“Para qué llorar sobre la leche derramada”.
–¿Mil cuatrocientos cincuenta?
–¡Ya oyó! —contesta el vendedor ofuscado y presuroso.
–Solo tengo mil —afirma la mujer—.¿Puede dejármela en mil?
–¿Usted qué cree? —pregunta con sorna el hombre.
–Déjemela en mil, por favor —solicita en un ruego la mujer, con el dinero en la mano, tintineante.
–Quítese de ahí que me espanta la clientela. ¡Vuelva cuando tenga toda la plata!
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La superioridad de la inteligencia conduce a la insociabilidad.
Schopenhauer
Crucé la calle 4 y llegué al Gran Paseo, que estaba ubicado a la orilla del mar. Cerré los ojos satisfecho. Al fin estaba en el famoso malecón del que tantos artistas habían hablado, el inefable Hemingway entre ellos. Mi rostro y mi cuerpo se sintieron totalmente renovados, frescos. Parecía que hubiera echado el tiempo atrás. Reanudé la marcha a pesar de que las nubes en el horizonte indicaban la proximidad de una tormenta. Al caminar sentía el aire como una caricia de peces y sal. Los gritos de la calle se chocaban con las olas, al tiempo que el sol golpeaba las pieles de isleños y turistas. ¡Qué lejos estaba todo esto de esposas, hijos o alumnos! Me sentía renacer, en libertad.
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“El amor es fuego y el fuego devora lo que quiere ocultarlo”.
Biófilo Panclasta.
A la salida del Violet, justo en el callejón de la calle 43, confluyen estafadores, guachos, vividores, desocupados, upelientos, alegronas y hasta algún padre de familia y polis. Un buen sitio para un performance, ¿verdad?
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—¡Ahora sí que me voy a nuevayor, hijueputa!
—¿A nuevayor? ¿Y usted qué pinta en nuevayor?
—¡Qué más da! En nuevayor no se deben vivir estas cochinadas.
—Hágase el pendejo y verá.
—Pendejo si me quedo. Ya no puedo más, Gabi.
—Si no paga, lo mandan para ese nuevayor pero de una, para el nuevayor de la mierda, parce. Esos pirobos están pendientes de usted.
—Usted sabe que ya no tengo con qué pagar.
—Pues más le vale que lo haga, si no ya sabe lo que se le viene encima. Un nuevayor pero completico.
—Ya todo lo tengo encima.
—Entonces muévase, parce, y quíteselo de ahí. ¡Y rapidito! Son más de las tres y media. Tiene hasta las cinco.
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Un instante después del estruendo, Ada ya estaba en el salón con sus cosas dispuestas para irse al colegio.
—¿Pero… qué podemos hacer, mamá?
—Nada, hija.
—¿Cómo que nada?
—¿Ya estás lista?
—Pero… ¿qué hacemos? y ¿qué haces ahí?
—Buscaba…
—¿Esto?
—¡Déjalo sobre la mesa!
—¿Qué piensas hacer con él?
—¡Que dejes eso ahí!
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Cinco. Trabajaron juntos. Sus movimientos fueron exactos, sin emoción, automáticos. Hablaron poco: en lugar de palabras les bastó una mirada, una media sonrisa o el temblor de sus labios. Ese día, curiosamente, todos iban de blanco.
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Ese día empezó a leer, de verdad. Y de ahí en adelante, como víctima de un vicio, leyó, leyó y leyó, sin detenerse, incluso los volantes que recibía en la calle, los que ofrecían arreglar su reloj en cinco minutos o invitaban a clubes nocturnos donde atendían colegialas, las señales de tránsito y las instrucciones para armar electrodomésticos en letra menuda, las marcas de los shampoos o el nombre de cada una de las estaciones del autobús. Todo lo que cayó en sus manos o estuvo frente a sus ojos lo leyó. Y el vicio no cesó.
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