cuestiones laborales, pues ambos nos desempeñamos como profesores de la Universidad de Antioquia, por años tuve contacto con el escritor Pablo Montoya, autor de Los derrotados (2012), novela incluida en el corpus cultural de Amantes y destructores. Una historia del Anarquismo (2019). Podría contar numerosas anécdotas relativas a nuestro contacto. Solo quiero aludir a su honestidad como escritor, al punto de pelarse con editoriales de reconocido poder que irrespetan la labor del escritor, y su desdén por autores y obras que se mantienen como canónicas. Tuvo la amabilidad de presentar Desaparición (2012), junto con Selnich Vivas, en la Biblioteca Piloto de Medellín. Escucharlo hablar de mi obra me conmovió profundamente.
Por su parte, tuve la fortuna de conocer a José Libardo Porras, autor de Niños de la nieve (2000), un libro que impulso mi estudio sobre la anomia en la novela de crímenes en Colombia. Su sencillez y amabilidad son de subrayar en un medio donde esas cosas no parecían la regla. También a Octavio Escobar, con quien he tenido algunos diálogos en red, autor de la novela de denuncia Cada oscura tumba (2022), que tuvo justo reconocimiento en la Semana Negra de Gijón. A ellos se suman el colectivo de escritores reunidos en torno a la colección Policías y Bandidos: Luis Fernando Macías, Emilio Restrepo, de quien edité una colección de relatos, “Después de Isabel el infierno? y “¿Alguien ha visto el entierro de un chino?” (2012), Verónica Villa, Memo Ángel y John Saldarriaga. Varias veces realizamos actividades conjuntas que fueron un rotundo éxito.
No quiero terminar esta semblanza sin mencionar a escritores que me dejaron un gratísimo recuerdo: Fernando Toledo, poeta que se desempeñaba como responsable de la Casa de la Universidad de Salamanca en Bogotá cuando volví a Colombia en 2003. Me entregó su cuento “El Enano” para que conociera algo de su obra y allí nació nuestra amistad. Junto a él, Álvaro Castillo Granada, librero y escritor, autor de En viaje (2007), lo conocí en Cuba con ocasión del Festival “Fantoches” de 2017 que se realizó en santa Clara. Nuestra empatía fue tal que conservo con afecto una camiseta que me regaló con el lema “Tierra y Libertad”. Compartir con el mi conocimiento de la Isla me permitió asimilar su peculiar naturaleza. Sobre esta experiencia escribí una reseña.
De los escritores más jóvenes, quisiera mencionar a Melba Escobar y Gilmer Mesa, no tanto porque los considere fundamentales para una historia de la literatura colombiana sino porque sus nombres aparecen en google como parte de los “Escritores colombianos” en la misma franja de García Márquez o José Eustasio Rivera. A la primera la conocí muy joven en el marco de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, cuando se desempeñaba como empleada del Ministerio de Cultura y se imponía como tal en la provincia. Su novela La casa de la belleza (2019) puede ser parte de la avalancha de novela femenina y de escritoras entre la cual se incluyen hoy por hoy nombres como Pilar Quintana, Margarita García, Andrea Cote Botero o Sara Jaramillo Linkert que también aparecen en la franja de google y no conozco. Al segundo, Mesa, lo conocí en el marco del último congreso Medellín Negro que realicé (2019). Para el efecto, leí su novela La cuadra (2016) con el fin de estar al tanto de la producción de un invitado obligado del evento dado su impacto editorial.
De los más recientes quisiera mencionar a Luis Alfonso Salazar, autor de Loveland (2017), de quien he escrito una reseña; Pacho Restrepo, autor de La doble espiral (2018), y Juan David Aguilar, autor de El tiempo del ruido (2019), estas dos últimas novelas editadas por mí e incluidas en la colección Medellín Negro. Creo que estas son propuestas valiosas con proyección hacia el futuro.
Conocer a todos estos escritores ha sido fundamental para mi formación. Cada uno a su manera me ha dejado un recuerdo que hace posible mi escritura y sin el cual no sería posible armar una semblanza de esta época tan difícil que nos ha tocado vivir como colombianos y como humanidad. Quizá en los próximos quinientos años todos seamos reconocidos en nuestra justa medida y hagamos parte así de una tradición literaria. ¡Que así sea!