Maktub
Ese día empezó a leer, de verdad. Y de ahí en adelante, como víctima de un vicio, leyó, leyó y leyó, sin detenerse, incluso los volantes que recibía en la calle, los que ofrecían arreglar su reloj en cinco minutos o invitaban a clubes nocturnos donde atendían colegialas, las señales de tránsito y las instrucciones para armar electrodomésticos en letra menuda, las marcas de los shampoos o el nombre de cada una de las estaciones del autobús. Todo lo que cayó en sus manos o estuvo frente a sus ojos lo leyó. Y el vicio no cesó.
Como por azar, ese día descubrió en un humilde puesto de libros de segunda un volumen más grueso de lo corriente. Empastado en una carátula verde aterciopelada, con líneas doradas que aseguraban el lomo, era el único ejemplar sobresaliente en la columna. Se trataba obviamente de un texto antiguo, empolvado, pero no por esto viejo; al contrario, soberanamente estrenable. Maktub. Muy rápido, superando los obstáculos de los demás compradores, logró tomarlo, tocar su tersa superficie y hasta sacudirlo para quitarle el polvo. Una vez lo ojeó y sintió entre sus dedos las hojas de pan y la textura de los caracteres, canceló un precio exiguo, claro está, dadas las condiciones del comercio de estos libros.
Se dispuso entonces a leerlo. El instante que tomó entre el pago y encontrar una banca en un parque vecino, no puede relacionarse. Con afán lo abrió. Sin embargo, allí donde uno espera encontrar el título, el autor, la viñeta y la reseña bibliográfica, no había nada más que un título escueto. Maktub, decía esta página en letras góticas entrelazadas con ramitas de olivo. Un título curioso, pero nada más. Lo singular para él era que no tenía los demás elementos de una primera página. Sólo éste. Ni autor, ni fecha, ni nada... Ni en la segunda página ni en la tercera. Ni siquiera en las últimas se solucionaba esta carencia. Nada. Ni la ciudad o el nombre de la imprenta.
A continuación, en la cuarta página ya se entraba en materia. El índice. Al parecer, por los nombres de los capítulos, parecía una novela. Dividida en 8 capítulos, a primera vista cada uno de ellos estaba dividido en secciones de pocos párrafos. En una lectura superficial, los subtítulos anunciaban cierta dependencia entre uno y otro capítulo. Así, por ejemplo, el primero se llamaba “La condición humana”, el segundo “El viaje” y el tercero “La tierra prometida”. La lectura sugerida por esos primeros capítulos era la de una novela clásica, como esas que todo el mundo debe leer. Y así la inició.
El primer capítulo exponía la vida cotidiana de un filósofo de nombre Saïd, sus ocupaciones, sus reflexiones... Un día, harto de todo, este intelectual se decidió a emprender un largo viaje al país donde había nacido su abuelo.
Aníbal leyó este capítulo esa misma tarde, en el banco. Lo mismo que el segundo, que daba cuenta del difícil viaje de Saïd, de América a Europa, con el fin de poder tomar el único vuelo que había en Occidente con destino al país de sus antepasados.
Estos primeros capítulos de la vida de Saïd y el viaje, el I y el II, los releyó luego Aníbal, la misma noche en que compró el libro, al llegar a su habitación. Y lo hizo con suma atención. Sin embargo, se dio cuenta de que esta atención no parecía suficiente. Al terminar la tercera lectura del segundo capítulo, percibió algo extraño. Aunque reconoció la simpleza de la historia, de forma igual que en la lectura anterior, pensó que en realidad ni en la primera lectura ni en la segunda había entendido bien la historia. Así pues, ya tarde, y considerando que la falta de comprensión bien podía deberse a la fatiga, releyó todo, de forma más cuidadosa. Lentamente. Como tratando de escudriñar el verdadero sentido de la narración.
Al terminar la cuarta lectura, se dio cuenta otra vez de algo muy raro: el narrador ofrecía en el segundo capítulo una explicación totalmente distinta a la del primer capítulo para la decisión del viaje de Saïd. En este capítulo hablaba de la audacia del personaje que persiguiendo a una mujer que conoció en el avión, decidió ir tras ella a Tánger, sólo como consecuencia de un arrebato pasional en París, donde al saber de su partida el dolor lo llevó a comprar un billete en el siguiente vuelo a España.
¿Acaso había leído mal? Podía ser. El propósito del viaje del personaje había cambiado del argumento del padre al del amor por una mujer. Para asegurarse de la causa real, nada mejor que releer, pensó. Ambos móviles eran muy diferentes. Así, ya de madrugada, optó por devolverse al primer capítulo, “La condición humana”, con el fin de asegurarse de que ese propósito inicial de Saïd, ese de buscar su origen, no había sido abandonado. Nada de azar ni de mujeres que surgían en el destino. Su objetivo era claro. Y así fue. Lo releyó y, al releerlo, este capítulo primero establecía claramente que el personaje no le hallaba sentido a nada y decidía empacar sus cosas. Ir a buscar su pasado en Marruecos. El pasado.
Sin embargo, Aníbal no veía ahora tan claras las cosas. Ahora, nada de esto era claro. Después de releer los tres primeros capítulos, el propósito del viaje no era claro. Ahora no era lo mismo. En esta relectura ya el personaje decidía hacer un viaje en el tiempo, hacia el pasado, pero el hecho no parecía tener una relación directa con una familia, mucho menos con el viaje del segundo capítulo. La incongruencia rebasaba su fatiga. El viaje de Saïd, por una parte, era hacia el pasado, pero, por otra, en el segundo capítulo era hacia una experiencia sentimental totalmente ajena al tono del primer capítulo. Sin duda, Aníbal lo entendía así porque así era, y no se trataba de un problema de cansancio o concentración. El hecho era claro: había una contradicción.
Decidió entonces empezar de nuevo. Pero esta vez, por el capítulo III. Si los dos primeros le habían tomado el pelo, lo mejor era saber a qué atenerse de acuerdo con la evolución de la novela. Sin duda, el tercero le daría una brújula confiable. Clara. Así pues, ya de madrugada, casi a la hora en que tendría que salir para el trabajo en la cervecería, inició la lectura del tercer capítulo, “La tierra prometida”.
A medida que avanzaba, en este capítulo tercero la historia dio, sin embargo, un giro de 180 grados.
Ya en Tánger, Saïd tomó contacto con los ancianos sabios de la calle Mohamed V. En su francés primario, intentó hablar con ellos e inquirirles sobre el paradero de una familia de apellido Bei. Los viejos no sabían o quizá no le entendían lo que les preguntaba, pero él insistía. Una y otra vez preguntaba lo mismo, sin avanzar en nada. El caso es que no encontró ninguna pista para su ruta y, por el contrario, se enfrascó en discusiones bizantinas acerca de la naturaleza del movimiento. Frente a las teorías multiseculares de los pobres ancianos, Saïd había resultado exponiendo su teoría intrincada sobre la posibilidad del cambio, una noción impertinente para ellos. Dadas no sólo las filosofías contradictorias de Oriente y Occidente, sino la imposibilidad de un diálogo entre “interlocutores” tan extraños, ni remotamente ellos cambiaban de opinión. Fortalecidos por la revelación del Profeta, los viejos hablaban una mezcla de árabe culto, marroquí (mezcla a su vez de árabe y Bere-bere) y francés moderno para sustentar su tesis, y él, sobre su admirada razón, intentaba comunicarse con un francés barruntado de español latinoamericano. La experiencia había sido del todo un fracaso. Quién le comprendería de esta forma que las cosas, no siendo las mismas siempre, hacían inaplicables los principios tradicionales de la metafísica tradicional. Ni el personaje ni el lector parecían tener claridad respecto del tema. Al final, después de intentar convencerlos con toda la lógica posible, sin más, de una forma inesperada, los marroquíes cambiaban de opinión: cedían en todo ante el extranjero, sin comprenderlo claro está, pues una norma de cortesía así les obligaba. Saïd, vacilante entre el falso orgullo de la aparente victoria intelectual y la decisión de darse por vencido, volvía a lo suyo y rechazando un té a los viejos prefería continuar sus pesquisas en otra calle. Todo le parecía al personaje sólo pérdida de tiempo.
De esta manera, el tercer capítulo, “La tierra prometida”, no era pues del todo simple. Sólo una cosa quedaba clara allí: el personaje había logrado llegar al África y por ninguna parte se mencionaba a la portuguesa. Esto era así. De más estaba una relectura. Aunque, claro, ésta no sobraría una vez cumplida su tarea de iniciar de nuevo el libro.
En efecto, el primer capítulo, “La condición humana”, hacía alusión a las circunstancias en que vivía Saïd en un lugar de esta América, olvidado y triste. Profesor de un modesto liceo, sus días pasaban con la lentitud del aceite que se desliza en el girasol. Solo, olvidado del mundo en el que alguna vez se desenvolvió como pez en el agua, impartía sus clases de filosofía ante un auditorio cada vez menos interesado en el asunto. Al final, había terminado por instruir en gramática y religión a los alumnos, sin mayores comentarios de las teorías clásicas o posmodernas sobre el ser. Lo importante, decía a sus colegas, termina siendo la formación ética de los alumnos: enseñarles en lo posible a ser buenos. La filosofía, a título personal, decía, llegó a un callejón sin salida que es el escepticismo. Así, al terminar las clases, en las vacaciones de diciembre, decidió tirarlo todo por la borda, reunir lo que tenía, ahorros y cesantías, y con uno y otro amigo organizar lo necesario para el viaje en busca de sus orígenes. Nada más rebuscado para encubrir su deseo de dejarlo todo, por lo menos por un tiempo, sin llamar a esto vacaciones pues el nombrecito le parecía ajeno a su condición.
La historia era pues en este punto simple: Un viejo filósofo que parte a buscar sus orígenes. Nada más clásico. Y nada más claro. El problema fue de nuevo el segundo capítulo, “El viaje”.
Saïd tomó el avión en el aeropuerto El Dorado de Bogotá a las 13:00 horas. Con suerte, no había tenido ningún problema de migración, a lo mejor debido a su condición de intelectual, viejo y respetable; el vuelo pasó sin contratiempos. Para aprovechar el tiempo, en el avión estudió un poco la gramática francesa y árabe, refrescando algunos conocimientos de estas lenguas aprendidas hacía años por herencia familiar y por estudio. También, ojeó algunos mapas de viajes donde se definía su ruta probable desde Marrakech, destino necesario desde París, hacia el sur de Marruecos, en lo que correspondía al costado este del Sahara, justo al límite con Argelia, en un lugar llamado Zagûrah. En algún punto de esta vasta región podría encontrar la cuna de su familia. Así lo había deducido de las cartas de su abuelo que conservaba su padre.
Su llegada a París a las 18:00 horas, al aeropuerto Charles de Gaulle, tampoco tuvo contratiempos. A pesar de la dimensión del aeropuerto, lo pudo dominar con pericia, más aún con la ayuda de una joven portuguesa que le acompañó por suerte en la silla contigua desde su abordaje en Bogotá. La muchacha, de un candor a toda prueba, había tenido la gentileza de llevarlo hasta el stand donde podría preguntar por los planes aéreos que se ofrecían hacia el África del norte, Marruecos, Argelia o Túnez. Ivette, se quedaría en París pues estudiaba allí, aunque, como lo había dicho unas dos veces, siempre había querido pasar el estrecho de Gibraltar. En este punto, dado que Saïd no consiguió un vuelo inmediatamente, quedaron de cenar en la noche, en un restaurante que ella gentilmente le indicó en pleno centro de París, en Les Halles. Y así fue. Cenaron en el Petit bistro, justo al lado de la estación del metro. Así se desenvolvía “El viaje”. Aníbal continuó atento.
Al salir del restaurante, Saïd e Ivette caminaron un buen rato y, como en un sueño inusitado, como efecto de una causa, alquilaron una Chambre d´hotel cerca de Saint Eustaque. Si ella no podía llevar a nadie a su residencia universitaria, lo mejor era esta decisión. Además, para el momento en que se percataron del tiempo, el servicio de metro había terminado y la conversación entre ellos se encontraba en el mejor punto. Sin quererlo ninguno de los dos, pues, las cosas se precipitaron, de la conversación se llegó al deseo y de esto a la Chambre. A la mañana siguiente, fue ella la que le dejó una nota en español sobre la almohada: “Voy al África. Quiero cruzar el estrecho de Gibraltar”. Entonces, él decidió, con todo el ímpetu que no había sentido desde hacía años, seguirla. De esta manera, como no le era posible tomar un vuelo charter a Tánger, lo tomó a España, a Algeciras, para salir de inmediato en ferry a Tánger. “Hay cosas que suceden sólo una vez”, concluía el narrador en ese capítulo II.
Así pues, a pesar del capítulo III, la cuestión del móvil del viaje permanecía en la imprecisión. O el narrador se había equivocado y no era un experto en su oficio -cosa que no parecía posible dada la pericia con que contaba en general la historia- o la incongruencia en este punto, si la había, era sólo cuestión de interpretación, de exégesis. Y dado que ese capítulo III, “La tierra prometida”, no parecía suficiente para dilucidar la cuestión, lo único que quedaba por hacer acaso sería proseguir con la lectura de Maktub. Hasta terminar.
Este día de abril Aníbal no fue a trabajar. Ni siquiera se molestó en llamar y disculparse. Tampoco en desayunar. Si la lectura le había robado tanta atención al punto de impedirle dormir, el día siguiente también lo invertiría en el libro de pasta aterciopelada. En su lectura y relectura. Hasta ahora, nada de lo leído le había interesado tanto. Y ni siquiera lo que leía ahora era lo que le robaba la atención de esta manera, era otra cosa: justamente lo no leído, otra cosa. Desde que había roto con Juliana, era justo esto lo que buscaba. Así pues, continuó el siguiente capítulo, el IV.
El capítulo contaba lo que le sucedía a Saïd en Tánger. Se titulaba “El designio” y, aunque conservaba el estilo que Aníbal ya denominaba simple de los anteriores, no tenía nada de simple. Se refería completamente a Saïd. A sus elucubraciones en torno al movimiento, a la idea de cambio en sustitución de la noción moderna de progreso, al destino... Hasta cierto punto, en este capítulo no sucedía nada; en general se hacían referencias a apartados del capítulo III, “La tierra prometida”, a las discusiones con los ancianos de la calle Mohamed V o a París, pero sin dar mayor cuenta de lo sucedido con la familia Bei o con Ivette. Nada de esto parecía ocupar la atención del narrador. Incluso, en una línea desapercibida del texto, aquel anunciaba -acaso de una manera fácil, acaso no- que todos los interrogantes del filósofo sobre el progreso o la Historia se resolverían en el capítulo V. Nada más. Así pues, al terminar este apartado, el lector, Aníbal, quedó como si nada hubiera leído. Como si, lejos de avanzar en la lectura, hubiera retrocedido, o como si de nada le sirviera leer la historia, o bien, que daba lo mismo leer o no leer, o leer esto que otra cosa... Esta sensación, incluso, desplazaba la inquietud por las causas, lo que pasó a ser la inconsistencia de los primeros dos capítulos. La cosa no parecía ir a ninguna parte. Para qué tanto ir y venir con Tánger, los Bei o Ivette, para qué la filosofía oriental, el escepticismo o cosas como esas. Los pobres doctores de la calle Mohamed V podían tener razón, nada tenía un sentido cierto y lo mejor era la quietud. La reflexión en estos puntos podía ser lo que no se decía en el libro. Y mucho menos en el capítulo IV.
Entonces, en la pequeña y sucia cocina, antes de preparar cualquier cosa para comer, Aníbal decidió releer desde el principio el libro verde. Quería captar lo que llamaría la idea principal. De esto dependería su lectura posterior.
Releyó el primer capítulo y el segundo, uniéndolos, por encima del tercero, con el cuarto de “El designio”. Para su asombro, gracias a este ejercicio encontró relaciones inusitadas. Como si nunca los hubiera leído. Al parecer, el personaje principal ya no tenía ningún propósito. Viajaba porque sí. Por eso, creía Aníbal, él mismo podía unir el contenido de los capítulos. El ejercicio de lectura se hacía por eso más intrincado. Además, porque el narrador subrayaba la importancia del viaje de Saïd a Tánger por encima de todo.
Al mediodía, la historia no había avanzado un ápice pero insistía en detalles. Sin explicar cómo, Saïd continuaba en su decisión ambigua del principio. Dejarlo todo. Unas merecidas vacaciones en el Magreb. De nuevo, el narrador comentaba algo del trasfondo filosófico de esto y ya. Ivette, la familia Bei eran pretextos, motivos contingentes, mentiras... La confusión sobre este tema parecía reinar en la novela. O al menos así parecía en una relectura de Maktub. El capítulo III, “La tierra prometida”, ya sabía Aníbal, no agregaba nada al asunto. Los pobres viejos hablaban de la inconducencia de todo y el narrador sólo advertía que en el capítulo V Saïd entendería las cosas. Pero... ¿entender qué? El móvil, la causa del movimiento, cómo podría precisarse al fin. Para el capítulo V de una novela, hablar de esto ya era muy tarde. Para el lector mismo el tema estaría fuera de sitio, traído de los cabellos en ese momento, impertinente. Y lo único que podía hacer él, ahí, en medio de la cocina gris de su covacha era... seguir. Como cuando empezó a leer. Tratar de responder sus inquietudes. Juliana había decidido partir sobre todo por su inconsistencia, por su falta de objetivos en la vida. Desde entonces se empeñó en precisar objetivos, en culminar sus tareas. Tener un trabajo, una casa, terminar lo empezado. Cualquier cosa iniciada, debía acabarla, incluso una novela comprada por ahí. Por eso debía continuar.
Capítulo V. “La lucha”. Saïd toma el primer tren de la mañana y llega a Rabat. Su estadía en Tánger no le ofreció ninguna respuesta a su incógnita. Desde que descendió del Ferry y caminó por la ciudad buscando quién le cambiara los dólares que traía por los dirham locales, nada había logrado sacar en limpio respecto de su familia, nadie conocía a Zelim Bei, además que, al parecer, era una tontería preguntar por un emigrante de hacía años. La gente ni siquiera le entendió lo que preguntaba y, por el contrario, en medio de ese primer acercamiento fallido, entre árabe, francés y marroquí, comenzaron a ofrecerle alojamiento, joyas, placeres, o todo lo que como turista quisiese...
Luego de la escena con los ancianos sabios, el tren rumbo a Rabat surgió simplemente como una necesidad para Saïd, algo que apareció de la nada como un efecto, como la voluntad de seguir a Ivette... como cualquier cosa que se nos aparece al abrir la puerta. ¡Rabat, la capital, qué decisión más obvia! Allí tendría una respuesta. Sin duda, con esto, en este punto del viaje, ya había una respuesta. De repente para Saïd todo tenía una lógica fatal, afirmaba el narrador.
Pero ahí en la cocina, Aníbal, el lector del día, se preguntaba a qué lógica aludía el escritor. El capítulo IV, “El designio”, había previsto que todo se resolvería en el quinto pero éste no agregaba nada desde su punto de vista. La historia seguía siendo simple y había cosas que definitivamente no casaban. El hecho de que una vez en la ciudad Saïd se hubiera detenido en el Soco de Tánger, en La Medina, no podía tener lógica, o por lo menos no para él. Qué sentido tenía irse a un mercadillo, de compras, cuando la búsqueda de los orígenes era lo principal, o derivar de este gesto la solución a todas las incógnitas. El capítulo IV exageraba al decir que todo se resolvería en el quinto. El quinto, “La lucha”, no agregaba nada. Justamente pasaba sin lógica alguna de un hecho, el viaje a Rabat, a otro, la comprensión de todo, sin establecer la relación causa-efecto. En realidad, qué relación directa podría encontrarse entre el mercadillo de Tánger y la lógica fatal de los hechos, entre la incógnita del origen, el amor y Rabat. Aún más, qué sentido tenía el título “La lucha”, que al principio le pareció totalmente concatenado con “El designio”, para el marco general de la historia que entonces le pareció sólo una novela de conocimiento. En últimas, cuál era la idea principal de la novela. Hacia dónde iba. Si existía una ruta, cuál era. Todo esto estaba en duda y sólo la relectura constante le pareció la forma más lógica y racional de comprenderlo. Leer, leer y leer, en esto estribaba la solución a todos los acertijos, a todos los misterios... pero, “eso ya se sabe”, se decía. Juliana decía que él no leía lo suficiente, que, por eso, jamás lograría llegar al meollo de las cosas, al sentido, a su propio sentido, y que por eso, jamás podría llegar a comprenderla a ella. ¡Había que leer! Y ahora no iba a perder la concentración como siempre.
De nuevo, primero, segundo... quinto, y vuelta atrás.
Pero, de nuevo, todo, mágicamente, cambió. Rabat daba lo mismo que Tánger y la conversación con los doctores viejos de la ciudad tenía el mismo valor que el paseo por el mercadillo. Saïd entre callejuelas serpeantes, sin salida alguna, internándose en meandros de hachís y suciedad, preguntando a cualquiera si conocía a Zelim, a la familia Bei, a Ivette, a alguien que él conociera; pero nada, sólo mercería, artesanía, especias, dátiles, té y la invitación constante a rezar por altoparlantes ensordecedores que producían el efecto inmediato de congregar a todos en las innumerables mezquitas. Todo tan distinto y daba lo mismo. Y el tren con ese sonido mortificante de las carrileras viejas a punto de destartalarse, y los olores a polvo y a sudor, y las mujeres con sus velos, y las construcciones a medio terminar en el horizonte rojo... todo esto que parecía tan exótico y extraño reunido en una unidad imposible. Nada más.
En Bogotá, la tarde amenazaba con comérselo todo, como una bocanada roja que incluye la cocina y el mundo. Y él sin comer, y lo peor, sin querer hacerlo. Cómo comer en un momento así. “La lucha”. ¿Qué lucha? La condición humana, el viaje... el destino. ¿Qué destino? El hambre sin satisfacción posible. La sensación del hambre sin la voluntad de comer. Sólo quería leer. Olvidar de una vez por todas que un día lo había perdido todo por no leer, por no haber comprendido los libros, el meollo, a Juliana. Debía por todo eso continuar con el sexto capítulo.
“La noche”. Saïd tiene la firme intención de desatar el mundo, decía la primera frase. Componer por efecto de ese orden su vida. La experiencia le exigía todo de sí. Componer esa cosa que le parecía inconclusa, y el orden vendría, y se realizaría cuando clasificara sus problemas, cuando les diera a cada uno la solución adecuada conforme a las instrucciones del libro rojo que acababa de comprar.
“Compró un libro rojo”, se dijo Aníbal sorprendido. Todo un viaje para comprar un simple libro rojo.
Así pues, ante los ojos expectantes de Aníbal, Saïd empezó a leer el tal libro camino a Casablanca. El tren avanzaba a una velocidad acorde con su lectura, por paisajes rojos de arena seca. Era curioso, comentaba el narrador, cómo este país está lleno de construcciones empezadas sin signos de próxima continuación. Desde las ventanas del tren se ven los edificios a medio hacer entre las arenas rojas, el cemento para utilizar o la arena para preparar... Y no sólo las edificaciones anuncian una posible continuación, los finos canales de agua que el observador puede seguir desde el norte hasta el sur dan también la sensación de continuidad, más aún, de infinitud; pequeños cauces geométricos de agua que, exactos sino los mismos de hace siglos, se reproducen en todos los sentidos, así el agua preciada, al parecer, a diferencia de muchos países acaso más desarrollados, llega a todas partes, irrigando semejante sequía. Es bien sabido el talento de los pueblos árabes en el desarrollo agrario, decía como axioma el texto, la importancia de este elemento para España, la locura de la expulsión de los árabes de la península y la posterior emigración a América. Y, un poco después, en la ribera del flujo infinito de agua, al cruzar el río Wâd al-Mallah, Casablanca, con ese sol abrasador de las dos de la tarde. Edificios blancos que recordaban Madrid o Cuba, recovecos habaneros, playas atlánticas como las del Caribe… calles modernas, comercios, hombres morenos y algunas mujeres en pantalones. Saïd sabía ya que todo esto tenía que ver con su vida, que el hotel Semelalia hacía parte importante de su búsqueda, que el conserje, el té o los cafés repletos de hombres le pertenecían como la camisa vieja que trajo para el calor. El libro rojo lo explicaba en detalle. Desde el primer capítulo ponía sobre el tapete la evidencia, lo que todo el mundo sabía y no decía. Ahora las cosas parecían seguir su propio curso y su voluntad también. Esto era claro, evidente.
En este momento de la lectura, la noche bogotana cayó precoz. Comenzó antes de que él, Aníbal, o cualquiera, se diera cuenta. En la cocina se hizo necesaria la luz eléctrica, y el hambre que no se quiso satisfacer arreció. En la nevera no hay nada, pensó el hombre. Sólo queda la jarra de leche de hace dos días sobre la estufa a gas. El antes y el después podía medirse por la comida. Por el hambre, sobre todo. Pero Aníbal no iba a comer sin haber entendido el sentido del viaje.
El capítulo VI, “La noche”, se había repetido toda la tarde en la cocina. En medio de un compartimiento repleto de hombres hablando esa lengua magnífica que tenía tan pocas vocales. Tan lejos, tan cerca... Saïd leía el libro rojo y la tierra se hacía más roja a medida que llegaba a la gran ciudad, todos los tonos de rojo se acumulaban por todas partes, en realidad era un país rojo, los demás colores, hasta el blanco, parecían sólo matices suyos, del rosado al caoba, desde el ocre al escarlata... En este ambiente colorido, luego en un café, en una calle fresca, en cualquier rincón, Saïd leía, leía... el libro rojo. La mayor parte del capítulo daba cuenta de esta experiencia, incluso de lo que leía. Al margen parecían estar los hombres de la calle, de los cafés, las mujeres con velos y sin velos, las mezquitas de la ciudad, la Gran Mezquita de colores, Sidi Alí Benhamet, la oración... el templo. Saïd llegó hasta el gran edificio y estuvo próximo a entrar, sin dejar de leer, no se sabe cómo, el libro rojo. De no ser por un hombre del lugar que le informó con señas que él como cristiano no podía entrar en el edificio, no habría despertado de su evasión lectora. Alguna fijación tenía Saïd con el libro rojo, una obsesión... el resto del capítulo sólo hablaba de esta obsesión. Como un fin en sí misma. La obsesión que le había llevado a la Mezquita de Hassan II. En este lugar, entre el brillo del mármol del vestíbulo, las cien escaleras de la entrada, la torre de colores, el patio de las abluciones, el libro continuaba sintetizando la atención de Saïd.
Pero, ¿de qué hablaba el libro?, se preguntaba Aníbal.
Era curioso cómo Maktub perdía a cada rato su columna vertebral, Zelim o Ivette pasaban a un segundo plano y, en el capítulo VI, toda la importancia se centraba en unas cuantas páginas de un libro comprado en cualquier mercadillo y en su lectura camino a Casablanca, un destino inexplicado. ¿Dónde había perdido Saïd el propósito de su viaje?, se preguntaba el lector. Y ahí estaba él, Aníbal Ibarra, aún en la cocina, tratando de descifrarlo con la lectura. Tratando de evadir con la lectura su propia realidad. Lejos estaba Juliana con sus reproches y la humanidad entera con sus exigencias, en un momento dado sólo parecía existir su libro verde. Como para Saïd, el tal libro había adquirido la dimensión misma de la realidad. Así pues, cómo dejarlo...
Pasó la página 250 que finalizaba el capítulo VI con puntos suspensivos que anunciaban lo que habría de suceder en Casablanca. En efecto, el libro rojo le había suministrado a Saïd las respuestas que buscaba, sugería el narrador. Por eso, acaso, decidió continuar su viaje por la ruta de Casablanca. El libro lo explicaba así. En sólo diez máximas daba una solución al acertijo de su vida y su ruta. Así, el viaje mismo a la gran ciudad aparecía como una obligación, y lo demás como una consecuencia lógica de esto. Su descenso al Sahara, sus experiencias vitales en el camino hacia el sur, su encuentro con los bere-bere del desierto. Las experiencias del camino y los secretos de la arena… El capítulo VII, “El libro rojo” --anunciaba el mismo narrador--, sintetizaría las máximas del libro rojo y los hechos entrelazados de la experiencia de Saïd. Todo había quedado planteado desde su decisión de ir a Rabat. A continuación seguiría el eje de Casablanca hacia el sur,... pasando por Marrakech, quizás. En ese triángulo que forman estas ciudades con Agadir estaba la respuesta, como en el capítulo mismo en que todo se explicaría. Esto también era evidente.
Afuera, en la noche, no se veía nada. Así había sido la noche que se había cerrado detrás de ella, ese día en que todo esto comenzó. No había otra cosa alrededor de ella que el negro. Su traje rosa se esfumó instantáneamente en la ciudad negra. Y nunca más. Ahora sólo quedaba la lectura, esta lectura. La necesidad de terminarla, de culminarla... Después, todo sería diferente. Después... mañana...
Grande fue la sorpresa de Aníbal cuando pasó la página y se encontró con el capítulo VIII, “El encuentro”. De inmediato, devolvió el folio que había doblado con premura y notó que de la página 250 se pasaba a la 322, y entre ellas, un espacio vacío que impedía el contacto total entre los folios. Pasó una y otra vez la página recién leída, con el ferviente anhelo de encontrarse al fin con la página 251, pero todo fue en vano. Persistía el espacio que configuraba un relieve en el texto dada la ausencia del capítulo VII. En efecto, el capítulo no estaba. Aunque en el índice que consultó de nuevo se anunciaba “El libro rojo”, el capítulo no estaba.
Cómo solucionar la ausencia del capítulo VII si era imprescindible para la novela. Acaso, ¿leer esta vez el resto del texto podría ayudarle a colegir su contenido? En principio, podía intentarlo. Además, no había otra alternativa. Como lo había hecho antes por otra razón, leer lo que continuaba para deducir lo anterior. Para el caso, leer el capítulo VIII para colegir el contenido del VII. Por sustracción de materia, acaso, lo escrito en el VII surgiría. Podría ser.
Así lo hizo. A la madrugada del segundo día de lectura, Aníbal inició el capítulo de Maktub titulado “El encuentro”. El libro estaba escrito en su totalidad, pensó, y si tenía lo posterior podría deducir lo anterior. Estaba escrito.
Saïd llegó a Al maha mid, la puerta del Sahara occidental, en la frontera con Argelia. En pleno verano: casi cincuenta grados bajo sombra. Se había despojado de todo lo innecesario, y con el paso de este tiempo todo había llegado a serlo. Una cuchilla de afeitar, la crema dental, el reloj... Luego de dormir en las terrazas de Tamgrût y Tâgûnît por cinco dirhams la noche, sólo tenía la camisa blanca que llevaba encima, las sandalias que compró en Agadir y el hhaik que le servía para protegerse de la arena. Caminaba sin rumbo por las dunas, en busca de oasis o pozos de camellos donde fortalecerse para seguir la marcha... seguía los pasos perdidos de Ivette en la arena... los pasos del pueblo nómada que periódicamente volvía a Tâgûnît para llevar a los niños en edad de errar, el mismo pueblo donde algún día había vivido una familia de nombre Bei. Saïd sabía ya que la errancia era su origen, sabía que el camino en el desierto no es camino, que los círculos concéntricos de los hombres que caminan no son avance y que, por el contrario, son la mejor metáfora de la quietud... Sabía todo esto y mucho más gracias a las enseñanzas del libro rojo, a sus experiencias iniciáticas con los Saharawis e Ivette y a lo sucedido en la plaza Jamaâ El Fna de Marakesh, todo eso que ya definía como lo más substancial de su existencia, lo que cualquier hombre debía conocer a través de este escrito. El valor del regreso eterno. Para eso estaba el capítulo anterior, advertía el autor. El libro comprado en el mercadillo de Tánger había sido la mejor adquisición del filósofo, ni siquiera sus años de estudio en Leipzig, su experiencia en los Estados Unidos, sus diálogos admirables con los profesores Jaramillo, nada tenía la entidad de ese libraco encontrado al azar en un humilde soco en La medina. Ese día todo había cambiado, su percepción de la vida y de su ser en ella, su sensibilidad y su razón... ahora era un hombre diferente, muy diferente, caminar era lo suyo.
Así, en medio de la noche del segundo día de atenta lectura, al terminar de leer el censurado texto, Aníbal desesperaba entonces por conocer el contenido del capítulo VII, “El libro rojo”. A pesar de todo, pensó, era necesario para entenderlo en su integridad. ¿Qué le había sucedido a Saïd en Marrakech?, ¿a qué se refería el autor con lo de las experiencias iniciáticas y qué participación tenía Ivette en eso? ¿Quiénes eran los Hombres que caminan?... Barajó mil posibilidades para explicar su ausencia, pero sobre todo para solucionarla: acaso, el propietario anterior del libro, aquel que lo había vendido en el mercadillo, pudo haber cortado las hojas correspondientes. O el vendedor mismo, quién sabe por qué motivo, había arrancado las páginas asegurándose para sí lo más valioso del volumen. De ahí su precio irrisorio. En uno u otro caso, algo podría hacerse. Volver a la ventilla, y si no, buscar al propietario anterior. Existiría, pues de otra manera el ejemplar jamás hubiera llegado a manos del vendedor. Todo tenía una causa y este hecho no sería la excepción…
En la mañana del tercer día, a primera hora, volvió al mercadillo del centro. Cuando los vendedores comenzaban a abrir sus puestos de libros, se dirigió ipso facto al vendedor del libro de terciopelo verde, allí en el Kutub. Le inquirió de inmediato por la procedencia del ejemplar. El hombre, claro, no lo sabía. A decir verdad, él como todos los del lugar, era sólo un vendedor que recibía los textos del distribuidor general. No sabía, dijo, de donde había venido el libro, y, mucho menos, la identidad del propietario anterior. Sin embargo, solidarizado con la angustia evidente del comprador, y ante su justo reclamo por el cercenamiento del texto, verificó en los libros contables, en las listas de libros por años, en recibos, en pistas de los vecinos comerciantes. Pero nada. Se desconocía el origen del libro verde de terciopelo. Es más, ni siquiera figuraba en las listas su título, mucho menos su autor o su editorial... La cuestión era una incógnita absoluta. El vendedor ofreció devolverle el dinero de la compra. Aníbal, claro, no aceptó ahora. La decepción se reflejó en su cara.
Otra vez, como al principio. Aníbal releyó en el banco vecino a las ventas el capítulo VIII. Y lo mismo que antes, y diferente no obstante. El sentido de todo el capítulo cambiaba en esta lectura, dependía del anterior más que el segundo del primero; y, todavía peor, el VI como el III sólo parecían tener sentido con ese VII. El ejercicio de la relectura total se le imponía de nuevo como si nunca hubiera leído una línea, como si no tuviera idea de Saïd y del África septentrional, como si jamás hubiera leído los capítulos I o IV... Tenía que empezar de nuevo. Saïd ya no sería Saïd, y su nombre apenas importaba, Ivette se confundiría con Juliana en la bruma de una tormenta de arena, hachís y té, el libro rojo sería el verde, Ad-dar Al-bayda Bogotá y la plaza de Jamaâ El Fna esta simple plaza de Santander en la que se encontraba sentado. Después de tanto leer, todo parecía igual, y diferente. Y volvió a leer.
Un Epílogo necesario anunciaba el destino misterioso del libro rojo en una de las andanzas del pueblo Syâdma. La arena que consumía pueblos enteros les exigía dejar una señal segura como eje para su próximo viaje... así lo hacían generalmente enterrando un gran poste de madera con una punta pintada en rojo. Para ese año, en lugar de la pintura habían amarrado el libro rojo a una alcándara, como señal para la próxima caminata si es que acaso la arena no la había consumido... así, con suerte, encontrarían el próximo año el referente, concluía el narrador.
La palabra Fin casi estaba borrada en la última página de la obra, tanto como las ramas de olivo que la enredaban. Allí terminaba todo.
La mañana estaba más luminosa que de costumbre en Bogotá, como unos minutos después de que Juliana se hubiera marchado a “buscar sus sueños”, ese día en que él empezó a leer...
Aníbal decidió vender el libro a su vendedor. El hombre oscuro le dio una moneda antigua. Un dirham con la estampa de Mohamed IV.
Marruecos, 1998
Forero Quintero, Gustavo. "Maktub". Cuentan conmigo. Bogotá: s.ed., 2008. 79-95.