El punto de vista en "El síndrome de Ulises"
De un género social ha llegado a otro intimista, sin dejar del todo algunos elementos del primero, pues mientras la novela policíaca “denuncia las imperfecciones de la sociedad ó la disparidad entre ricos y pobres que se vuelve cada días más chocante”[1], en El síndrome de Ulises el autor da cuenta de su experiencia personal en un contexto marginal como el de los inmigrantes en París.
Sin embargo, aunque Gamboa conserva el interés por esos excluidos de “la vida que no es rosa”, El síndrome de Ulises no llega a constituir esa denuncia. Así, hay identificación con los personajes, pero no un distanciamiento irónico (en el sentido lukácsiano) de ellos[2]. Acaso el efecto responde aún a la técnica de la novela policíaca anterior, pues, como señala en una entrevista frente a la pregunta sobre Octubre en Pekín, “¿Con qué personaje de la novela se identificaría en un momento dado, caso de hacerlo con alguno?”, explica: “Con todos un poco. He sido escritor frustrado. He sido abandonado. He soñado. He querido adelgazar. Me gustan los viajes. He querido escribir un diario. … He vivido cosas similares a las que viven mis personajes”[3]. En efecto, en El síndrome de Ulises el escritor trata justamente de experiencias del escritor o de sus personajes que “viven cosas similares al escritor”, pero estas cosas se cuentan simplemente. Tanto la voz del escritor como la de esos personajes relatan lo que les sucede, y lo que interesa: no hay juicios, solo se realiza la descripción de una realidad extrema.
Para quienes vivimos esa realidad de París de fin du XX éme siècle, es decir, para quienes de forma semejante a Gamboa percibimos en directo la llamada por muchos “Decadencia de occidente”, resulta difícil comprender un simple testimonio y mantenerse como frío lector de esta narración descriptiva. Acaso, nos resulte imposible conservar el grado cero al que se refería Roland Barthes en la obra de Albert Camus. En estos casos, como fruto de una “solidificación” de la escritura”, el escritor llegó a una especie de “neutralidad” o “ausencia” de valoración del mundo[4]. Además, lo que en estos autores franceses respondía a la necesidad de dar cuenta del “desgarramiento de la conciencia moderna”, que reconoce en la palabra una más de las enajenaciones del capitalismo, en Gamboa parece más la perduración del formato periodístico que le sirvió de herramienta para la elaboración de novelas negras y que ha llevado al escritor-periodista a abstenerse de opinar respecto de una realidad investigada.
Al respecto, quisiera hacer un paralelo literario: al leer la novela El síndrome de Ulises, sentí como siente el lector de “Pequeño Aster”, ese frío poema de Gottfried Benn que da cuenta de una autopsia y aquí de la extrema “sensibilidad” de un médico forense que da cuenta de su labor: “El cadáver del conductor de un camión de cerveza/ fue alzado sobre la camilla”, nos indica el poeta. “Alguien le había colocado entre los dientes/ una pequeña flor/ oscura-clara-lila./ Cuando le saqué el paladar y la lengua/ desde el pecho/ con un largo cuchillo/ debajo de la piel/ he debido rozarla/ porque la flor se deslizó/ hacia el cerebro vecino./ La guardé en el tórax/ entre el aserrín/ cuando lo cosían./ ¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!/ ¡Descansa en paz, pequeño aster!”[5].
La sensibilidad del médico de Benn es como la de Gamboa. Tan cuidadoso y veraz, recoge de la putrefacción necrológica una flor, esa pequeña flor/ oscura-clara-lila que surge de un cadáver, de ese ejército de “cadáveres” que afirma deambulan por París. Pero como el poeta, “La guarda en el tórax/ entre el aserrín/ cuando lo cosen/”, pues no da cuenta de la experiencia de desgarramiento de la conciencia moderna o acaso de la emoción que la muerte misma le produce.
Al leer el libro de Gamboa, como al leer el poema, yo, viejo emigrante en París, “sanado” del síndrome de Ulises, esperaría algo más, algo que trascienda mi identificación evidente con su descripción de la pequeña flor/ oscura-clara-lila. Yo, lector viciado por cosmogonías como las de Julio Cortázar o Germán Espinosa y por mundos atravesados por la sensibilidad proustiana o vallejiana (César y Fernando), echo de menos eso que sobra en estos autores ya clásicos: el juicio. Incluso Henry Miller, me digo, lo tiene. Este autor norteamericano, modelo evidente de la novela El síndrome de Ulises, o Julio Ramón Ribeyro, autor a quien se le dedica, lo tiene. Y lo tienen tanto que en sus libros –por ejemplo en Plexus- su voz llena páginas y las satura al punto de permitirle ver al lector el ego como único posible protagonista en una modernidad enajenada; lo mismo que Ribeyro en su Antología Personal, donde demuestra justamente el valor de su individualidad por oposición al mundo[6]. También, en medio de esa “ciudad mítica” de París, a los “rastacueristas” del siglo XIX les dolía algo[7]. En general, existe toda una tradición literaria hispanoamericana en torno al malestar espiritual que se vive en París y, de manera muy diferente a la París deslumbrante de los escritores de los años veinte o incluso de los sesenta del siglo XX, actualmente la sensibilidad del artista tiende a ser mayor. Por eso, la descripción de Gamboa en El síndrome de Ulises puede parecernos aséptica. Es tal su descarnamiento que creo que si fuera poeta alemán, en medio de las catástrofes de los años diez y cuarenta del siglo anterior, su verso final sería “¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!/ ¡Descansa en paz, pequeño aster!”. De ahí su grandeza acaso. Como la grandeza de Benn. Pero, porque no, mirado desde otra perspectiva –la de los noventa en Colombia-, su pequeñez conceptual. Como la de Benn en su contexto.
La literatura de periodista, la literatura de Hemingwhay o aquella que celebraba Roland Barthes en El grado cero de la escritura, que encontraba en L´étranger de Albert Camus el modelo para una modernidad fría y aséptica que no se podía tocar por carencia fatal de subjetividad pura, hacía parte de algunos discursos de los años sesenta; los menos comprometidos. De ahí surgió Robbe-Grillet en Francia, sobre el modelo de Camus, Blanchot, Cayrol o Quenaud, y muchos escritores contemporáneos. A esta estética “aséptica” se opusieron, sin embargo, entre otros autores, Marguerite Yourcenar con una literatura más comprometida como la de El amante. Ambas clases de literatura perduran en la actualidad, aunque, por decir lo menos, la primera se erige cada vez más en sinónimo de escritura y la segunda de compromiso, de sensibilidad. La demanda de la primera literatura y la facilidad con que lectores de todo el mundo la consumen, como Best-Seller o, para mí, simplemente de Best o únique (en inglés), deriva del hecho de que esta lectura y no otra, la del desgarramiento incómodo, la imposible en una modernidad de rapidez y de sensibilidad hollywoodiana, garantiza su éxito.
No obstante, más allá de la literatura, yo, ex emigrante, ojalá sanado de síndrome (la mejor metáfora de la vida del inmigrante en Paris), sigo esperando esa otra cosa que hace del escritor una especie literaria por encima del periodista: el juicio de valor que prometa erigirse en cosmogonía. Aunque, como periodista, Santiago Gamboa ha sido un buen colaborador del Servicio América Latina de Radio Francia Internacional en París; corresponsal del periódico El Tiempo de Bogotá, y columnista, entre otras, de la revista Cromos o El Espectador; y aunque exprese que “Yo soy algo reacio a encasillar las novelas en géneros”[8], pienso que eventualmente él, justamente él, podría expresar eso, el juicio que su generación entera podría echar de menos[9]. Creo que tiene la capacidad para el efecto. La expresión misma de su narrativa da para eso. Henry Miller, que para los jóvenes es fuente de imitación y de fantasías sexuales, habla siempre en primera persona, pero con criterio. En una verdadera primera persona. Como el maldito Rimbaud que se sienta en sus piernas jóvenes la belleza, el escritor norteamericano hace de su sexo el camino a la libertad, la poesía y también la bandera de oposición a un sistema que le parece injusto, homogeneizante y estúpido: el sistema norteamericano de los primeros cincuenta años del siglo XX o el gran sistema capitalista que en medio de sus redes protestantes no da espacio a la fragilidad de la vida. Tomando este escritor como modelo, como el paradigma del propio Gamboa, cabe la pregunta: ¿Contra qué se opone Santiago Gamboa? O mejor: ¿Contra qué podría oponerse?
A pesar de lo que me ha gustado la novela, debo decir que como está no se opone a nada. Para él, para ese escritor que se expresa a través de sus sórdidas páginas, todo parece natural: mujeres del Este o del África que se venden en los cafés parisinos; argelinos o marroquíes que bajan a los subterráneos a trabajar recogiendo la basura que llevan las aguas putrefactas de las cañerías de la ciudad; niñas bien de Bogotá que en la búsqueda de su identidad sexual y espiritual aprovechan la renta de Colombia y se dedican a las orgías y las drogas que aparecen a diestra y siniestra en la “Ciudad luz”; jefes franceses que discriminan al inmigrante; orientales que deben pasar su vida en los subsuelos lavando los platos de los comensales de arriba; él mismo que lava platos porque no encuentra mejor oficio, etc., etc. ¡Todo es tan natural! El escritor-testigo y cronista no emite nunca un juicio. Distinto del hipercrítico Vallejo de El desbarrancadero y La rambla paralela que denuncia la fatalidad colombiana, Gamboa no juzga nada, todo lo asume como porque sí, como evidente y justamente como eso: natural. En la voz narradora solo hay un índice que apunta a lo peor, como en la filmación cruda de una realidad, tal como en el cine más tonto del neo-realismo italiano. Distinto por supuesto a escritores como Medina Reyes, Hugo Chaparro o Sergio Álvarez que dan eso: un juicio de valor respecto de la realidad mostrada. ¡Y esto en medio de tanto qué acusar y qué juzgar! De más está hablar de esos temas fundamentales que exigen juicio: la división tajante de los mundos (como lo hiciera en su momento Aldous Huxley en Un mundo feliz), de más está hablar de la discriminación de razas (como lo hiciera Zapata Olivella), de más el problema del imperialismo europeo o de la explotación francesa de las antiguas y nuevas colonias, de más está ofrecer un juicio del narcotráfico que signa a los colombianos en el exterior o de la satanización de que se ha hecho víctima a Colombia como dispensador de drogas en el sano Primer mundo; de más está, en fin, expresar un juicio de valor respecto de las desigualdades planetarias. La realidad lo exige. Entonces, ¿Cómo entender la asepsia? ¿Cómo comprender la indiferencia de Benn durante el dominio del Tercer Reich?
Al escribir esto, tengo muchísimas respuestas. Podría decir a quemarropa una o dos. Por pertinencia. No es muy apropiado hablar de ciertos temas en ciertos momentos. Por oportunidad. De todas maneras, si uno piensa en publicar en Europa, no estaría muy bien hablar mal de los europeos, mucho menos de los franceses. Por otras cosas como las ventas o los lectores sensibles a ciertos temas. Si se plantean cosas muy profundas, análisis muy concienzudos en la novela, esta se vuelve un ladrillo, o a lo mejor un texto ilegible, e incomprable. Pero, no. No creo todo esto del escritor, porque creo en Gamboa. Pero… entonces, ¿porque no hay un punto de vista en El síndrome de Ulises? Esto debe hacer parte de las reflexiones del escritor.
Por mi parte, habiendo vivido el mismo mundo, habiendo conocido de cerca esta podredumbre rastacuerista de muertos o sonámbulos caminantes por una ciudad de lujo, habiendo compartido la condición de “sub-raza” con que el primer mundo excluye al tercero, habiendo vivido lo que significa la supremacía de la raza blanca, con los matices que este terrible discurso pueda tener en un país que, como los Estados Unidos, se proclama como “el país de las libertades”, como otro más de sus testigos y víctimas, debo advertir lo siguiente: a mi me sobrarían juicios de valor frente a la realidad que allí se cuece, frente a la prostitución por hambre que ejercen los africanos, los rumanos o los colombianos en París; frente a la lumpenización de un tercer mundo en Francia, por preferir quedarse a volver a un país que no le da espacio; frente a un centro de la problemática planetaria que determina la realidad de los dos mundos: los gamas y los betas de los que hablaba Huxley en esa polaridad que el autor denunciaba como insuperable en su sociedad de ficción histórica. Todo esto, que es tan evidente para mis ojos, y espero que para muchos otros en realidades semejantes, exige sin lugar a dudas ese juicio de valor que implica la denuncia y la toma de posición. De ese juicio de valor surge el criterio y con él la intelligentzia de la que hablaban los intelectuales europeos de principios de siglo y, entre nosotros, Henríquez Ureña, Haya de la Torre o Gutiérrez Girardot. Es necesario valorar el mundo (¡qué perogrullada!), es necesario tener una perspectiva. De otra manera estaríamos cumpliendo la labor de los simples deponentes en procesos que exigen y esperan parte. Es necesario asumir posición en un mundo que lo exige, sobre todo en un tercer mundo que se desangra por las diferencias sociales o nacionales con el Primero.
[1] Dennos Lehane: “Dénoncer les imperfections de la société”, en Le nouvel observateur, op.cit., p. 13 (Traducción mía)..
[2] Georg Lukács: Teoría de la novela (trad. de Manuel Sacristán), México, Grijalbo, 1989, p 288.
[3] http://www.literaturas.com/gamboa.htm. Consultadas el día 27 de jun de 2005.
[4] Roland Barthes (trad. de Nicolás Rosa): El grado cero de la escritura, Bogotá, Siglo veintiuno editores de Colombia, 1989, p. 15.
[5] Gottfried Benn (trad. de Verónica Jaffé en colaboración con Yolanda Pantin), Poemas, Caracas, Ediciones Angria, 1989, p. 11.
[6] Julio Ramón Ribeyro. Antología Personal, Lima, Fondo de Cultura Económica, 1994.
[7] Francisca Noguerol Jiménez, “Atraídos por Lutecia: el mito de París en la narrativa hispanoamericana”, en Iberoromanía, Tubingen, Max Niemeyer Verlag, 46, 1997, p. 75.
[8] Ibídem.
[9] El escritor se vincula como generación con otros autores colombianos: “Con ellos dos, una profunda amistad. Botero, Mendoza y yo, cumplimos el año próximo 20 años de amistad ininterrumpida. Nuestros libros, en cambio, son muy diferentes. Y esto, creo, define a toda la nueva narrativa colombiana. Hay muchos buenos escritores y todos escriben diferente. Enrique Serrano, Héctor Abad, Efraim Medina, Jorge Franco Ramos, etc.”.