Leche
“Para qué llorar sobre la leche derramada”.
–¿Mil cuatrocientos cincuenta?
–¡Ya oyó! —contesta el vendedor ofuscado y presuroso.
–Solo tengo mil —afirma la mujer—.¿Puede dejármela en mil?
–¿Usted qué cree? —pregunta con sorna el hombre.
–Déjemela en mil, por favor —solicita en un ruego la mujer, con el dinero en la mano, tintineante.
–Quítese de ahí que me espanta la clientela. ¡Vuelva cuando tenga toda la plata!
La mujer sale de la tienda. Sabe que debe llegar con la bolsa de leche a su casa, que de eso dependen Esteban y Gabriela. Esa bolsa será lo único que beberán en el día. Ayer tenían pan y velas, pero hoy… Hoy es diferente. Solo tiene estos mil pesos, mil pesos que ni siquiera dan para la leche.
Celmira dice que esta es una buena esquina, pero no es cierto. En La Cuarta, cerca de la Iglesia de los Mártires, era mejor: en la mañana, entre las siete y media y las once, alcanzaba a reunir tres mil o hasta tres mil quinientos pesos. Aquí puede durar toda la mañana, sin sentarse siquiera, y por mucho reunir mil.
“Si no fuera por el Ismael, que me prohibió asomarme por Los Mártires…”
–¿Puede regalarme una moneda? —empieza de nuevo su súplica.
Los pasantes apenas la miran. Entran como si nada a la Inspección de Policía. La calle se llena poco a poco de gente.
–¡Una monedita! ¡Una monedita! —insiste ella.
–¡A trabajar! —le grita un hombre. Ella lo mira y piensa que todo da igual. Ya está acostumbrada a que le digan cosas así. En La Cuarta era lo mismo: la insultaban, le decían puta, desocupada... Pero allá, a diferencia de aquí, sí le soltaban plata. A veces le daban hasta billetes o una bolsa de pan. Un día, incluso, una señora que salía de la tienda le dio una bolsa de leche.
–¿Tiene una moneda, señora? —dice abordando a una mujer con cara de fiesta.
–Solo me queda ésta —dice entregándole cien pesos.
–¡Dios le pague! —le dice ella, sonriendo. La mujer apenas la oye. Sigue sin mirarla siquiera.
–¡Una monedita, por favor. Una monedita! —clama a los del corrillo que se ha formado en la Inspección.
–¡Hoy está duro! —dice la vieja Celmira, acercándosele. Viene del corrillo y cuenta una a una las monedas que ha recogido.
–Igual que siempre —responde ella al tiempo que recibe otra moneda.
–No, mujer. Está peor —insiste Celmira—. Debe ser por lo de ayer…
–¿Y… qué pasó ayer? —pregunta ella sin mirar.
–¿Cómo así que qué pasó? ¿Nadie le ha dicho? Encontraron despedazado al Ismael.
–¿A quién?—pregunta la mujer. Siente una tenaza de fuego en el estómago.
–¡A Ismael, el de La Cuarta!
¡Asómese y verá, vieja puerca!
La mujer aprieta las monedas.
–Lo encontraron picado en una bolsa de la basura, nada más y nada menos que al lado de la iglesia.
La mujer se siente retumbar, como un disco: ¡Asómese y verá!
Eléctrica, mira a los lados, repite angustiada su cantinela:
–¡Una monedita, una monedita!
–Se metió donde no debía —continúa la vieja—. ¡Vaya uno a saber quién le dio su paliza!
Pero ella no oye, cuenta las últimas monedas.
–¡Solo me faltan cien pesos!
–Lo cortaron en rebanadas como un pan —insiste Celmira—. Después lo metieron en una bolsa negra y lo dejaron al lado de la iglesia. El inspector acaba de hacer dizque el levantamiento, por eso hay tanto curioso en la puerta.
Ella no oye, sale corriendo a la tienda.
–¡Tengo mil trescientos cincuenta! —afirma apresurada.
–No insista, ya le dije: son mil cuatrocientos cincuenta —responde el hombre.
–Solo tengo esto, por favor, recíbamelo.
–¡Son mil cuatrocientos cincuenta! —repite el otro con violencia.
La mujer sale agachada.
–¡Una moneda, por favor. Deme una moneda!
Celmira la mira desde el piso.
–El hombre no tenía a nadie, comía lo que le daban en la iglesia, pedía como cualquiera…
Un hombre del corrillo se acerca y le da otra moneda a la mujer.
–¡Mi Dios le pague! —agradece sonriente.
–¿Usted conoce al Ismael? —pregunta Celmira.
La mujer aprieta otra vez nerviosa las monedas. Abre la mano, recuenta.
–Psst… ¡Negra! Que si usted conoce a Ismael.
–No sé, no sé —dice con fuego en los ojos.
Y sigue lanzándosele a los transeúntes.
–¡Una monedita, por favor!
Al fin una mujer que pasa con un niño le deja unas monedas.
–¡Ahora sí! Mil cuatrocientos cincuenta.
Celmira la mira alejarse a la tienda.
(Publicado en “Fantoches 2020”. Latinoamérica en negro https://www.facebook.com/lorenzo.lunar).