Parqué
Un instante después del estruendo, Ada ya estaba en el salón con sus cosas dispuestas para irse al colegio.
—¿Pero… qué podemos hacer, mamá?
—Nada, hija.
—¿Cómo que nada?
—¿Ya estás lista?
—Pero… ¿qué hacemos? y ¿qué haces ahí?
—Buscaba…
—¿Esto?
—¡Déjalo sobre la mesa!
—¿Qué piensas hacer con él?
—¡Que dejes eso ahí!
Suena el timbre. Como un resorte, Hilde se levanta del suelo y se dirige a la puerta.
—¿Quién… quién es?
—Gonzalo.
—¿Quién?
— Señora Hilde, hemos oído un ruido muy fuerte… Un estruendo ahí dentro... ¿Tiene algún problema?
—¡Ah! ¡Gonzalo! ¡No, no..!
—¿Qué dice?
—No. No hay ningún problema.
—¿Necesitan ayuda?
—¿Qué dice?
—¿Puedo ayudarles en algo?
—No, no. Gracias.
Hilde vuelve al rincón de la estancia y se agacha allí donde el parqué se une con el muro y la madera muestra una leve pendiente.
—Estaré aquí si me necesita— dice el agente en voz muy alta.
Ada observa a Hilde que repasa la madera irregular del parqué con un suave toque de su índice derecho.
—¿Es un defecto de la construcción?— pregunta la niña muy alterada.
—Con lo que le costó este piso…
—¿Pero… qué haces ahí?— repite la niña.
La delicada mano de Hilde se detiene en el vértice adonde llega la leve pendiente, en la base del guardaescoba. Con sus nudillos toca en el piso como en una puerta.
—Debajo está… hueco— dice la chiquilla.
Hilde imaginó estar encima de una cáscara de huevo, miró a Ada y volvió a tocar con los nudillos. Toc-toc, toc-toc.
—Ahí abajo está vacío, repite la niña arrodillándose también en el rincón, junto a la madre. —Podemos aprovechar el espacio.
Ambas dan golpes en el parqué. Toc-toc, toc-toc. Toc-toc, toc-toc.
—Trae un cuchillo— le ordena la madre a la chiquilla al tiempo que empuja hacia abajo una tabla del parqué. La tabla cede un poco.
Rápidamente la niña trae un cuchillo de la cocina y, además, en una reacción que le parece lógica, toma el martillo que había dejado sobre la mesa. Le extiende el primero a su madre. Ambas se miran. Hilde recibe el cuchillo, mientras Ada se acomoda a su lado con el martillo. En el rincón del parqué automáticamente ambas se distribuyen el trabajo y las herramientas.
Hilde empieza a hundir el cuchillo en la unión de dos tablas del piso, justo en donde empieza la protuberancia de la madera en el mismo sentido de la veta. Pronto la madera se resquebraja. Inmediatamente la niña ayuda en la operación con el martillo, golpeando sobre el cuchillo.
—Debes irte.
—Pero no puedo dejarte con esto, mamá— dice la niña golpeando el cuchillo con el martillo.
—¡Deja eso ya! Es hora de salir. Ricardo está a punto de llegar. No puedes salir tarde. Hoy no. ¡Vete! Coge la mochila, dame un beso y vete.
—¿Y todo esto?
—Yo lo arreglo.
Ada se muerde el labio inferior al mismo tiempo que mira a su madre sudorosa. Deja el martillo sobre el parqué, la besa en la cabeza y se levanta. Toma sus cosas y se dirige a la puerta. Se gira para ver de nuevo a Hilde antes de abrir la puerta. Toma aire, gira el pomo y sale de la casa.
*/*
—Un estruendo…
—¿Un estruendo?
—Como un derrumbe o algo así...
—Pero mire: la niña sale puntual, como si nada.
—Pues, sí.
—Parece tranquila.
—¿Triste, como siempre?
—No. Tranquila.
—Le aseguro que desde aquí oímos el estruendo. Un golpe, como si se desplomara un muro.
—¿Un muro?
—¡Buenos días, Ada!
—Buenos días, Elvia.
—¿Ha pasado algo en casa?
—¿Algo?
—Lo digo por lo del estruendo…
—¿Estruendo?
—Hasta la tarde, Gonzalo, dice Ricardo, el conductor.
—¡Hasta luego!
La niña se acomoda, Ricardo cierra la puerta trasera del Mercedes y da la vuelta al vehículo para retornar a su lugar en el asiento de chofer. Tiene uniforme verde, con gorra e insignia de la cuarta brigada.
—No contestó… ¡La pobrecita!
Desde su garita, Gonzalo observa el automóvil que se aleja. Se queda mirando, sobre todo, a Ada. Ella sostiene su mirada. Unos metros más adelante, el auto se detiene en el retén, como cada mañana. Dos oficiales observan su interior. Uno de ellos le indica al portero que abra la puerta y el coche abandona la mansión.
*/*
Hilde oye cómo se aleja el coche que lleva a Ada al colegio. Vuelve a su labor. Respira tranquila. Ha superado una primera etapa. Mira hacia la poltrona, ve el enorme cuerpo inerte y se decide a continuar. Tiene que ordenar las cosas.
Vuelve al rincón del parqué. Con el cuchillo logra rajar un poco más la madera. Luego golpea con el martillo las tablas aledañas hasta que logra abrir un hueco en el piso. Introduce por ahí el cuchillo y se sorprende al verificar que, efectivamente, al otro lado de la madera no parece haber nada. Esta vacío. Entonces, pega su cara al suelo e intenta observar. Oscuridad total. Amplia y absoluta oscuridad. Tanto que ha caminado por ahí, a diario, y nunca se detuvo a pensar qué habría debajo. Un vacío sí se sentía, piensa… Siente terror. ¿De verdad no habrá nada ahí abajo?
Con dificultad, levanta una de las tablas rajadas hasta quebrarla. La operación le resulta muy difícil, pero lo logra al fin haciendo palanca con el martillo. Luego insiste con el cuchillo y el martillo para hacer el hueco más grande. Golpea y apenas piensa en el nuevo estruendo que provoca la operación. Las tablas se levantan una a una como en sentido inverso a un dominó. Se deshace como puede de la siguiente tabla. Está sudando.
Suena el timbre. Hilde, como un resorte, se levanta.
Las 7:05 en el reloj de la cocina. ¿Quién será? Su cerebro divaga desesperado. ¿Ricardo? Es imposible. No puede haber ido y vuelto del colegio en tan poco tiempo. La ruta exige un poco más de tiempo. Cuando el conductor toca el timbre, es porque el general ha dejado el maletín sobre la mesa de la entrada para que aquel lo recoja.
Hoy eso no sucederá.
—¿Quién es? pregunta Hilde mientras se acerca a la puerta.
Nadie responde.
El periódico se desliza por debajo rozando sus zapatos. ¡Cómo pudo haberlo olvidado! Todos los días, a esta hora, el periódico llega a casa. Así pasa siempre, como pasa todo en esta casa: por disposición del general. El toque matinal de un oficial tiene que precederlo. Si el pobre hombre no oprimiera el timbre anunciando el periódico a la hora justa, el general desplegaría todo su poder sobre él: lo reprendería, lo sancionaría o incluso lo removería del cargo. La puntualidad es la madre de todas las virtudes, dice el desgraciado.
Ella verifica El Tiempo que yace a sus pies. Sus ojos se quedan inmóviles ante la foto de la portada: una nueva matanza. Hombres, mujeres y niños aparecen en el fondo de un gran hoyo, ensangrentados, polvorientos. Cadáveres de toda condición hacinados en un boquete de la tierra. ¿Dónde habrá sucedido ahora? Debió ocurrir anoche que la bestia llegó tarde. Para todo tiene horarios el miserable. Para el baño, para el café, para el sexo y para matar… Siempre puntual. ¡Si tiene horario hasta para esa maldita costumbre de darle una ojeada al periódico en la mañana para verificar el impacto mediático de su gestión! Así llama a su esquizofrénica persecución de antisociales, que son todos los que se le oponen. Le brillan los ojos de orgullo mientras lee la noticia y ese maldito centelleo se mantiene cuando sale de casa, a las 7:30, con sus tres soles de general de la república, a continuar su temible acción. La seguridad democrática, dice.
Son las 7:15 y a esta hora el café debe humear sobre la mesa, decía el cabrón. Lo olfatea con gusto al sentarse a la mesa. Pero no hoy, maldito, piensa Hilde mirándolo, feliz.
¿Cuántos muertos dejó esta vez?, le pregunta la mujer a la bestia que está en el piso, segura de que ya no puede responder.
Café negro, muy negro, a las 7:15, y desayuno completo un minuto después...
¡Se lo engullía en tres minutos!
Hilde levanta la vista del periódico. Ya tendrá tiempo de leer la noticia. Le quedan siete minutos antes de que llegue Ricardo. No puede alargar las cosas. Tiene que acabar la tarea. Así, vuelve a su lugar en el parqué.
*/*
Como ocurre cada mañana, la niña llega puntual, y Rebeca, la maestra de alemán, se lo reconoce. La mujer dice que la puntualidad es una virtud que garantiza el éxito. La maldita puntualidad. Por ella, el ogro hacía lo que le daba la gana: con Ricardo, con Gonzalo, con Frau Rebeca, con su madre… incluso con ella en la madrugada. En el descanso de las 9:00, sus compañeros se burlarán, de nuevo, de esta maldita entrada puntual a clase. Su padre no es cualquier pelagatos y la golpearía si no llega a la hora exacta, dirán. Sin embargo, esta mañana Ada ha llegado con cara de felicidad al colegio. Está feliz la aletargada, dirán.
*/*
—Está a punto de salir— masculla Gonzalo.
Solo lo oye Elvia, que acaba de llegar.
—Los mataron.
—Como se ve en el periódico…
—Ahí no se ve nada. Nunca se ve nada…
—Pero es una buena foto.
—¿Buena?
—Muestra todo, quiero decir. El hoyo, los muertos…
—¿Todo? ¡Ja!
—Las víctimas, la fosa… Fue en el barrio, ¿verdad?
—Los que pudimos nos escondimos…
—Como siempre…
—En el mejor de los casos… Es una máquina de matar.
—En la imagen no se puede identificar ningún rostro. Los cuerpos son una masa…
—El único que se ve clarito, como siempre, es él, el general junto a la fosa.
—Y como siempre, dicen que fue a investigar los hechos...
—Es un salvaje.
—Un salvaje al que algún día alguien tendrá que cazar…
*/*
Hilde ha hecho un buen boquete. Los listones de madera retirados se acumulan a su lado.
Se levanta y se acerca a la mole que es ahora su marido. Lo arrastra, lo hala del uniforme con dificultad.
Suena de nuevo el timbre.
Hilde queda paralizada, sin soltar el cuerpo. No sabe si seguir la operación o abrir la puerta.
Al fin, deja caer el peso que la agobia, se limpia las manos en la ropa y se dirige a la puerta.
El timbre suena de nuevo.
El reloj de la cocina marca las 7:26.
Hilde toma aire y resuelta abre la puerta.
Al otro lado, Ricardo se queda mirándola.
—¿Lo hizo de nuevo?
—¿Qué?
—Lo mismo de siempre, ¿verdad?
Hilde lo mira impávida desde el umbral. Quisiera abrazar a Ricardo y ponerse a llorar, pero los de la garita están mirando, pendientes de ella. Son sus sabuesos, piensa. Por tal razón, trata de guardar las formas, se hace a un lado y le indica a su dulce Ricardo, como la mujer del ogro que es, que puede pasar.
—¿El general está listo?
—No.
—¿Y el maletín?
—Tampoco está.
—¿Cómo?
—Hoy no saldrá.
—No entiendo.
—Está… indispuesto.
—¿Indispuesto?
—¡Ajá!
—Te pegó otra vez— afirma Ricardo en un murmullo casi inaudible.
Hilde asiente y baja la cabeza.
—¡Déjalo de una vez!
—Ya no hace falta…
Ante la leve sonrisa de la mujer, Ricardo se decide a entrar a la casa.
Hilde cierra la puerta detrás suyo.
Gonzalo y Elvia observan desde la garita. Murmuran.
*/*
A las 7:35 Elvia entra a trabajar. Siempre llega antes y se queda ahí, hablando con Gonzalo, secreteándose lo que pasa en la casa, sobre todo lo que ha ocurrido en la noche… hasta las 7:34, cuando se dirige a la puerta de la casa del general y toca el timbre.
—Usted los conocía.
—Sí.
—¿Eran antisociales?
—¡Qué estupidez! Así les llama pero todos saben que son solo gente.
—Pues… por lo visto, acabó con todos… No quedó ni uno que cuente la historia.
—Yo.
—Son las 7:30.
—Me quedan 4 minutos.
—Lo de anoche debió ser más duro que de costumbre. El general no sale. Y mire: Ricardo acaba de entrar. Algo pasa.
—Da igual. Pase lo que pase, yo debo entrar. Si no lo hago, es capaz de hacer conmigo lo mismo que con los otros.
—Yo la acompaño.
—No, mejor quédese aquí y escriba su informe de la jornada. El general puede pedírselo en dos minutos.
—Hoy pasa algo, Elvia. Ese ruido no fue normal…
—¡El ruido?
—Un estruendo que hubo justo después de la madrugada.
—¿Estruendo?
—Sí. Un golpe fuerte, seco.
—Y Ricardo que entró a la casa.
—Están juntos.
—¡Ojalá pase algo!
—Pues en las noches pasa de todo, pero aquí no pasa nada— dice Gonzalo escribiendo en su bitácora.
*/*
—Acabemos de una vez con esto.
—¿Me ayudarás?
—Así tenía que terminar.
—Lo mismo dice Ada.
Entre ambos, halan el cuerpo hasta el hueco. Pesa como un elefante. Y está del mismo color.
Un chorro de sangre le sale desde la cabeza hasta el ojo izquierdo formando una costra oscura que inunda el glóbulo ocular. Al mover el cuerpo, se reactiva su flujo y el líquido cae al suelo, dejando una gruesa línea roja en el parqué.
Con dificultad, Hilde y el conductor limpian la sangre con un reducto de los pantalones del uniforme que lo permite. Se percatan entonces de que el hombre tiene la bragueta abierta. El miembro está inflado. Hilde lo mira y de inmediato observa los ojos dulces de Ricardo que le increpa.
—¿Quién lo hizo?
—Pues…
Suena el timbre. Ambos se quedan mirando la puerta. Son las 7:34. Normalmente Elvia llega poco después de que salga el monstruo y, por lo visto, a pesar de todo, hoy no es la excepción. Cada día ella llega a la misma hora, se cambia de ropa y de inmediato emprende las labores de la casa: lava los platos del desayuno, hace las camas, barre la casa…
Hilde desconfía de la empleada. Cree que es una espía más en su contra. Como Gonzalo y los oficiales de la garita. Ella vive en un búnker que es su propia jaula.
Elvia vuelve a timbrar.
Ricardo suelta el cadáver que resuena al caer y va hacia la puerta. Hilde se queda ahí, ensimismada, limpiando lo que queda del rastro de sangre en el parqué con la tela de los pantalones. Ya ni le interesa que la mujer pueda verla al entrar. Al final, ella sabía de su vida y se secreteaba con Gonzalo todos los días en la garita. Tenía que terminar así, dirán. Suspira. ¡Que pase lo que tenga que pasar!
Hilde levanta los ojos hacia la puerta y encuentra la mirada dulce de Ricardo que espera su orden. Alza el ceño en señal de que debe abrir. Ahora todo le da igual.
Ricardo gira el pomo y se hace a un lado de la puerta que se abre con lentitud. Elvia cruza el umbral, lo mira y apenas lo saluda con un buenos días imperceptible. De inmediato, la mujer dirige sus ojos hacia el salón y en un instante su mirada se cruza con la de Hilde. Es solo una mirada pero con ella ambas comprenden el mismo contenido. Hace años se ven, hoy se observan, se entienden, se contemplan. En los cuatro ojos hay algo parecido a la solidaridad. Respecto del general, en distintas labores, ellas fueron sus subalternas, mujeres condenadas a su servicio. Desde el principio, Hilde se sintió incómoda con la situación, y últimamente lo llevaba peor, pero ahí están. La señora tenía la sensación de que Elvia compartía todas esas actividades cotidianas porque era una agente más, contratada por su marido para vigilarla hasta en sus espacios más íntimos. Siempre estaba rodeada de oficiales, agentes encubiertos, infiltrados, corruptos y una ralea uniformada que la hacía sentirse en prisión y la presencia constante de Elvia solo le confirmaba la lógica del cautiverio. No obstante, ahora, inesperadamente, ese cruce de miradas cambia las cosas. ¿Complicidad, fe, esperanza? Hilde percibe cierta dulzura cómplice en la mirada de Elvia, una liberación. Y entiende que la adusta mujer no la traicionará. No ahora.
—Tenía que terminar así, dice la doméstica dirigiéndose a Hilde.
—Cierre la puerta— ordena la señora del general a Ricardo.
La mujer se dirige hacia el parqué del salón. Intenta ayudar a Hilde con la carga. Es fuerte y rápidamente se hace con ella.
—Tenemos que meterlo ahí— dice Hilde, al mismo tiempo que señala el hueco en el piso.
Ricardo se une a la acción. Entre los tres alzan el cadáver y lo empujan con mayor eficacia hacia el hueco. El parqué queda más brillante que antes, lustrado por los pantalones del uniforme del sátrapa con su sangre todavía húmeda, quizás.
—Descarguémoslo aquí antes— sugiere Ricardo soltando un brazo y dejando el cuerpo cerca de la mesa principal de la sala. —Hará menos ruido si lo hacemos rodar.
Los tres se inclinan, como coordinados, para dejar toda la mole en el piso. Ricardo e Hilde levantan su tronco, liberados del peso. Elvia, en cambio, se inclina hasta quedar de rodillas. Le guarda el miembro inflado y le cierra los botones de la bragueta. Hilde la mira sorprendida. La ve hacerlo con tal pudor que piensa que a menudo debió hacer la operación contraria… Se estremece de fastidio. No quiere imaginar al ogro encima de Elvia, no por celos sino por la solidaridad que siente ahora por la mujer. El asqueroso siempre dijo que, aunque le encantaba su blanca piel, no podía dejar de sentir atracción por las mujeres de su raza… ¡Maldita raza!, concluyó mientras Ricardo y Elvia rodaban el cuerpo del general hacia el hoyo. Ella, serena, empuja la prominente cadera para ayudar.
—¿Cabrá?
—Haremos que quepa— responde Hilde.
—¿Quién lo hizo?— pregunta Elvia.
—Yo no— responde de inmediato Ricardo, con un dejo de sarcasmo.
—Empújenlo desde los pies— pide Hilde. Elvia obedece.
—Usted llegó temprano— afirma Ricardo dirigiéndose a Elvia.
—Siempre lo hago— contesta agresivamente ella. Como usted...
—¿Todavía tiene las llaves de la puerta de la cocina?
—No pensará que yo…
—No pienso nada.
—Pues usted ya ha entrado antes por la puerta de atrás.
—¡Empujen!— insiste Hilde.
Poco a poco, el cuerpo rueda hasta el hoyo. Entre los tres, con dificultad, lo meten en él. Lo empujan fuertemente hacia abajo y, al fin, lo logran. Cuando cae, sienten un ruido amortiguado, como si el asqueroso cayera en medio de otros cuerpos inertes, frescos. La cabeza del ogro recibe todo el impacto, pero produce apenas un estruendo sordo.
—Necesitaremos algunas tablas para taparlo, dice Ricardo.
—El parqué nunca quedará igual, agrega Elvia.
—Ojalá quede igual— remata Hilde recordando el día en que lo instalaron. —Ya antes lo han arreglado. No importará hacerlo una vez más…
En Latinoir. Muerte con pasaporte. Antología. México: Universidad Autónoma de Nuevo León/Nitro Noir, 2018, pp. 156-169.