Profesora de Filosofía

La superioridad de la inteligencia conduce a la insociabilidad.

Schopenhauer

 

Crucé la calle 4 y llegué al Gran Paseo, que estaba ubicado a la orilla del mar. Cerré los ojos satisfecho. Al fin estaba en el famoso malecón del que tantos artistas habían hablado, el inefable Hemingway entre ellos. Mi rostro y mi cuerpo se sintieron totalmente renovados, frescos. Parecía que hubiera echado el tiempo atrás. Reanudé la marcha a pesar de que las nubes en el horizonte indicaban la proximidad de una tormenta. Al caminar sentía el aire como una caricia de peces y sal. Los gritos de la calle se chocaban con las olas, al tiempo que el sol golpeaba las pieles de isleños y turistas. ¡Qué lejos estaba todo esto de esposas, hijos o alumnos! Me sentía renacer, en libertad.

—¿Buscas compañía? —me susurró una mulata que pasó a mi lado. Me quedé mirándola, pero no se detuvo. Solo me dejó entre los dedos una tarjeta de visita que terminé metiendo en el bolsillo del pantalón, junto a las demás.

Eran ya las 17 horas del martes 13 de agosto. Había llegado ese mismo día, a las 14 horas invitado por la Academia de Estudios Filosóficos Intensivos, AEFI. En mi calidad de Ph.D. de Leipzig, el día miércoles 14, a las 15 horas, dictaría una conferencia magistral sobre las características de la Filosofía actual, tema central del SNC: Simposio de Nuevos Catedráticos. Dada la insistencia de “la inepta”, Carmen Gutiérrez –que a la postre fungía como Secretaria General de la Liga Internacional de Filosofía, LIF–, había interrumpido mis ocupaciones habituales en la Academia Rostidle, AR, para asistir al certamen. Esto en términos académicos implicaba abandonar a mis “queridos” estudiantes de Filosofía Contemporánea durante una semana, del lunes 12 al viernes 16 de agosto, y en términos prácticos, más trabajo al volver y la perorata estúpida de Gutiérrez por el laboro acumulado.

Luego de lo de la mulata reanudé la marcha por el malecón. La vida bullía y yo miraba a todos lados con la curiosidad de un recién nacido.

—¿Usté viene del continente? —preguntó otra mujer, acercándoseme de improviso.

—Sí —respondí.

—Se nota —dijo ella mirándome de arriba abajo y dejando otra tarjeta entre mis dedos. —Puede divertirse mucho aquí —afirmó sonriendo.

Cada vez me sentía más a gusto en el lugar.

 

Para Carmen Gutiérrez era muy importante que el Simposio de Nuevos Catedráticos de Isla Perdida, SNCIP, contara con la presencia de Leonel Bustillo, el más reconocido filósofo de la década, y conmigo, representante insigne de una de las nuevas escuelas occidentales de la Filosofía. Ella hacía el doctorado en Frankfurt y preparaba una disertación, según nos advirtió, sobre el impacto de Sor Juana Inés de la Cruz en el pensamiento de Schopenhauer, un tema de interés en la Goethe que nos parecía demasiado para su talento. En realidad, tanto a ella como a Bustillo poco les importaban las ideas: perseguían exclusivamente el reconocimiento, y estaban empeñados en vender sus libros a como diera lugar para ganar puntos salariales. Nada más. El evento en Isla Perdida era una vía rápida para lograrlo, con playa y mojitos.

—Aquí está el número de mi teléfono móvil —indicó con un guiño el garçon al abrirme la puerta del hotel. Al verlo me di cuenta de que era el mismo que me había ayudado a llevar el equipaje a la habitación. Tomé su tarjeta y le puse un billete en la mano como agradecimiento.

El hecho de que el certamen se realizara en Isla Perdida hacía parte de una estrategia: era necesario escoger un lugar con gran contenido ideológico como escenario de fondo. Mi presencia, repetía Gutiérrez, iba en la misma línea y era garantía de éxito, sobre todo por el debate con el reaccionario de Bustillo, tan esperado por el gremio después de mi última publicación. A las 15 horas se realizaría mi exposición, luego la suya y después el debate con preguntas de la comunidad científica presente y del público asistente, de acuerdo con lo que lograba leer en la minúscula pantalla de mi teléfono móvil. Era un incordio que la inepta hubiera decidido enviarme la última versión del programa al whatsApp. ¿No era más fácil entregarme un folio impreso?

— Limitaciones de la isla —dijo de una forma idiota la Gutiérrez. — Ya verás cómo te diviertes, agregó soslayando su error. La ciudad es de lo más pintoresco que te puedas imaginar: tiene atracciones primitivas y uno que otro restaurante aceptable. Además, José Paredes, fundador de la LIF, es un gran anfitrión.

Al llegar este martes 13, tomé la habitación del Hotel Palacé,HP,cerca de la costa. Desde su balcón, veía pasar hombres, mujeres y otras naturalezas de lo más llamativos. Así, punzado por la curiosidad, decidí bajar. Quería olvidarme por un rato de que algo de mi conferencia magistral no funcionaba por completo. No estaba en Alemania, me repetía, pero ni aún así lograba convencerme de lo que sin lugar a dudas era una nimiedad. Con algo de esta culpa profesional, tomé entonces los folios impresos de mi intervención y salí a pasear por el famoso malecón de Hemingway.

Un ser muy peculiar que atendía la recepción, ataviado de un minúsculo ajuar, me había entregado la primera tarjeta.

Luego, un tanto seducido con las sonrisas precedentes a lo de las tarjetas, llegué a un restaurante frente a la playa, elSaison des huîtres. Tanta oferta epidérmica me había abierto el apetito. Tomé asiento en una de las mesas descargando a un lado los folios que había traído del hotel. El fuego de una pequeña bujía refulgía en el centro. A su lado, vi otra tarjeta. Al principio ni reparé en ella, pues parecía igual a las anteriores.

—¿Va a tomar algo? —inquirió entonces una joven que apareció de la nada. Su delicada apariencia me resultó tan impactante que justo en ese preciso instante sentí que los folios y las reservas en torno a mi conferencia salían expulsados de mi cabeza como un bumerang.

—Dame un whisky doble en las rocas —dije con dificultad.

La aparición escribió el pedido en su libreta. Yo me quedé observándola sin quitar mis ojos de sus caderas: su voluptuosidad era exquisita. Caminaba como surcando. Le seguí el rastro hasta que se perdió por una puerta que, supuse, llevaba a la cocina. Entonces sentí una dolorosa decepción, y no sé por qué extraña asociación de ideas, comprendí, con exactitud meridiana, lo que fallaba en la forma de exponer el tema de mi conferencia.

Mientras buscaba un bolígrafo en el bolsillo de mi camisa, la alucinación hecha camarera trajo el whisky en una bandeja. Apenas había alcanzado a echarla de menos, o así lo creí, cuando reapareció. Al mirarla de nuevo, hipnotizado, lo olvidé todo, literalmente todo, incluida cualquier inseguridad relacionada con lo escrito para el SNCIP. Su belleza latina era inenarrable, al punto que en definitiva me provocó un agudo dolor en el pecho y la sensación de que, pese a todo lo que había pensado de Gutiérrez, Paredes y compañía; de mis libros sobre la Filosofía Contemporánea, de Bustillo y demás; de los móviles pragmáticos del asunto del ser, en realidad, el reconocimiento de la ilusión que nacía del dolor era el propósito mismo de mi viaje.

—¿Le anoto esto en su cuenta? —interrogó la divinidad.

—¿Cómo dices? —le increpé abstraído por su perfección.

—Usted está en el Palacé, ¿verdad?

—Sí, por supuesto —respondí tomando conciencia de lo que me pedía—.  ¿Cómo lo sabes?

–Aquí todose sabe —contestó quejándose entre líneas de la situación de la isla. Así lo creí.

–Sí, anótalo en mi cuenta del hotel —agregué—. Y anota también una propina para ti.

–Es usted muy amable.

Entonces, dio la espalda y se dirigió nuevamente a la cocina.

–Tú sabrás cuál es mi habitación —le dije en un murmullo audible, tratando de retenerla.

Pero al parecer, no me oyó.

Otra vez la seguí con la mirada.

Recordé en ese momento la tarjeta que había visto al sentarme en la mesa. Decía Vaniay, como las demás, tenía el número de un teléfono móvil.

Con la tarjeta en la mano, me quedé mirando hacia la cocina con la esperanza de que la muchacha cruzara la puerta. Y como no vino rápidamente, sintiéndome un poco frustrado por su ausencia me distraje en la relectura superficial de algunos apartados de mi conferencia. De todos modos, ya sabía lo que debía cambiar.

“La ilusión –comenzaba– crece en la medida en que disminuye la inteligencia. Como dijo alguna vez André Maurois, muchos hombres creen en la primacía de la razón y así se hacen sorprendentes ilusiones.

Comprendí entonces la contradicción lógica del aserto, pero pensé que en esto no había problema. Eran las palabras del autor.

—¿Va a comer algo? —me preguntó súbitamente la muchacha en una nueva alucinación beatífica.

—No sé —dije desconcertado.

—¿Le traigo la carta? —agregó.

—Sí, por favor —contesté encandilado por su magnificencia.

—El plato típico del restaurante son las ostras, pero… yo prefiero la tilapia roja en salsa de almendras —dijo al extenderme el menú con su mano.

—Muy bien —le respondí como un autómata, sin dejar de pasear mis ojos por sus formas. Yo no quería consultar la carta, solo deseaba observarla.

—Tráeme esa tilapia —dije mirándola a los ojos.

La chica se retiró y se dirigió a la cocina. 

Sintiéndome abandonado en medio de la nada, con el restaurante ocupado apenas por un par de turistas, reanudé la lectura de mi texto. Mi premisa fundamental, si mal no lo recordaba, era que yo no podía ser más que un transmisor de datos, un renominador, pues ya todo está escrito: en los clásicos, en La Biblia, en El Corán, en Lévi-Strauss, en los tratados... El tiempo de nuevas ideas ha pasado y lo único que queda es organizar información y exponerla.

–Olvidé preguntarle… —me sorprendió de nuevo Vania—. —¿Quiere vino blanco para acompañar la cena?

¿Vino? 

Yo miraba sus ojos negrísimos, su piel brillante, la forma de mover sus manos, sus formas... Estaba sumido en un éxtasis contemplativo. Pero Vania, por supuesto, esperaba impaciente mi decisión etílica.

—¿Le traigo… vino blanco?

—¿Hay vino blanco? —pregunté idiotizado.

—Sí —dijo—. Para los extranjeros hay de todo.

—Tráeme un Chardonnayfrío —solicité manoseando con mi mente su espléndido cuerpo. Vania se marchó, de nuevo, y tuve que conformarme otra vez con la lectura de los folios:

“Desde la antigüedad, grandes filósofos se plantearon la cuestión como algo consubstancial a la evolución de la cultura. La reflexión en otros temas epistemológicos y las demás cuestiones humanas, incluido el arte, representaban materia rica para la Intelligetzia de la época. Bien conocida es la sentencia antigua y matemática de que el hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos. Para los griegos, ante todo los presocráticos, la cuestión de la ilusión se vinculaba con el definitivo devenir al no-ser al que tenía que enfrentarse el hombre desde su nacimiento.”

El impacto que Vania provocaba en mí era devastador. Tenía que hacer un gran esfuerzo para que, una vez desaparecía de mi vista, pudiera concentrarme en la lectura de mi conferencia. Con suma dificultad, mis sentidos se apaciguaban. Aunque… lo poco que releía me resultaba correcto. Reflexionaba en algunas de las oraciones de mi texto y me resultaban idóneas, no solo conceptualmente, quiero decir, sino formalmente. Sin duda, Vania provocaba este milagro y tenía que salir de la cocina para agradecérselo.

Ojeando hacia allá, sin interés alguno, sucedió algo inesperado: distinguí la presencia del doctor Paredes en la sala, a cinco mesas de la mía, acompañado de una mujer obesa. Aunque solo lo había visto en fotografías, tuve la certeza de que se trataba de él: tenía la expresión de sabelotodo que yo le atribuía y una actitud reflexiva propia de quien mira y oye sin atender. El famoso académico me sonrió. Sin duda, también me reconoció por fotografías: las del SNCIP que servían para casos como este en que resulta necesario establecer identidades. Sin dudarlo, con la cortesía que me fue posible en mis circunstancias le devolví el saludo. Alcancé a pensar que por una dulce ilusión no podía dar al traste con mi carrera; me quedaba al menos este atisbo de conciencia. El hombre se levantó entonces y me hizo una señal para que me uniera a su mesa. Por mi parte, señalando a Vania le sugerí que declinaba la invitación porque debía quedarme en la mía, y, al parecer, por su sonrisa cómplice, lo comprendió.

Al instante, como una salvación frente a otra posible intromisión de Paredes en mis asuntos, Vania llegó con lo que sería la tilapia roja. El plato mismo me tenía sin cuidado dada su proximidad y yo la miraba en detalle. Con una sonrisa cortés que agravaba el dolor de mi pecho, la bella mujer puso el plato sobre la mesa.

—Espero que sea de su agrado —dijo.

—Claro que lo será. Se ve exquisito... ¡Como tú!

Sin duda, el whisky y la presencia de Vania me sumergieron en la delectación extraordinaria justa para proferir semejantes palabras. Mi atracción por ella iba en crescendo: aunque, lo mío no era un flirteo. Ella me había dispensado la claridad absoluta frente al propósito de mi texto.

—No me hagas caso —dije casi inmediatamente, sonriendo y tratando de ganar su interés, o al menos su indulgencia. —Hablo mucho. Mi lugar es la academia.

—¿Satisfecho, entonces, profesor? —preguntó ella de manera cortante, ignorando a la vez disculpa y coqueteo.

—¡Sí! ¡Excelente! La tilapia parece deliciosa.

—Si se le ofrece otra cosa…

—No —dije—, por ahora, no. Gracias —agregué, y Vania, que me miraba de soslayo, dio un giro para marcharse.

—¡Espera! —le dije. El alcohol y el dolor de mi pecho, que se incrementaba al tiempo que ella se iba, me empujaban a llamarla—. —Tú… —comencé— ¡eres Vania!

—¿Vania? —repitió ella sorprendida—.

—Vania —repetí con una risa maliciosa pero estúpida—. La de la tarjeta —continué emocionado mostrándole el cartoncito—. Es que… quiero pedirte algo... ¡Entiéndeme! ¡Quisiera que tú y yo… —La chica me miraba perpleja—. Tú sabes...

Ella se dio la vuelta de inmediato y caminó otra vez hacia la cocina. Ante esta reacción, tuve un asomo de duda. ¿Ella era Vania? Me quedé mirando la puerta del fondo y, sin quererlo, me di cuenta de que de nuevo Paredes miraba hacia mi mesa. Le hice otro guiño tratando de disipar su interés, pero él me respondió entonces con un gesto directo, de esos que se entienden entre hombres en este tipo de situaciones. En respuesta, le sonreí con la camaradería propia del asunto y con picardía ambos retomamos nuestras respectivas cenas. A continuación corté, pinché, como pude levanté el tenedor y empecé a comer la tilapia, y, para evitar otro encuentro visual con el académico, retomé la lectura de mis folios fingiendo concentración.

 Intenté leer otro folio, pero no logré avanzar un ápice... no dejaba de pensar en las caderas de Vania. Pasaban los minutos y la chica no volvía. Con dificultad terminé la tilapia y, mientras esperaba su regreso, serví y bebí varias copas del vino que ella misma me había sugerido. La botella se terminaba. Entonces, noté que las demás camareras que se encontraban en la sala, me dirigían cada tanto sus puntillosas miradas. Yo pasaba de la lectura de los folios a la vigilancia de la puerta de la cocina con la esperanza de que la chica volviera a asomar. Pero Vania no salía. Varios comensales empezaban a impacientarse por su ausencia, incluido Paredes, que miraba hacia la cocina y enseguida me miraba a mí por el rabillo del ojo con un dejo que ya me pareció vulgar. La divulgación de una situación como esta acaso podía afectar mi prestigio. La mujer que acompañaba al académico podría ser una bocazas y, si hasta ahora no había advertido nuestro lenguaje masculino, mientras hablaba con el hombre pasaba cada tanto sus ojos por mi mesa a fin de confirmar posibles conjeturas. Poco a poco las risas de ambos, sus comentarios, sus miradas soslayadas me impacientaban. Retomé los folios y releí las mismas frases que había leído antes, pero cosa curiosa: en ese momento me parecieron solo frases vacías. Todo sin Vania parecía una incongruencia.

Al fin, Vania reapareció deslumbrante como al principio en el amplio salón. Repiqueteé con los dedos y felizmente ella vino a mi mesa pasando junto a Paredes, que no se abstuvo de mirarla de forma descarada.

—¿Se le ofrece algo más al profesor? —dijo en tono displicente, como si acabáramos de vernos—. ¿Acaso, la cuenta? —preguntó con una evidente sorna en sus ojos.

—No, aún no— le contesté de forma estúpida—. Quiero otro whisky doble, en las rocas.

—No hay —respondió.

—¡Siempre hay whisky en las rocas para los turistas! —sentencié, retomando sus propias palabras. Ella, en silencio y, sin duda, contrariada, se dispuso a volver a la cocina. Entonces, yo, como un tonto, quise retenerla. —¡Ah! Y otra cosa... quisiera preguntarte algo —agregué tajante, intentando poner las cartas sobre la mesa—: ¿estás disponible esta noche?

Para este momento, Paredes y su estúpida compañera estaban manifiestamente interesados en lo que ocurría en mi mesa. Por encima de la obesa, el académico me hacía gestos de complicidad y la mujer miraba a Vania con pena.

–El whisky doble, en las rocas, es posible. Lo demás, no —respondió enfurecida. Aunque conservaba su compostura, era un hecho que estaba molesta. Eso, para mi desgracia, me provocaba aún más. Como un maniático, traté de retenerla entonces, tomándole la mano antes de que se diera la vuelta.

—Quisiera una cita con Vania —dije sonriendo—, sin tener que llamarla por teléfono.

Ella, como pudo, se liberó de mí dándome la espalda y caminando deprisa. Yo, como antes, intenté escabullirme de las miradas de Paredes, su acompañante y las camareras en mi maldita conferencia.

“No era el sol el astro que giraba”, leí. “E pur si muove, afirmó Galilei frente a la Inquisición, y el reconocimiento hizo que la tierra adquiriera contenido simbólico directamente proporcional a la evolución de la ilusión natural. Si aquella giraba alrededor del astro mayor, activa e infinita, intentando alcanzarlo con el tiempo, la misma perspectiva geométrica debía manifestarse también en el arte y en todo tipo de creación inteligente.”

Al llegar a este punto, Vania me trajo de mala gana el whisky en las rocas.

—¡Gracias! —le dije—. Gracias, Vania.

Ella se retiró de nuevo sin decir nada. Mientras tanto, Paredes y la mujer que lo acompañaba volvieron a mirarme, seguidos por las envidiosas camareras. Estas me reñían en murmullos. Yo solo pensaba en Vania y en las cosas que quería hacerle. Aunque pareciera una estupidez de borracho, era un hecho que quería estar con ella.

Al rato, sin solicitarla, Vania me trajo la cuenta y con un gesto grosero me invitó a salir del lugar. Yo, con dificultad, firmé la cuenta y me levanté de la silla.

—Mi lugar también es la academia —afirmó en medio de su furia.

—¿Cómo?

—Soy Inés Cumplido, profesora de Filosofía en la Universidad —agregó inmediatamente—. El doctor Paredes me ha invitado al Simposio.

–Entonces… —todavía con la tarjeta en la mano, saqué el móvil del bolsillo y tembloroso marqué el teléfono de Vania—.

–¿Diga? —contestó ella muy digna sacando el móvil del delantal.

Publicado en Revista de la Universidad de Antioquia. 339, pp. 46-51.

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