El mito en “Leopardo al sol” (1993) de Laura Restrepo
(Texto incluido en La anomia en la novela de crímenes en Colombia. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2012, pp. 181-217).
“Has desatado la guerra entre hermanos y esa guerra la heredarán tus hijos, y los hijos de tus hijos” (Restrepo, Leopardo al sol, 329).
Desde el principio[1], la novela Leopardo al sol (1993), de Laura Restrepo (Bogotá, 1950)[2], da cuenta de una situación generalizada de desorden en la organización social al punto que el mundo novelesco se identifica con el mundo original de los mitos, es decir, con una narración maravillosa que se ubica fuera del tiempo histórico e incluye como protagonistas a personajes que hasta cierto punto poseen un carácter heroico[3]. De manera semejante a La Ilíada de Homero, esta novela ofrece la imagen del nacimiento de un mundo, sin corresponder del todo al mundo real, que para el caso sería el del enfrentamiento entre dos clanes de La Guajira (uno de los departamentos caribeños del Norte de Colombia) entre los años 1970 y 1980 (época de desarrollo del narcotráfico), y puede tomarse como una recreación literaria del mundo indígena wayuu dentro del Estado colombiano. Esto se puede advertir a partir del análisis del tema de la venganza –origen de los conflictos sociales en la novela— y de sus relaciones con ese mundo recreado por la escritora[4].
Como en un mito, en Leopardo al sol se narran contradictoriamente las vicisitudes de la guerra fratricida entre los hermanos Barragán y los hermanos Monsalve, que, “aunque se odien son la misma sangre: primos hermanos” (15). Ellos se diferencian sólo en el hecho de que “los niños Monsalve eran verdes y los Barraganes amarillos” (22). Ambas familias, descendientes de un mismo tronco, “son un clan cerrado del último rincón del desierto, unos bichos raros, fieles a creencias atávicas, siempre ajenos al medio, siempre hostiles y extraños ante los ojos de los demás” (81).
No obstante este origen común, después de que Nando Barragán mata a su primo Adriano Monsalve disparándole en el pecho (28)[5], tales familias se ensartan en una lucha sin tregua[6]. La causa del asesinato es una pelea trivial por la viuda Soledad Bracho, “una mujer oscura, buenamoza” (24) que les atrae a los dos[7]. Ella “no esconde el cuerpo debajo de una manta, como el resto, ni se tapa el pelo con un pañuelo. Va forrada en un vestido de raso que le marca los pechos, el abdomen, el trasero” (24). Después de que ambos hombres, que eran inseparables, han salido de su casa[8], súbitamente se produce este lance y uno de ellos resulta muerto. “Mito vivo, leyenda presente, [los Monsalve y los Barragán] se han vuelto sacos de palabras de tanto que los mientan (11); “[t]odo el mundo opina pero nadie sabe nada” de su vida (14), advierte un narrador no confiable propio de la leyenda –pues desde el principio crea el carácter mítico de la familia a través de la primera persona del plural o de varias voces indeterminadas—, que a menudo cambia de opinión o se contradice en el curso de la narración[9].
Con este detonante de la primera muerte –causa efectiva de la guerra—, la novela alude a un mundo de leyes primitivas como la venganza impuesta por los lazos de sangre[10]. Así, como en Antígona o La Ilíada se recrea en primer lugar un tema mítico: el del cadáver insepulto. Ese día de la muerte de Adriano, Nando Barragán carga al hombro el cadáver de su primo durante doce días[11] y, al fin, llega a una casa en medio del desierto donde sueña con su Tío[12], un hombre viejo que le explica las leyes ancestrales a las que se verán sometidos Nando y toda su familia como consecuencia de su crimen: “Sólo tú conoces las leyes de la tradición. Vine hasta acá para que me digas qué debo hacer” (31), advierte Nando, y espera la sentencia. A continuación, el Tío le revela que pagará el crimen con su sangre y que se desatará, “hasta el fin de los tiempos”, una cadena de muertes en las dos familias que será interminable[13]. Le dice también que los Barragán y los Monsalve no podrán seguir viviendo juntos y que una de las familias irá a la ciudad y la otra al puerto, sin que se irrespeten los territorios[14]. Además, el viejo le da instrucciones a Nando sobre la manera en que se ejecutarán las venganzas y los entierros y le advierte que la familia que extermine a todos los miembros varones de la otra será la triunfadora. Este diálogo sintetiza el estado de anomia que desarrollará poco a poco la novela:
—Has derramado sangre de tu sangre[15]. Es el más grave de los pecados mortales. Has desatado la guerra entre hermanos y esa guerra la heredarán tus hijos, y los hijos de tus hijos[16].
—Es demasiado cruel –protesta Nando[17]—. Yo quiero lavar mi culpa por las buenas.
—Entre nosotros la sangre se paga con sangre. Los Monsalve vengarán a su muerto, tú pagarás con tu vida, tus hermanos los Barraganes harán lo propio y la cadena no parará hasta el fin de los tiempos –rabia el anciano encarnizado, fanático, decidido a no ceder ante las súplicas (32).
De esta manera, ni la religión católica ni la justicia (“Lujos de extranjeros” las define luego el Tío) tienen vigencia en ese espacio simbólico del sueño. La culpa, la ley del desierto, la justicia del talión se superpondrán al mundo normado de la modernidad y, con eso, los personajes vivirán trágicamente la anomia social:
—Si voy donde un sacerdote –intenta argumentar Nando—, me bendice y me pone una penitencia en padrenuestros, rosarios, ayunos y azotes. Yo la cumplo y quedo en paz con Dios.
—No hay cura que valga ni bendición que sirva. Por aquí no viene la Iglesia desde los tiempos de Pablo VI, que pasó volando en un avión hacia el Japón y nos hizo adiós con la mano. Ésta es una tierra sin Dios ni evangelios, aquí sólo vale lo que dijeron los ancestros.
—Puedo buscar un juez que me juzgue y me aprisione. Pago mis años de condena y vuelvo a la libertad, en paz con los hombres.
—Hasta acá no llega juez, ni abogado, ni tribunal[18]. Ésos [sic] son lujos de extranjeros. Nuestra única ley es la que escribe el viento en la arena y nuestra única justicia es la que se cobra por la propia mano (33).
En tal contexto de venganza privada, donde la justicia se cobra por la propia mano, el narrador omnisciente que se solidariza con la voz del Tío advierte:
Las cosas siempre han sido y serán tal como las dice el Tío, viejo profeta dueño de verdades y experto en fatalismos, y Nando Barragán se rinde ante la evidencia milenaria, abrumadora. Agacha la cabeza, traga saliva amarga, clava la mirada en el piso y asume de una vez por todas su suerte despiadada.
El anciano le revela entonces el código de honor, las leyes transmitidas de generación en generación, las reglas de la guerra[19] que debe respetar.
—Barraganes y Monsalves no podrán seguir viviendo juntos —dictamina solemne, y por su boca chimuela habla la raza—. Tendrán que abandonar la tierra donde nacieron y crecieron, donde están enterrados sus antepasados: serán expulsados del desierto[20]. Una de las familias irá a vivir a la ciudad, la otra, al puerto, y no podrán transgredir el territorio del adversario. Si matas a tu enemigo, deberás hacerlo con tu propia mano; nadie podrá hacerlo por ti. La pelea será de hombre a hombre, y no por encargo. No debes herirlo si está desarmado o descuidado, ni sorprenderlo por detrás.
—¿Cuándo podré vengar a mis muertos? –preguntó Nando, de espaldas al viento, decidido a asumir su papel en la pesadilla como si ésta fuera la única realidad.
—Solamente en las zetas[21]: a las nueve noches de su muerte, el día que se cumpla un mes, o en el aniversario. En las zetas tus enemigos te estarán esperando, y no los sorprenderás desprevenidos. Cuando el muerto sea de ellos actuarás de la misma manera, y en las zetas tú también te defenderás, y a los tuyos, porque ellos vendrán.
—¿Es todo?
—No lastimarás a los ancianos, a las mujeres o a los niños. El castigo de la guerra es sólo para hombres[22].
—Dime cómo debo enterrar a mis muertos.
—Con su mejor ropa, puesta por la mano de quien más los quiso. Los colocarás boca abajo en el cajón, y al sacarlos de tu casa, sus pies deben ir hacia adelante[23].
—¿Quién ganará esta guerra?
—La familia que extermine a todos los miembros varones de la otra.
—¿Hay algo que pueda hacer para evitar tanta desgracia?
—Nada. Ahora vete y que cada quien muera en su ley (32-34).
Estas últimas palabras revelan la anomia de la novela en toda su dimensión: el su de la oración puede aludir al individuo en sí mismo considerado (“cada quien” es el sujeto, que es lo mismo que “cualquiera” –el propio término wayuu “quiere decir persona” (Guerra, “Introducción” 5)—), o bien, a una comunidad de la que hace parte tal individuo (que tendría en el discurso su propia ley[24]). En el primer caso estaríamos frente a la manifestación anárquica de una ley individual que surge de la voluntad del hombre para cada caso, mientras que en el segundo se hablaría de una ley común para varios individuos de una identidad determinada: comunitaria, federal o nacional (lo que incluye a la comunidad wayuu). En todo caso, frente a tal sentencia del Tío, “[m]ás que resignación, hubo en él [Nando] orgullo: volvió cuestión de honor el arte de la venganza” (35) y con esta identificación entre honor, ley ancestral y voluntad se desarrollan los demás acontecimientos de la novela.
El pasado y el presente del mito: “la guerra campea sin término y sin control”
Luego de la revelación del Tío, en la actualidad del relato (veinte años después), el Mani intenta asesinar a Nando Barragán en venganza por aquella primera muerte, como contraparte heroica de la familia Monsalve:
El Mani grita: Nando Barragán, vengo a matarte, porque tú mataste a mi hermano, Adriano Monsalve, y la sangre se paga con sangre. Y grita también: Hoy cumple veinte años esa afrenta. Y Nando le advierte: Estoy desarmado, y el Mani le dice: Saca tu arma, para que nos enfrentemos como hombres[25]. … En todo caso después de los primeros disparos se apagó la luz, y lo que pasó, pasó en las tinieblas. Tal vez el dueño del bar tuvo reflejos para cortar la corriente, o quién sabe. La cosa es que a oscuras se dispararon.[26] Las gentes enloquecidas, ciegas, gritonas, tratan de huir de las balas invisibles, mientras oyen cómo se revientan los espejos, las botellas, los reflectores, hasta que llegan las radiopatrullas. Seguro cuando suenan las sirenas los Monsalve se retiran, porque al rato, cuando vuelve la luz, con la autoridad presente, ellos han desaparecido ya. Nando Barragán se arrastra detrás de la barra herido y bañado en sangre, pero vivo (16-18).
De este modo, las dos perspectivas temporales –el pasado y el presente— y los dos personajes –Nando y el Mani— marcan los límites del mito y la acción de los héroes en un instante emblemático: por una parte, el tiempo del origen y, por otra, su vigencia en la actualidad histórica que le sirve de contexto; por una parte, Nando y, por otra, Mani, héroes de este mundo anómico respecto a la norma occidental. Así, el conflicto se plantea en términos atemporales, eternos, y no tiene solución de continuidad ni siquiera por la llegada de las radiopatrullas (metáfora del Estado de derecho contemporáneo). La luz y la oscuridad de esta escena no son más que la imagen del principio y el fin que se entremezclan: la luz está de parte de la autoridad legítima que se mantiene al margen de la guerra y la oscuridad representa este mundo alterno de la venganza donde reina la anomia. En este día de luz y oscuridad –que es otro día en medio del caos original— se repite la historia de crímenes entre clanes:
—Después del primer muerto reventó la guerra y por muchos años, y aun todavía, hubo llanto y hubo campanas. Al primero lo siguió el segundo, el tercero, el décimo y de ahí para arriba hasta contar treinta o cuarenta. Por cada Barragán que caía en venganza caía un Monsalve, y viceversa. Así se fue alimentando la cadena de sangre y el cementerio se llenó con sus lápidas (44).
En tal ambiente, los narradores, que son en últimas las víctimas de la guerra, van explicando la ampliación del conflicto y establecen poco a poco la anomia social generalizada:
… Caen hombres de bando y bando, de lado y lado corre sangre, no hay zeta que no se cobre ni muerto que quede sin vengar. Pero en el balance final nadie pierde, nadie gana, y la guerra campea sin término y sin control. Es reina y señora por designio divino. Los dos ejércitos familiares conviven con ella resignadamente, como quien padece una tara hereditaria. Le dan categoría de catástrofe natural. De epidemia, de peste (84).
Así las cosas, igual que en La Ilíada, en donde el trasfondo de la peste sirve de marco social para la cólera de Aquiles, en esta novela la “epidemia”, la “peste”, constituye el ambiente general del exterminio fratricida.[27] El odio entre las dos familias y, en particular, entre los héroes Nando Barragán y Mani Monsalve (nuevos Aquiles y Héctor respectivamente) determina el curso de los acontecimientos. Aunque a diferencia de la epopeya griega, al final de la novela la muerte de ambos personajes no llevará al retorno a un orden, puesto que sobre el gran tema del cadáver insepulto ni siquiera las honras fúnebres de Nando permiten la paz o la vuelta al ser de los héroes aniquilados. La cuestión trasciende la individualidad (y por tanto su psicología o su ley) y se relaciona con el cumplimiento mismo de las leyes ancestrales (supuesto orden alternativo): en la dinámica de la novela, hasta cierto punto estas normas tienden a determinar un orden. Esto a pesar de que a medida que transcurren los acontecimientos este orden da paso a nuevas transgresiones anómicas que develan la condición totalizante propia del mito.
La violación de las propias normas: “respetar la vida de los abogados de la contraparte, así como de las mujeres, los ancianos y los niños”
En este mundo sin reglas de la novela, ni siquiera las normas ancestrales transmitidas por el Tío se cumplen. En primer lugar, el abogado de ambas familias, el doctor Méndez, supuesto representante de un orden legal y moderno, sufre la anomia social:
El abogado Méndez defiende frente a terceros a miembros de cualquiera de las dos familias. Desempeña su oficio en términos estrictamente imparciales, sin apasionarse, sin personalizar, sin ocuparse de asuntos que enfrenten a los dos bandos y, sobre todo, sin recibir de ninguno un centavo más de lo que cuestan sus modestos servicios profesionales. Méndez sabe que trata con gente acostumbrada a untar la mano y a comprar conciencias, y que en el mismo momento en que un sujeto les recibe dinero por debajo de cuerda se convierte en su esclavo, en pertenencia de su exclusividad, sin derecho a pataleo, con obligaciones de fidelidad incondicional y con pena de muerte en caso de incumplimiento (122).
Además de estas tareas, la novela ofrece un perfil del personaje:
El abogado Méndez es coterráneo de los Barraganes y los Monsalves, aunque él de ascendencia blanca y ellos de ascendencia indígena. Su amistad con las dos familias data de antes de la guerra entre ellas. Cuando se metieron en los negocios torcidos y empezaron a enredarse con la ley, el abogado Méndez se sintió obligado a ayudarlos –a cada familia por su lado— por viejos nexos de solidaridad. Cada día las ganancias de ellos fueron mayores y también sus pleitos legales, y el abogado se vio cada vez más involucrado en su defensa. Muchas veces quiso zafarse y no pudo, porque sin proponérselo se había montado en un tren sin boleto de regreso. Estaba casado, sin opciones de divorcio, tanto con los Barraganes como con los Monsalves, y había invertido su juventud y parte de su madurez en el ejercicio extenuante de mantenerse vivo mediante un equilibrio perfecto y una imparcialidad meticulosa frente a los dos clanes. Sabe que su integridad física está defendida, en cierto modo, por las leyes ancestrales de las dos familias, que obligan a respetar la vida de los abogados de la contraparte, así como de las mujeres, los ancianos y los niños. El abogado de tu enemigo –símbolo de su protección no frente a ti, sino frente al mundo exterior— es intocable según las leyes de la guerra interna. Lo malo es que no hay ley que hable de que una familia no pueda liquidar a sus propios abogados. Por cargo de traición, por ejemplo (184-185).
En segundo lugar, a pesar de las normas ancestrales que exigen respeto por las mujeres, en un momento dado ellas también tienen su parte en la “epidemia” de la guerra: “Los hombres mandan de puertas para afuera, de puertas para adentro gobiernan ellas” (105) y en ese mundo “[c]ada una … es un general que compite por el poder interno” (106). Así, en relación con la madre de los Barragán y La Mona, hija de esta familia, el narrador advierte:
La autoridad de Severina es moral y absoluta, y le basta su presencia de matrona para imponerla en todos los terrenos de la vida. La Mona [hermana de Nando], en cambio, manda a las trompadas. Al que no le obedece le pega, le tira un trasto por la cabeza o le grita groserías. Es la encargada del inventario, la limpieza y el mantenimiento de las armas, y de surtir la provisión de municiones (109)[28].
Además de ellas, hay otras mujeres que también deben inmiscuirse en la guerra[29]: La Muda Barragán quiere resolver la lógica de la muerte y para ello salva la vida de su sobrino Arcángel y la del cabo Guillermo Willy, que por encargo[30] de los Monsalve iba a matar a Arcángel, pero se hizo su amigo[31]. Ella logra simular la muerte de ambos jóvenes y luego los conduce por los subterráneos de la casa hacia la libertad[32]. De este modo: “La Muda se cerciora de que Arcángel lleve colgada al cuello la cruz de Caravaca,[33] le entrega las llaves del jeep que está parqueado afuera, abre candados herrumbrosos, retira trancas y cadenas y empuja la puerta, que cruje, cede y se abre de par en par” (308). Por este medio, este personaje femenino logra evitar el “exterminio de todos los miembros varones” de la familia.
En tercer lugar, además del abogado y las mujeres, y pese a las normas ancestrales, también los niños llegan a ser víctimas de la guerra. Así, desde que Raca Barragán es un pequeño, su hermano Nando Barragán lo adiestra a en las lides de la venganza:
—Lo adiestró para ser su heredero... Lo llevó de la mano por los despeñaderos de la ilegalidad y la guerra y le trasmitió sin reservas toda su sabiduría peleonera. Pero nunca lo amó. No sentía por él ni la fascinación que le inspiraba Narciso ni la ternura protectora con que arropó a Arcángel [sus otros hermanos]. Aunque el Raca supo convertirse en el mejor estratega y el más hábil pistolero, la desfachatez con que mataba y veía morir despertaba en Nando un desprecio mal disimulado que se traducía en dureza de trato y ferocidad de palabra (207).
Más tarde, rechazado por su propio hermano mayor, el adolescente Raca sufre la violencia y excede él mismo los principios de la venganza familiar; por eso, llega incluso a “pervertir a menores de ambos sexos”:
Al Raca, que se graduaba de matón porque lo jalaba el instinto pero también por afán de complacer a su hermano mayor, ese desdén lo carcomía por dentro. Su devoción por Nando crecía como la de los perros, que entre más apaleados más abyectos, y como no comprendía el motivo del desprecio fraterno, se esforzaba por superarlo perfeccionándose en el crimen y ensañándose en la crueldad. De tal manera que a los quince años, con la vida de varios Monsalves pesándole a las espaldas, se había convertido en un joven príncipe del horror.
A los dieciséis años le pasó lo peor. Por primera y única vez en su vida lo agarró la policía, cosa que nunca les ocurría a los Barragán, inmunes al brazo de la ley. Lo detuvieron durante una vulgar redada nocturna sin saber quién era, como a cualquier vándalo, y mientras la familia se enteró y pudo rescatarlo, permaneció tres días y tres noches hacinado en una celda provisional con otros doce presos. Doce ratas canequeras: putos, cuchilleros y mercachifles del vicio, mayores que él, más cancheros, que le hicieron lo que les vino en gana. Lo drogaron, le besaron el cuerpo, lo vistieron de mujer, lo violaron. Cuando salió no quiso hablarles a sus hermanos ni mirarlos a la cara. Nando Barragán se enteró de lo sucedido y él personalmente buscó y asesinó a cada uno de los doce hombres de la celda. Pero su asco por el Raca aumentó hasta la náusea.
Entonces el Raca se cansó de soportar vergüenza y rumiar amargura, se fue de la casa y desde entonces anda cruel, solitario, bandido y vicioso, y se desquita en otros de la abyección que le hicieron. Le roba al que no tiene, mata porque sí, atropella al indefenso, derrocha sangre fría, arma orgías donde pervierte a menores de ambos sexos. … Sus únicos amigos son un fusil G3 alias el Tres Gatos y un puñal que responde al nombre de Viernes; sus bienamadas son la Señora —una metra M-60—, la Morena –una manopla que muele huesos— y la Bailarina, una navaja automática que a una orden del amo va, mata y regresa (208-209).
En definitiva, se puede afirmar que en el mundo épico de la anomia se violan incluso las reglas tradicionales: no se respeta la vida de los abogados de la contraparte (como se precisará más adelante en el estudio de la resolución de la novela), ni a las mujeres ni a los niños. En cuanto a los ancianos[34]—que normalmente son respetados en las diferentes sociedades—, además del Tío que profetiza los hechos violentos en el sueño inicial de Nando, Roberta Caracola, una vieja bruja, y El Bacán, negro y ciego, que recobra el cadáver de Nando Barragán intentando restablecer un orden natural, son ejemplos de viejos sabios, a quienes, a pesar de todo, se les respeta la vida. Como en La Ilíada, estos personajes determinarán la resolución de los acontecimientos, sobre todo al buscar la reconstrucción de un mundo atomizado por las nuevas formas de criminalidad.
Narcotráfico, mercenarios, sicarios, guerrilleros o paramilitares: “caños de aguas negras”
En ese contexto absolutamente anómico, donde ni siquiera las leyes ancestrales de la guerra llegan a tener vigencia, Nando, El Raca y Narciso, los hermanos Barragán, se enfrentan con Mani y Frepe, los hermanos Monsalve. La lucha está mediada por el contrabando “de cigarrillos Marlboro” (21)[35], en primer lugar, y, luego, por el narcotráfico, negocio de ambas familias que sirve de telón de fondo para explicar la ausencia de ley en la modernidad capitalista:
Se inician en el negocio del contrabando olvidando una vieja tradición: hasta ahora sus dos familias, los Barragán y los Monsalve, han sobrevivido en el desierto del trueque de carneros y borregos. … Le robaban agua a las piedras, la leche a las cabras, las cabras a las garras del tigre. Los dos ranchos estaban uno al lado del otro y alrededor no había sino arenas y desolaciones. Como las dos familias eran conservadoras no tenían altercados por política (22).
De tal modo, como en la realidad histórica el desarrollo de los negocios ilícitos marchan al margen de la política, pues el partido al que pertenecen las familias en nada afecta su dedicación ilegal. En efecto, más tarde Adriano se hace comerciante y Nando,
aprendió a pasar por la frontera cigarrillos extranjeros. Se hizo contrabandista. … Siguiendo la trocha torcida la nueva generación de Barraganes y Monsalves se instaló en un mundo donde los hombres se organizan en cuadrillas, manejan jeeps, recorren cientos de kilómetros en la noche, aprenden a disparar, a sobornar autoridades, a emborracharse con whisky escocés. A cargar un rollo de billetes entre el bolsillo. A desafiar enemigos, a hablar a gritos, a reírse a carcajadas, a amar a las prostitutas y a pegarles a las esposas.
A los ranchos de tierra pisada de los padres, los hijos llevan televisores a color y equipos estereofónicos. Se acostumbraron a espantar de la cocina cerdos y gallinas para meter neveras de doble puerta, y a enterrar fusiles en los establos de las cabras (23)[36].
En un momento dado, Nando responde a Roberta Caracola, una vieja pitonisa wayuu, cuando ella le pregunta para qué sigue en el “negocio” si ya tiene “más dinero del que puede gastar”:
mantener la guerra contra los Monsalve le cuesta caro, … para seguir con vida, y cuidar la de los suyos, necesita mucho dinero. Entonces Roberta Caracola estira su cuello escamoso en un gesto solemne de tortuga vieja y le hace una recomendación:
—Deja esa guerra. No es bueno andarse matando entre hermanos.
Nando olfatea el tufo malsano que despiden los pliegues desdoblados del pellejo de la enferma, y le explica que no puede, que ha recibido el mandato, que cumple con la obligación sagrada de cobrar deudas de sangre (88).
Esta respuesta confirma las leyes del mito que han terminado por sustituir las leyes del Estado, y, al mismo tiempo, revela el carácter de profecía de la vieja sabia[37], pues pronto se franqueará el límite de la guerra por venganza. Poco a poco no serán sólo las “deudas de sangre” las que se cobren, sino también las deudas derivadas del negocio ilegal de las drogas. Aunque los héroes traten de escapar de su “destino”, será la lógica económica la que determine el curso de los acontecimientos.
En lo que atañe a lo primero, esto es, a la venganza fratricida, luego de que las familias están transadas en la guerra, los personajes principales de ambos bandos, los supuestos héroes del mundo épico, quieren nada menos que oponerse a su destino (como en la gran tragedia clásica): Nando Barragán (“La palabra de Nando es Ley” (65), dice el narrador) desea apartarse de la venganza (como hasta cierto punto quiso Aquiles al negarse a participar en la guerra con Agamenón en el Canto I de La Ilíada); y, por su parte,
Mani quiere integrarse a un mundo moderno, urbano, donde la ilegalidad y la violencia fluyen por debajo como caños de aguas negras mientras en la superficie brillan los cócteles de smoking; los acuerdos de beneficio mutuo con altos mandos militares; las mujeres hermosas que gastan fortunas en ropa; los bautismos oficiados por obispos; los tratos de tú a tú con políticos prominentes; las oficinas impactantes con empleados de cuello blanco y las inversiones en sociedades abiertas y cerradas (82).
El narrador afirma, además, que El Mani Monsalve “[n]o ha perdonado a los Barragán: simplemente le importan menos” (83). Sin embargo, las nuevas motivaciones e intereses comerciales en ambas familias –más allá del sino que los obliga a vivir para la guerra misma— rebasan la lógica mítica (por lo menos la de la epopeya) y definen la novela como género moderno. El crimen adquiere toda la relevancia en la narración y, más allá de la tragedia –familiar, atávica, personal—, la historia se introduce en el contexto penal que le sirve de referencia; esto es, en un espectro social dominado por el narcotráfico, la guerrilla o el paramilitarismo y, más aún, en un ambiente de mercenarios y sicarios regidos por la impunidad. El mundo de la novela es así permeado del todo por el crimen organizado sin solución de continuidad en una anomia verdaderamente contemporánea. De tal modo:
Al Mani le interesa limpiar su imagen y ponerla a tono con los tiempos. Su prestigio de asesino ha empezado a aburrirlo, porque le corta la posibilidad de ascenso social y amenaza con alejarlo de Alina Jericó. Se enamoró de ella en parte porque no se parecía en nada a las mujeres de su familia, y en parte también porque intuyó que esa beldad de clase media con educación secundaria sería la llave para acceder a otros mundos. Pero entiende que eso solo no basta, que hacen falta cambios y ajustes en el estilo personal. Por eso, desde hace un par de años le da vueltas a la idea de lavar el dinero y montarle a los negocios una fachada más o menos legal, más o menos convincente, que le abra a su familia las puertas de la sociedad (81)[38].
Esta pretensión revela la transición del mundo primitivo de la venganza privada al mundo moderno, “más o menos” inmerso en la legalidad. En tal contexto,
El Mani ha conseguido más dinero del que hubiera podido soñar, pero lo traiciona el criterio a la hora de gastarlo. Sabe que no sabe qué es bonito y qué es feo, qué está de moda y qué no, y esto lo preocupa hasta la obsesión.
—No es sino que me guste una cosa –le comenta a Alina—, para que resulte de mal gusto.
Por eso necesita asesorarse, andar sobre seguro, no cometer errores ni incurrir en cursilerías que pongan en evidencia su condición de nuevo rico (132).
En efecto, el Mani quiere “lavar su dinero”[39] y, en un momento dado, el abogado Méndez le aconseja:
—¿Y cuál es la solución?
—Son tres, ya lo hemos hablado. Uno: liquida el pleito con los Barragán. Dos: compra cuna y respetabilidad. Tres: limpia de una vez tu dinero y conviértelo en propiedades y en negocios legales.
—Llevo años tratando pero no es fácil.
—Ahora se presenta una situación excepcional. El Banco de la Nación va a abrir lo que llaman la “ventanilla siniestra”, para recibir los dólares que le lleven sin preguntar nada, ni el origen, ni el nombre, ni la cédula, ni nada. La única condición es que sólo cambia mil dólares por persona. Mandas cien personas cada una con su cuota y en un sólo día limpias cien mil dólares (188).[40]
El consejo del abogado revela el curso mismo de la economía colombiana en la Costa Caribe, que va del contrabando al narcotráfico y de éste a una relativa legalidad. Como Gabriel García Márquez lo recreaba en La hojarasca (1955), la autora de Leopardo al sol presenta una radiografía lúcida de las transformaciones sociales que suponen el desarrollo económico derivado del comercio de las drogas en Colombia. Así, en un momento dado Mani pone en acción el plan:
Para enfriar su dinero caliente visita una lista de posibles testaferros que le ha presentado el abogado Méndez. Son hombres de apellidos respetables, católicos practicantes, padres de buenas familias y socios de clubes selectos, a quienes les propone negocios fabulosos en los que él pone el dinero y ellos el nombre y la cara. Como gerente de sus empresas, ha contratado a un ávido y juvenil grupo de hijos de ricos recién graduados en universidades extranjeras, que dominan el inglés y manejan el fax, el télex y la informática. …
A falta de educación, dinero, se repite a sí mismo cuando trata con ciudadanos destacados, y se derrama en contribuciones y donaciones, paga todas las cuentas, despilfarra en atenciones. …
Los socios burgueses son más permeables de lo que creía al dinero fácil y a la multiplicación mágica de las ganancias. Por todas partes le cuajan negocios de buena ley: en importación de vehículos, crianza de ganado, empresas de leasing y factoring, compraventa de acciones y títulos negociables, compañías de seguros, casas de usura, especulación con propiedad raíz y otros tantos, todos igualmente desconocidos y aburridos para él, que producen cuadros estadísticos ascendentes que le entran por un ojo y le salen por el otro. …
—Adoran mi dinero —le comentó lacónicamente el Mani al abogado—, pero a mí me aborrecen (213-215).
Finalmente, con la ayuda de una asesora de imagen, Melba Foucon, el Mani logra acoplarse al sistema (incluso una cirugía estética borra la señal mítica que él tiene en la cara)[41]. De este modo, hasta cierto punto se puede afirmar con Elicenia Ramírez que
la novela presenta un problema macro que explora a un nivel microcósmico: el rompimiento de las tradiciones a partir de la inserción de nuevas economías, y por consiguientes de otros valores que entran a relativizar las relaciones y a establecer una nueva lógica que desconoce los estatutos heredados e impuestos por una realidad más antigua, e incluso mítica, pues este nuevo orden lo hace y lo impone el hombre y sus ambiciones (Ramírez, “Entre el mito y la historia” párr. 19).
A lo que agrega:
… Asistimos al drama del desarraigo y la pérdida de la identidad, debido a la asimilación de dinámicas económicas viciadas que modificaron las conductas y la idiosincrasia del pueblo guajiro, convirtiéndole en paria una vez que el dinero del contrabando y el narcotráfico le impone una realidad que le es ajena (Ramírez, “Entre el mito y la historia” párr. 46).
En efecto, el narcotráfico afecta el tejido social y transforma la cultura tradicional que es el mundo arcaico de las comunidades indígenas. Sin embargo, en la realidad histórica debe advertirse que, desde hacía años, los pueblos wayuu habían asimilado una economía de mercado donde las mercancías circulaban sin problema alguno por sus dominios y esta tradición fue curiosamente asimilada por el Estado:
El contrabando en La Guajira era una actividad tolerada desde el siglo XVI, cuando españoles, ingleses, holandeses y franceses, cambiaban armas y pólvora por perlas, carne, cueros y madera con la población Wayuu [sic]. El gobierno colombiano concedió, hace poco, trato especial a las mercancías desembarcadas en Portete y Puerto Nuevo con destino a la ciudad de Maicao. … En el siglo XVI ya ocurría en La Guajira lo que en ese entonces se llamó trato ilícito, el contrabando. En este siglo ha florecido, por toda la península, el comercio ilegal de café, de licor y cigarrillos, de marijuana y otras sustancias (Guerra, “Introducción” 180).
Justamente, en relación con la violencia derivada del negocio del narcotráfico en la ciudad, en un momento dado en la novela Leopardo al sol un habitante afirma:
De ser un barrio tranquilo, más bien aburrido, el nuestro había pasado a ser un frenesí. Cuando uno menos esperaba, pum, pum, pum, y todo el mundo a la calle a ver qué pasaba, traque, traque, traque, a saber quién era el muerto. Muchas casas estaban averiadas por cuenta de la guerra de los Barraganes contra los Monsalves. Cada asesinato, cada enfrentamiento, quedaba señalado como una cicatriz en las calles de nuestro vecindario, y nosotros crecíamos reconociendo en esas marcas los capítulos más importantes de nuestra historia local (93).
De modo anómico, en la novela de Restrepo la vecindad con los Monsalve tiene terribles consecuencias:
En realidad no los queríamos, casi no los tratábamos. Mejor dicho ellos no nos trataban a nosotros. Nos toleraban pero nada más. Por desconfianza, tal vez. No confiaban ni en su madre. Ya era mucho con que nos dejaran pasar por enfrente de su casa sin requisarnos. Por eso teníamos que estar agradecidos: porque no nos matoneaban. … El barrio era territorio de ellos, y nosotros nos habíamos acostumbrado a que así fuera (95)[42].
Además de lo anterior, que da cuenta de la transformación criminal en Colombia, si en la guerra fratricida existía la condición de matar con mano propia y Nando y Mani quieren detener la lucha, en un momento dado Frepe Monsalve tiene la idea de acudir a mercenarios o sicarios[43] y contrata a Holman Fernely[44], “un científico del crimen” (112) a quien sacan de la cárcel, pagando “un millón” (86)[45], con el propósito de terminar triunfantes la guerra:
Por mote canero le pusieron El Comunista, con razón o sin ella, porque a lo mejor no es. A nadie le consta que sea alzado en armas; más parece asesino a sueldo. Matón, puro y duro, de los que operan por su propia cuenta y riesgo. O paramilitar. Guerrilla o contraguerrilla, sabe Dios cuál. O a lo mejor todo junto, al mismo tiempo o por turnos.
Lo condena un rosario de acusaciones, pero lo van a soltar. Sale libre porque lo han comprado de afuera. Alguien, algún poderoso, pagó por su libertad. Se habla de un millón. Por un millón —se dice— le desaparecieron el expediente y las autoridades lo declararon inocente (54-55).
Esta decisión de recurrir a Fernely rompe definitivamente las leyes ancestrales de la guerra; y más aún cuando Fernely propone un primer ataque de acuerdo con sus propias reglas del crimen organizado:
—Que muera Narciso, por huevón.
—Al enemigo primero arruínalo, luego extermínalo —sentencia Fernely, y esta vez deja perplejos a los Monsalves, para quienes era evidente que Narciso debía morir, pero por farolero, por perfumado, por blanco fácil. Lo que propone la lógica extranjera de Fernely es otra cosa: liquidarlo porque maneja los dineros, las listas de clientes, los contactos (91).
Además de lo anterior, en esta perspectiva sofisticada del conflicto anómico Fernely no es sólo un sicario. El propio Mani se queja: “— ¿Para qué carajos le meten tanto misterio? —pregunta el Mani, fastidiado. / Matar es para él un oficio sencillo, de cojones y no de inteligencia, más parecido a la cacería de animales que a la táctica militar (134)”. Fernely es un “profesional del crimen” y le tienen sin cuidado las leyes ancestrales. Por tal razón, mata entonces a Narciso por fuera de la zeta (que es la ley mítica) y el hecho marcará el sentido de los acontecimientos:
Entonces, por fin, en la última fracción de segundo, los ojos divinos de Narciso, El Lírico, se abren a la realidad y alcanzan a ver impotentes como el flaco feo [Fernely] destapa con la boca una granada de mano y la tira por entre la ventana abierta hacia el interior de su Lincoln nazareno y oro, color sacrificio como altar de viernes santo, día de pasión y de crucifixión (173)[46].
Con esta muerte –que parodia la de Cristo y se podría comparar con la muerte de Patroclo en La Ilíada[47]—, se rompe definitivamente la regla de la tradición. La técnica del mundo moderno –una granada de mano en el interior del Lincoln— echa abajo el respeto a la ley de la zeta: “A Narciso, su adorado hermano, lo habían matado fuera de tiempo, después de terminada la zeta. Y con una granada. Nunca antes en la guerra de ellos se había asesinado en forma tan irreglamentaria y cruel. Hasta entonces no se habían utilizado explosivos” (175)[48]. Y, por si fuera poco, en esta modernización del conflicto, en un momento dado el Mani se da cuenta de que su finca se vuelve “un mar infinito de laderas sembradas de marihuana” (216) y, lo peor de todo: que esta propiedad se ha convertido en el bastión de un grupo de autodefensa:
El Mani entra. Cuenta las hamacas: veintitrés. Le sorprende la variedad y el calibre del armamento que registra a primera vista: ametralladoras Madsen, carabinas M-1, revólveres Magnum 357, cuchillos de combate, binóculos, un telescopio, una ballesta moderna de alta precisión y un torno manual para cavarle estrías a los plomos de las balas, volviéndolas dum-dum.
Sobre una mesa hay restos de comida, botellas vacías de aguardiente, mapas, una linterna y algunos folletos en inglés: Técnicas de combate, Manual de supervivencia, Las armas del guerrillero. … Es un grupo de autodefensa, calificada para proteger las haciendas contra allanamientos del ejército o ataques de la guerrilla, contra los abigeos, contra los secuestradores... Hay mucho peligro... (218-219).
De tal manera se define el panorama de la anomia absoluta, esto es, de la ausencia de ley –cualquier ley, ancestral o moderna—, y las cosas se resuelven de una manera inusitada, muy diferente a la epopeya clásica: Nando se ve obligado a ordenar la muerte de Frepe y, a su vez, el abogado Méndez decide huir con Alina Jericó –esposa de Mani— a México, rompiendo el equilibrio tácito que le permitía mantenerse con vida (ya el abogado sabía que “Para un hombre del desierto la peor traición es que le toquen a la mujer” (185)). A continuación, en una balacera en el aeropuerto, los hermanos Monsalve mueren a manos de los Barragán –que protegían al abogado Méndez[49]—y cae el propio Mani Monsalve. Vencedor, entonces, Nando se deprime profundamente (hecho que da cuenta de la insatisfacción misma del individuo frente al sistema de ley privada que se ha generalizado) y en época de carnaval —se presume que la ciudad que le sirve de marco a los acontecimientos es Barranquilla—, este hombre se dedica a ver los desfiles en medio de constantes borracheras. Así, cuando por su casa pasan las marimondas[50], una de ellas, con cuchillo en mano, lo asesina[51]. Esta resolución ilustrará el curso de las nuevas relaciones sociales que se tejen con la muerte de los líderes de la pugna fratricida: carnavalescamente[52] el destino de Nando se resuelve en medio de la risa y el jolgorio de una fiesta pública, que es la fiesta de la libertad y del exceso, y así se conforma ese nuevo mundo en las ruinas del anterior. De este modo, ironizando la afrenta de Aquiles al cadáver de Héctor, frente al cadáver de Nando:
Sucedió que las falsas Marimondas no se contentaron con matarlo sino que además arrastraron su cadáver por las calles del barrio, a manera de escarmiento y de celebración. Las gentes corrieron a mirarlo: lo tocaron, le arrancaron la ropa y lo reconocieron. A nadie le cupo duda: era irrefutablemente él, y la evidencia de su muerte fue pesada y desnuda como el propio cadáver (337) [53].
Esta resolución de la novela permite interpretaciones en el campo de la anomia que bien pueden profundizarse –de acuerdo con Lukács— en el campo de la totalidad de la vida.
La anomia en la novela y la “totalidad de la vida”
Con lo anterior, se puede afirmar que Leopardo al sol da una visión totalizante del conflicto colombiano: une el tema de la venganza entre las familias (que para Peter Waldmann –Guerra civil— implicaría la pervivencia de móviles de sociedades primitivas como explicación sociológica de la violencia en Colombia) y el narcotráfico, las autodefensas o los sicarios; el mito y la violencia, para establecer el fin de un mundo y el presunto origen de otro (frontera ampliamente comentada por Guyau o Duvignaud para definir la anomia). De tal modo, Restrepo recrea relatos míticos (la historia de Adán o Caín, por ejemplo) o literarios (la venganza de los Capuleto y los Montesco en Romeo y Julieta (1597) –que menciona como intertexto la propia autora en el reportaje de 1984—, El Padrino (The Godfather) (1969), de Mario Puzo (1920-1999)[54], o La hojarasca (1955), El otoño del patriarca (1975) y Crónica de muerte anunciada (1981), entre otros, de Gabriel García Márquez) para sugerir numerosas intertextualidades; incluso su obra podría compararse con los romanceros españoles, el melodrama francés del siglo XVIII, las telenovelas contemporáneas o los comics posmodernos[55].
No obstante lo anterior, como se sugiere a lo largo de este trabajo, en Leopardo al sol la perspectiva general del origen de la guerra y de lo que sucede casi veinte años después (el mismo tiempo transcurrido luego del rapto de Helena) realiza ante todo una recreación de La Ilíada. Desde este punto de vista, personajes agobiados por sus propios excesos como Nando Barragán o Mani Monsalve tienen características de los héroes de la epopeya griega que narra las consecuencias de la cólera de Aquiles, y que lo lleva, entre otras cosas, a vengarse de Héctor. Hasta cierto punto los personajes de la novela actúan como víctimas de un destino fatal marcado por los dioses que los obliga a la venganza y a la muerte: Mani, en una balacera en el aeropuerto, cuando busca impedir que el abogado Méndez y su esposa Alina huyan a México; y Nando, asesinado en la terraza de su propia casa, en medio de la fiesta popular. Desde esta primera perspectiva, siguiendo las pautas de Teoría de la novela (1919) de Georg Lukács para la novela moderna, podría decirse que el conflicto entre héroe y mundo que hacía parte de la tragedia clásica perdura en la epopeya, en la novela moderna y en otras manifestaciones narrativas contemporáneas como la novela de crímenes que se analiza, lo mismo que en el melodrama, la radionovela o la telenovela, que sirven como intertextos de Leopardo al sol. La base esencial de la tragedia, que representaba la primera brecha entre ser y mundo, y luego de la novela moderna, que conserva el sustrato de ese género que es el camino del héroe a su “mismidad” en un mundo normado, se valoran así en una tensión significativa en la novela colombiana.
Para Lukács:
La epopeya configura una totalidad vital por sí misma conclusa; la novela intenta descubrir y construir configuradoramente la oculta totalidad de la vida. … De este modo se objetiva como psicología del héroe de la novela el temple básico que determina la forma en este género: los personajes novelescos son seres que buscan. El simple hecho de la búsqueda indica que ni las metas ni los caminos se pueden dar de modo inmediato, o que su ser dado psicológico, inmediato e inconmovible, no es un conocimiento evidente de conexiones verdaderas o de necesidades éticas, sino sólo un hecho psíquico al que no tiene por qué corresponder nada en el mundo de los objetos ni en el mundo de las normas. Dicho de otro modo: podría ser perfectamente crimen o locura, y las fronteras que separan el crimen de la aceptación del heroísmo, o la locura de la sabiduría que domina la vida, son límites difusos, meramente psíquicos, aún en el caso de que la meta alcanzada se distinga de la realidad común con la terrible claridad del error evidente y sin esperanzas. La epopeya y la tragedia no conocen crimen ni locura en este sentido. Lo que el uso ordinario de los conceptos llama crimen no existe para ella, o bien no es sino el punto sensorialmente irradiante, simbólicamente enlazado, en el que se hace visible la relación del alma con su destino, con el vehículo de su impulso metafísico hacia la patria. La epopeya es un mundo puramente infantil en el cual la violación de las firmes normas recibidas acarrea necesariamente venganza, la cual, hasta el infinito, tiene a su vez que ser vengada; o bien es teodicea[56] completa, por la cual crimen y castigo descansan, como pesos iguales y homogéneos, en la balanza del juicio final. Y en la tragedia el crimen es una nada o un símbolo, un mero elemento de la acción, exigido y determinado por leyes técnicas; o bien rotura de las formas esenciales y cismundanas, puerta por la cual el alma entra en sí misma. … Pues crimen y locura son objetivación de la trascendental falta de patria de una acción en el orden humano de las conexiones sociales, y de la falta de patria de un alma en el orden normativo del sistema supra-personal de valores (La teoría 327-328).
En este caso, si la epopeya no conoce el crimen en un sentido psicológico, pues describe un “mundo puramente infantil”; y en la tragedia el crimen es “una nada o un símbolo”, en la novela el personaje busca y esta búsqueda debería determinar su psicología “que no tiene por qué corresponder nada en el mundo de los objetos ni en el mundo de las normas”. También para Jean Duvignaud “los grandes periodos de creación dramática son todos contemporáneos de una ruptura establecida en la continuidad por el cambio de un tipo de sociedad y la aparición de otro nuevo” (27). Así, al estudiar específicamente la anomia en la Literatura, este crítico analiza el carácter de la tragedia Antígona y señala que representa el “deseo infinito de oponerse a las leyes establecidas” (32). Desde este punto de vista, el héroe clásico de uno u otro género pretende la vigencia de unos valores esenciales por encima de normas sociales que se develan en su impostura moderna, llevando al personaje trágico al sacrificio por las primeras subvirtiendo el orden constituido. De este modo, en la terminología de Duvignaud, el héroe se hace “hereje”, pues repudia las normas canonizadas, lógica que –como se sugirió en su momento— se repite en la novela clásica europea y, en general, en cierta épica moderna que da cuenta del conflicto entre los valores de un personaje y los de la sociedad que le sirve de contexto.
No obstante la lucidez de este juicio, en la dinámica de la novela de crímenes colombiana, y en particular en Leopardo al sol, las cosas no son tan claras como en la novela europea, ni mucho menos en relación con la esencialidad de los personajes a la que se refería Lukács o que exalta Duvignaud. Las fronteras que separan al héroe del criminal no son tan difusas porque, como en numerosos casos del género novela de crímenes, en esta novela la psicología de los personajes –que son verdaderos antihéroes— carece del espesor propio de la novela europea (sobre todo de la derivada del realismo psicológico del siglo XIX a la que se refiere Lukács) y la venganza se parece más a una parodia de la acción de los héroes del mundo puramente infantil de la epopeya. De este modo, en Leopardo al sol existe una acción mediada más por una imposición gregaria y emocional que por la racionalidad propia de la sociedad occidental moderna (como la de la novela policiaca tradicional). Fundamentalmente la búsqueda de héroes como Nando y Mani –si la hay— corresponde al mundo de las normas ancestrales, en principio, y, luego, a las propias del narcotráfico. Por esta razón, los valores de estos personajes no son, en estricto sentido, “valores esenciales” de un héroe épico que resulten subordinados por los valores dominantes de una sociedad enajenada: las leyes de la tradición, el pacto de territorialidad, el predominio de la venganza por encima de la ley, el deseo de sangre por encima de la conciliación, como la ley del talión, las leyes de la guerra, los códigos de honor, etc., que explican el orden arcaico de la novela, son los principios de un grupo étnico –los wayuu— que en el mundo moderno de la novela se erigen justamente como antivalores. A diferencia de Antígona que, frente a la orden de Creonte de no dar digna sepultura a Polinices por traición a la patria, buscaba hacer las honras fúnebres de su hermano y, de tal manera, privilegiar la ley natural; o del Coronel de La hojarasca, que actúa según su leal saber y entender ético para procurar el entierro del médico; Nando se identifica con los códigos antiguos de su comunidad para atacar la vida o la integridad personal de los Monsalve por oposición a una modernidad que aspira al orden de un Estado de derecho de naturaleza occidental donde ante todo se defiende la vida y la integridad personal. De ahí la importancia de que, ante la sentencia del Tío, el narrador declare que: “[m]ás que resignación, hubo en él orgullo: volvió cuestión de honor el arte de la venganza” (35). Frente a los códigos ancestrales, que son justamente su patria, con su “orden normativo” de venganza y crimen, sólo un narrador que es el observador –el pueblo o el “nosotros” (el coro griego o la conciencia y la voz del sino atávico), los del barrio (de esta oralidad surge la relación con El otoño del patriarca[57])— juzga las consecuencias terribles de una guerra que nació, además, por su irreflexión pasajera. Lo mismo sucede con Mani y su prole: en un momento dado rebasan las pautas de la guerra fratricida (cuando deciden la participación del mercenario Fernely) y optan por las leyes del narcotráfico. Como en La Ilíada, la muerte propicia la venganza, pero luego la guerra se inscribe en las “aguas negras” de la anomia general de la sociedad colombiana signada por el negocio moderno del tráfico de drogas.
De aquí la importancia simbólica del Bacán, el personaje sabio de la novela. En un primer momento él no asiste al matrimonio de Nando ni se afilia a ningún bando de la guerra[58]; sin embargo, al final recoge su cadáver y le dispensa las primeras honras fúnebres[59]. De este modo, si al principio de la novela Nando Barragán carga el cadáver de su primo al hombro durante doce días y, por solicitud del Tío, lo entierra; por su parte, al final, el Bacán realiza las honras fúnebres de Nando y “espera que sus familiares vengan a reclamarlo”, pues “[t]odo hombre merece una muerte digna. Hasta usted”, le dice al cadáver (324). En este sentido, como sucedía en la epopeya, en Leopardo al sol surge este personaje con la respetabilidad propia de los mayores en sociedades arcaicas. Y si –como sucedía en La Ilíada—, a falta de valores propios los demás personajes se acoplan a valores ancestrales anómicos y carecen de una psicología particular, es el Bacán, ciego sabio (como un Tiresias[60]), el que ofrece su luz. Como un Príamo de la modernidad, el Bacán intenta restablecer un orden roto por la contundencia de la hybris derivada de los dioses. Hasta este punto, la ira de Apolo se replica en la cólera de Aquiles y, como señala Lukács, este elemento demuestra el “mundo puramente infantil en el cual la violación de las firmes normas recibidas acarrea necesariamente venganza” (La teoría 328).
No obstante esto, y a pesar de la actitud restauradora del Bacán, en Leopardo al sol las cosas no se resuelven como en la épica clásica. En esta novela de crímenes contemporánea el orden no se restablece por enterrar el cuerpo insepulto (como ocurrió en las tragedias griegas con el entierro de Polinices o de Héctor), con el fin de salvar su alma, ni de oponerse por esa intención a las leyes injustas de la ciudad (como también ocurre en La hojarasca). Respecto de una modernidad reglada, en la novela de Laura Restrepo la anomia está antes y después del hecho épico. La Muda salva a dos inocentes (Arcángel y el cabo Guillermo Willy), pero el pueblo mismo hereda la venganza de los “héroes”. Como señala Ramírez:
En este ejercicio de intertextos, también se hacen visibles algunas de las intenciones de la autora en al menos dos claras intervenciones: uno, el cambio en el fatal destino de ambas familias, dejando vivos a los miembros masculinos más jóvenes de ambos clanes; dos, al hacer un mayor énfasis en el aspecto etnocultural sobre la disputa y el funcionamiento interno de los clanes guajiros, desde donde, creemos, concibe la metáfora de la violencia (Ramírez, “Entre el mito” párr. 14)[61].
En cuanto al segundo elemento, esto es, la vigencia final de la ley, la vida de las dos familias enfrentadas y la sociedad entera que los rodea se mantiene al margen de un sistema legal y se suma a la venganza generalizada:
— ¿Alguien se compadeció del difunto?
—No hubo solidaridad con él, y a lo mejor tampoco hubo lástima. Si alguno se compadeció, prefirió callar por no desafiar a la masa enardecida de vecinos, que por fin cobraba su mejor venganza. Una venganza colectiva inconscientemente tramada durante cada una de las noches que tuvimos que permanecer encerrados en nuestras casas, detrás de candados y trancas, con los niños despiertos y aterrorizados, mientras afuera, en la calle, los Barragán repartían candela y hacían tronar el tiroteo. Por eso la hora de la muerte fue también la del desquite y cundió la ley del ojo por ojo. El temor que le tuvimos en vida cambió de signo y se volvió agresión en cantidad proporcional: los más sometidos antes, se ensañaron más después. Queríamos arrancarle un pelo por cada uno de los miedos que nos había hecho pasar; un diente por cada angustia; por cada muerto un dedo; los dos ojos por la sangre derramada; la cabeza por la paz perdida; las entrañas por toda la deshonra que nos había hecho tragar. Queríamos quitarle la vida que ya no tenía a cambio del futuro cagado que nos legaba, y lo repudiamos para siempre, porque nos había estampado el sello de la muerte en la cara (338).
De este modo, si la novela denuncia el modo directo de solucionar los conflictos, el ojo por ojo vigente en un mundo arcaico donde el Estado no ha surgido y si existe no hace presencia en perjuicio de la gente, es el pueblo en el espacio del carnaval el que ejecuta su propia justicia reforzando el estado anómico que le sirve de referente. Extrapolando el principio general de la venganza, ese pueblo realiza su propio escarmiento. El Contrato Social de origen europeo no se ha fundado y, por el contrario, se muestra un mundo carnavalizado que está en plena conformación y exige ese ojo por ojo. Tanto es así que desde ese momento la lógica de la venganza privada se replica una y otra vez para imponerse a la comunidad entera, al punto que al final se diluye en el caos completo. El mundo se define por la lógica de la muerte entre las dos familias que Nando y Mani representan, y el grupo social se acostumbra de tal manera a esta lógica que, una vez ambos han muerto, el narrador plural denuncia su generalización:
Habían llegado los tiempos de la violencia total y la vida se nos iba enredada en la moridera y la matadera. Pero los Barraganes ya no eran el epicentro, y tampoco los Monsalves. De la noche a la mañana habían proliferado por todo el país, como hongos después de la lluvia, otros protagonistas más espectaculares, más feroces y más poderosos que ellos. Digamos que de pronto, un buen día, Barraganes y Monsalves quedaron reducidos al folclor local. Empezamos a verlos como una prehistoria de la verdadera historia de la violencia nuestra: sólo habían sido el principio del fin (331).
En este panorama anómico y mítico de principio y fin que se construye, sólo en algunos momentos de la novela el gobierno, la policía o el ejército (es decir, la ley) hacen presencia: una, cuando sucede la balacera en la discoteca; otra, cuando detienen al Raca; una tercera, por una celebración urbana; una cuarta, por el allanamiento del ejército nacional –dispuesto por Mani— que, “por primera vez en la historia, se inmiscuyó en los asuntos de Nando Barragán y allanó su casa” (310); otra, con la intervención del cabo Guillermo Willy en la conspiración fallida contra Arcángel, y una última, sexta, cuando un agente de policía informa a Mani respecto del vuelo donde huirá su esposa.
En tales casos, esa autoridad no impone la ley del Estado: en la primera aparición, “con la autoridad presente, ellos [los Monsalve] han desaparecido ya” (16), con lo que no hay ninguna acción legal frente al tiroteo; en la segunda, “[p]or primera y única vez en su vida [al Raca] lo agarró la policía, cosa que nunca les ocurría a los Barragán, inmunes al brazo de la ley”, pero luego sale libre cuando su familia se entera del hecho (208); en la tercera,
Nando se acaba de enterar que de siete a nueve de la noche hay un acto de gobierno con funcionarios públicos e invitados internacionales en uno de los edificios del centro. Para proteger a los participantes la policía militar ha regado docenas de hombres por la zona, que además está inundada de escoltas y guardaespaldas.
La milicia privada de Nando Barragán no tiene problemas con la policía local, que no interfiere con sus acciones gracias al viejo pacto, hasta ahora respetado por parte y parte, de beneficio mutuo, coexistencia pacífica y vista gorda. Pero caer al centro de la ciudad cuando está militarizado y patrullado por gente de afuera es enredarse en conflicto ajeno. Hay que aplazar la movida hasta las nueve (157-158);
en la cuarta, las autoridades se llevan preso a Nando Barragán tras un allanamiento de su casa, pero esa detención ha sido pagada por el Mani para intentar matarlo mientras está encarcelado. Se revela así, nuevamente, el carácter anómico no sólo en la aprehensión sino en la reacción de Nando: “[n]unca antes se habían enfrentado a un tanque con cañones, ni a medio batallón. Ni siquiera el propio Nando protestó, tan grande fue su sorpresa. De cualquiera hubiera sospechado deslealtad menos de las autoridades, que jamás se habían manifestado en contra suya” (311). En la quinta, el cabo Guillermo Willy, amigo de Arcángel, no opera como garante de la ley sino como eventual transgresor de ésta, pues ha sido contratado por los Monsalve para ejecutar un asesinato. Finalmente, el cabo escapa (tanto de la ley –pues se entiende que deserta— como de una muerte a manos de los Monsalve) con la ayuda de La Muda. Por último, en la sexta aparición de las autoridades tampoco hay una ley de Estado legítima, pues nuevamente se revela una relación cercana entre los delincuentes y la policía, mediada no por el control sino por el “beneficio mutuo, [la] coexistencia pacífica y [la] vista gorda”: “—Un agente de policía había puesto en alerta al Mani Monsalve sobre el vuelo 716 de Avianca, que salía a las 2:15 de la madrugada hacia Ciudad de México. En este avión viajarían juntos el abogado Méndez y Alina Jericó” (319). La ausencia del Estado, la indefensión de la sociedad y la carencia de autoridades que aseguren el imperio de la ley y garanticen el Estado de derecho determinan el panorama de la anomia que se ha apoderado de la sociedad en pleno. Esta dinámica de Leopardo al sol, que va de la ausencia de norma hacia la violencia total, permite hablar de un nuevo género que sigue su propia lógica y da cuenta de un mundo general de anomia, con los efectos sociales o políticos que el hecho supone, lo que indudablemente lleva a reflexionar en el contexto histórico que sirve de base para la novela.
La comunidad indígena wayuu por fuera del Estado colombiano
Por lo visto anteriormente, se puede afirmar que, en un primer momento, en la novela Leopardo al sol la ley escrita es sustituida por leyes ancestrales y en este proceso se desvirtúa integralmente la imagen del Estado como institución que media entre los particulares para la solución de sus conflictos. De este modo, si el Estado nace de la delegación de la capacidad de hacer justicia de los ciudadanos en un ente distinto a quienes lo conforman (acuerdo primigenio e imaginario que realizan los ciudadanos en pro de un bien común según la teoría del Contrato Social), en el mundo novelesco de Restrepo, por el contrario, la venganza privada surge como el método de saldar las diferencias. Poco a poco, este método se generaliza para la sociedad entera y la novela describe su existencia. De tal manera, la relación entre el individuo y el Estado se rompe y a falta de esa mediación encarnada en instituciones sociales legítimas como la administración de justicia o la policía –o, incluso, para el caso, las autoridades indígenas wayuu—, cada uno de los ciudadanos actúa como quiere, estableciendo y confirmando el estado anómico del que Waldmann habla al definir a Colombia. Los deseos[62] se satisfacen en perjuicio de la integridad de los otros, de su derecho a la vida, a la integridad personal, a la propiedad, etc.; y el individuo mismo deja de reconocerse en el contenido de una norma nacional para cumplir esos deseos primarios. La referencia a la comunidad indígena wayuu permite además dar cuenta en la novela Leopardo al sol de un mundo al margen de la modernidad reglada, del mismo modo que el posterior desconocimiento de sus propias normas por parte de los Monsalve y los Barragán revela un contexto anómico (con apariencia de orden mítico). La ausencia del Derecho o de la ley ancestral afecta a la comunidad en general y en este proceso todos resultan perdiendo.
Esta referencia implícita a la comunidad indígena wayuu es analizada por Ramírez Vásquez (“Entre el mito y la historia”), quien establece la relación entre esta novela y la realidad social del enfrentamiento entre dos clanes guajiros, Cárdenas y Valdeblánquez, entre los años 1970 y 1980, en el Norte de Colombia. Así, al valorar la novela, señala: “encontramos que la realidad del mito está por encima del devenir histórico, porque además de interpretarlo le imprime un sentido moral y trágico” (Ramírez, “Entre el mito” párr. 4). El conflicto de los clanes guajiros es entendido por Restrepo, pues ella lo explica en el reportaje que sirve de base al texto literario y concluye:
Varios pactos de paz se hicieron a través del tiempo, y en ellos actuaron como negociadores desde un General de la República hasta un obispo y una alcaldesa de Santa Marta. Pero ninguno fue respetado por más de 24 horas. Hubo quienes intentaron escapar de la pesadilla sangrienta y emigraron hacia otros lugares, pero por lejano que fuera el sitio, se toparon irremediablemente con su destino. Ningún lugar fue respetado por los sicarios. Cinco Cárdenas cayeron asesinados en una iglesia y uno en el cementerio, y dos Valdeblánquez fueron incinerados en la cárcel. Hay quienes dicen que ni los niños se librarán de la maldición, porque ninguno de los dos bandos quiere dejar crecer los futuros enemigos de sus propios hijos. Seguramente nadie podrá detener esta cadena de sangre hasta que muera el último de los vástagos de alguna de las dos estirpes. Ese es el mandato de la tradición y así lo estipulan leyes ancestrales que ningún guajiro de casta se atreve a contrariar (Restrepo, “La maldición” párr. 30).
En la novela, la escritora interpreta este mito imprimiéndole justamente un sentido moral derivado de la teoría del Contrato Social de Occidente. Como señala Ramírez: “la novela propone una lectura moral acerca de las prácticas ilícitas y su relación con la generación de injusticia y por consiguiente de violencia” (Ramírez, “Entre el mito” párr. 19). La novela alude al proceso de sincretismo cultural entre un mundo con pretensiones de modernidad y uno arcaico, ilustrado con los valores de la comunidad wayuu: el tiempo de la historia real (más o menos los años 70 del siglo XX), se une al tiempo del reportaje que le sirve de antecedente histórico (1984) y al tiempo de la historia literaria (inicio de la década de los años 90 del siglo XX). Este espectro describe el proceso mismo de consolidación de un Estado de derecho que busca incluir normas ancestrales y que se encarna con la cúspide jurídica de la Constitución Política de Colombia de 1991; sobre todo en lo que atañe a los mecanismos para alcanzar la paz en medio de conflictos culturales y políticos aparentemente irresolubles. El énfasis del reportaje en los pactos de paz como solución de estos conflictos, así como el hecho de que en 1983 Restrepo haya participado como miembro de la comisión negociadora de la paz entre el Gobierno y el grupo guerrillero M-19[63] (lo que la llevó al exilio), explicarían sociológica y biográficamente este punto de vista. Retomando a Lukács, podría afirmarse que la novela Leopardo al sol presenta el crimen como un símbolo: posee una entidad “atávica” que es necesario superar en un Estado de derecho moderno. Esta resolución argumental se puede contraponer a la resolución épica de las demás novelas colombianas.
Notas
[1] En el epígrafe de la novela se dice: “Más allá hay un desierto amarillo. Está manchado por la sombra de las piedras y la muerte yace en él como un leopardo tendido al sol. Lord Dunsany” (9); y en el final, acerca de la muerte de Nando Barragán, cuando el Bacán prepara el difunto, el narrador advierte: “Estira la mano para cerrarle los párpados y en ese instante su intuición de ciego ve la imagen postrera que alcanzó a grabarse, como un fósil, en las pupilas petrificadas de Nando Barragán. El vuelo de un último recuerdo que quedó atrapado en ellas: un desierto amarillo, manchado por la sombra de las piedras, sobre el cual yace la muerte como un leopardo al sol” (390). Esta imagen que da título a la novela corrobora su propósito mitificante y desmitificante con la atemporalidad y el exotismo de las narraciones del escritor inglés Dunsany (1878-1957). Todas las citas relativas a este texto son de la edición de Alfaguara (2009). De aquí en adelante, sólo se señalará –para simplificar la presentación del presente apartado— la referencia de sus páginas entre paréntesis.
[2] Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes. En 1997 gana el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México) por su novela Dulce compañía. En 1998 obtiene el Prix France Culture que otorga la crítica francesa a la mejor novela extranjera publicada en Francia. En 2003 gana el Premio Arzobispo Juan Sanclemente, otorgado por los alumnos del Liceo de Santiago de Compostela a la mejor novela en lengua española. En 2004 trabaja como directora del Instituto de Cultura y Turismo de Bogotá, pero el Premio de Novela Alfaguara que recibe ese año por Delirio la lleva a renunciar. Entre sus libros se encuentran: Historia de un entusiasmo (1986), La isla de la pasión (1989), Las vacas comen espaguetis (1989), En qué momento se jodió Medellín (1991), “Ensayo” en Otros niños (1993), Dulce compañía (1995), La novia oscura (1999), La multitud errante (2001), Olor a rosas invisibles (2002), Delirio (2004) y Demasiados héroes (2009). Junto con Fernando Álvarez, la escritora publicó el reportaje “La maldición de una estirpe” (1984) que sirve como referente histórico de los hechos recreados en la novela analizada. Como señala Elicenia Ramírez Vásquez este reportaje supone su contacto directo con la realidad histórica de la que da noticia (“Metáforas de la violencia” 4).
[3] Ésta es la acepción de la palabra mito del Diccionario de la Lengua Española que se toma: “1. m. Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico”.
[4] Sostiene Yanet Segovia, en su artículo “El crimen y el deber ser en la sociedad wayuu”: “Los wayuu fundamentan su derecho en la oralidad, en absoluta ausencia del derecho escrito, sinónimo (para la mayoría de juristas) de incontingencia y de arbitrariedad. Ellos viven y enfrentan sus conflictos abocados al sistema vindicatorio, el cual radica esencialmente en indemnizar, o compensar a la víctima, y a sus parientes cuando han sufrido una agresión. Esta forma de enfrentar el Derecho y lo jurídico rompe con los principios de individualidad propios de nuestros sistemas jurídicos y evoca todo un universo social y religioso que determina el deber-ser de los hombres de esta sociedad” (2).
[5] En este apartado se revela la inicial situación anómica del personaje que no tiene conciencia de estar cometiendo un delito: “Nando, el Terrible, no atiende súplicas: el corto circuito que blanquea su mente sólo le permite comprender lo mucho que en ese instante abomina de ese ser abyecto que le implora desde el piso. Y le dispara al pecho” (27-28). Igualmente, en La Ilíada Aquiles embiste a Héctor “con el corazón rebosante de feroz cólera” (Canto XXII; 356) y cuando ya lo ha herido de muerte, le dice: “Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas” (357). La diferencia entre los dos textos es que en la epopeya griega la ira se deriva de la propia ira de Apolo.
[6] De acuerdo con Segovia: “Frente a una agresión, los wayuu tienen normalmente dos posibilidades: La indemnización o la venganza. Cuando se comente un crimen el grupo agredido exige una indemnización a los parientes del ofensor que deben responder inquebrantable (sic), bien aceptando el pago exigido, bien negándolo. El no llegar a un acuerdo implica el ‘llamado a la guerra’, donde se enfrentan los dos grupos en disputa. La indemnización y la venganza reponen simbólicamente el perjuicio que ha sufrido la víctima. La ofensa exige reparación, independientemente de la responsabilidad del actor” (5).
[7] Es normal en la cultura wayuu que un hombre tenga diferentes mujeres en la región. Su desplazamiento constante así lo ha determinado. Tal vez por esto en este apartado ambos hombres se sienten con derechos sexuales sobre Soledad Bracho, pues ambos pudieron ser visitantes de la casa. Sobre este tema señala Weildler Guerra Curvelo, antropólogo wayuu: “En la sociedad Wayuu [sic] el hombre es esencialmente móvil, vive fuera la mayor parte del tiempo, cuidando los rebaños o pescando y se desplaza para visitar a sus diferentes esposas” (“Introducción” 186). En la realidad histórica de la que da cuenta la escritora en su reportaje anterior a la novela, advierte: “Por extraño que parezca, este drama de muerte empezó con una historia de amor. La vendetta entre Cárdenas y Valdeblánquez es una versión salvaje de Romeo y Julieta, pero esta vez los Capuleto y los Montesco son de carne y hueso, y no hay reconciliación posible entre ellos” (Restrepo, “La maldición” párr. 23).
[8] En la realidad histórica de la que da noticia Restrepo en su reportaje: “La relación era tan estrecha, que el día en que José Antonio Cárdenas mató a su primo y amigo Hilario Valdeblánquez, el victimario llevaba puesta ropa que la víctima le había prestado unas horas antes. Compañeros de parranda y aventuras, los dos compartían los amores de Rebeca Brito, una mujer casada que atendía la cantina de Dibuya. El 16 de agosto de 1970 se emborracharon juntos, y José Antonio, en un arranque de celos, mató de un balazo a Hilario. A partir de entonces las familias se juraron guerra a muerte, y no pudiendo permanecer juntas en Dibuya, partieron los unos hacia Barranquilla y los otros hacia Santa Marta. Establecieron entre ellas un tratado de límites territoriales: quien traspasara un punto intermedio fijado en Ciénaga, sería hombre muerto” (Restrepo, “La maldición” párr. 25).
[9] En otro momento de la narración, como para incentivar la relatividad de los hechos, en una conversación entre espectadores se lee: “—Esos sucesos, ¿son leyenda o fueron reales? / —Fueron reales, pero de tanto contarlos se hicieron leyenda. O al revés: fueron leyenda y de tanto contarlos se volvieron verdad. Es lo de menos” (30).
[10] “En la sociedad wayuu –afirma Segovia— la transgresión cuestiona la unidad y cohesión de los grupos implicados. Existe un violador de una norma y toda la sociedad lo reconoce, manteniéndose una actitud de crítica y expectativa hasta que la solución del conflicto se haga efectiva desde el sistema de valores reconocidos y valorados por la sociedad. Por su parte, el perjuicio produce una reacción vindicatoria que enfrenta al grupo ofensor con el grupo del ofendido. El crimen genera entonces dos tipos de reacciones. Por una parte, los grupos enfrentados se desolidarizan entre sí mientras el conflicto permanezca. Pero, por oposición, tanto el agresor como el agredido reciben una reacción de solidaridad de sus respectivos grupos mantenida y sustentada frente a cualquier agresión exterior, independientemente del tipo de perjuicio que se haya cometido” (4). Y añade: “Quien realiza una agresión a alguien no sólo está agrediendo a la persona que recibe la ofensa directamente, sino a todo el grupo parental con quien comparte el símbolo de unión que garantiza la continuidad de su grupo parental o linaje. Este vínculo de unión debe ser protegido contra toda agresión exterior. Cada grupo debe demostrar el poder de hacer. En este hacer debe residir un aspecto fundamental de las relaciones sociales denominado “honor”. Los grupos en conflicto deben demostrar su fuerza, lo que garantiza el respeto frente a los otros generando un margen de seguridad. Es necesario confirmar la identidad y la integridad de lo que son defendiéndolas” (5). Las cursivas son de Segovia.
[11] A diferencia de lo que sucede en La Ilíada, en que Aquiles arrastra el cuerpo de Héctor atado a su carro durante nueve días y “dejaba el cadáver tendido de cara al polvo” (canto XXIV, 385), Nando ejecuta dócilmente la orden de su tío para el entierro de Adriano: “—Ante todo llévate a este muchacho de aquí. No se lo regales a la arena, que lo va arrastrar. Entiérralo hondo, en tierra seca y negra, y vuelve después./ Nando obedece a ojo cerrado y con fe ciega y viaja con su muerto al hombro hasta que encuentra suelo noble y acogedor. Se despide para siempre de Adriano y a su regreso, que tarda mucho, ve al anciano que lo espera en el mismo lugar” (329). Esta actitud, derivada sin duda de la culpa (ajena ésta a Aquiles), debe entenderse dentro de la mitología de los wayuu: aunque la orden surge de un sueño, el personaje va y vuelve para encontrar de nuevo al tío (lo que supone un tiempo más largo que ese sueño). Para los wayuu, el alma y el sueño tienen una relación temporo-espacial original: “Los wayuu aseguran que el alma es como la sombra, nos acompaña siempre. Aseguran, también, que ésta nos deja en los sueños y que todo lo que nos sucede en ellos le está ocurriendo al alma. Cuando enfermamos, ella deja el cuerpo. Es, entonces, labor de la piache [o chamán], con ayuda de los espíritus, encontrar esa alma y devolverla al cuerpo. Sólo así evitará la muerte” (Guerra, “Introducción” 180). Por otra parte, como en La Ilíada, en que el cadáver de Héctor se mantiene incólume durante los nueve días por cuidado de Apolo (385), en la novela, sin ayuda de dios alguno, “el cadáver se conserva intacto durante la travesía. Fresco y ufano, como si nada, sin despedir olor ni registrar rigor” (30). La conservación extraordinaria de los héroes muertos hace parte del discurso mítico.
[12] Este elemento exige dos reflexiones: la primera es que en la novela no se precisa si el tío es Monsalve (si es así, de cierta manera fundaría la saga de las venganzas) o no (caso en que sería Barragán y motivaría la siguiente oración del Tío: “Los Monsalve vengarán a su muerto” (329)), esto a pesar de que –al ser “descendientes de un mismo tronco”— tanto Adriano como Nando podrían tener el mismo tío materno de acuerdo con la nominación que se da entre los wayuu. Justamente, en la comunidad wayuu, una comunidad matrilineal, son las mujeres las que heredan su apellido y los tíos maternos los que determinan las decisiones de las familias: “Dado que la ley guajira se basa en el poder de los clanes familiares, la defensa del individuo sólo está garantizada por el apoyo de su grupo familiar. Si bien es el tío materno quien ejerce el poder públicamente, las mujeres del clan detentan también un gran poder” (Guerra, “Introducción y textos” 180). Además de esto, la mayúscula de la palabra Tío, constante en la novela, puede llevar a pensar que es un solo tío que en este caso actúa como dios. La segunda reflexión es que la conversación que continúa posee un carácter onírico (ajena de dioses) que relativiza el mito: “Como es la primera vez que descansa en tantos días, [Nando] se hunde en un sueño movedizo y ondulante, como los médanos, y tiene la aparición” (31). La escena se relaciona con la de Hamlet con su padre que reclama venganza en la obra homónima de William Shakespeare (donde, además, el tío es el que detenta el poder): “Horacio, hay más cosas en el cielo y en la tierra que cuantas se sueñan en nuestra filosofía” (23-24), dice Hamlet luego de la aparición “real” del espectro.
[13] De acuerdo con Segovia, las leyes wayuu establecen que “[c]orresponde a los parientes por parte de la madre, llamados apüshi, responder a las exigencias de indemnización y venganza frente a la agresión de uno de los suyos, abarcando una extensión de cinco o seis generaciones” (5).
[14] Sobre esta soberanía territorial –que ya se había mencionado—, el narrador agrega: “El solo hecho de permanecer dentro de los límites de la ciudad ya de por sí le da a Narciso, y a todos los Barragán, una cierta inmunidad, porque entre ellos y los Monsalve hay un pacto de territorialidad, acordado desde los tiempos en que Nando Barragán se presentó con el cadáver de Adriano Monsalve ante la cabaña del Tío, en el desierto. Según ese pacto, las familias abandonarían el desierto, una iría a vivir al puerto, la otra a la ciudad, y ninguna de las dos podría transgredir el espacio del adversario. Si Narciso se da el lujo de no cubrirse la espalda, en el fondo es porque confía en que los Monsalve no pueden meterse a la ciudad” (112).
[15] En el mito cristiano, Dios dice: “La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia” (La Biblia, Gén. 4. 10).
[16] Esta sentencia del Tío puede tomarse como una transcripción literaria de la mitología wayuu, que establece que si el palabrero “fracasa en sus esfuerzos por concertar un acuerdo pacífico, la familia de la víctima se cobrará con sangre la afrenta recibida y en consecuencia buscará infringir una agresión similar a la recibida. No es difícil darse cuenta que (sic) esta ley, que ha originado conflictos difíciles con las leyes oficiales venezolanas y colombianas [en cuyos territorios están asentados los wayuu], tiene como propósito, en primer lugar, evitar los derramamientos de sangre y, en segundo lugar, resolver pacíficamente las diferencias” (Finol 251). No obstante, Maleiwa [creador de hombres y animales] es también quien establece como válido el asesinato de otros hombres, al decir –en el Mito de los Primeros Guajiros, recogido inicialmente por el antropólogo francés Michel Perrin durante su estadía en 1969 en la Península de la Guajira— que “las armas serán para matar gente”. Maleiwa es incluso explícito: el cuchillo es para matar, el machete para “cortar y preparar el alimento” y la pala para trabajar y mantener a su mujer, su madre y su suegra (ctd. en Finol 287). “Así aparecen representadas tres funciones básicas de la supervivencia de la especie humana en la cultura wayuu: defensa, alimentación y solidaridad familiar” (Finol 290).
[17] En el mito cristiano, Caín le dice al Señor: “—Yo no puedo soportar un castigo tan grande” (Gén. 4. 13).
[18] Aunque el Tío no se refiere a ello, la Constitución Política de Colombia de 1991 establece en su artículo 246 que “las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la Constitución y leyes de la República”. Aunque dicha norma no ha sido reglamentada en el Congreso, existen fallos de la Corte Constitucional que precisan los ámbitos de aplicación de dicha norma, estableciendo, entre otros, algunos de sus límites –que pueden variar entre el lugar en el que se cometió el delito, las personas involucradas, la conciencia étnica del individuo que cometió el crimen y el grado de aislamiento de la cultura a la que pertenece. En resumen, los indígenas cuentan con un fuero relativo que no los sustrae totalmente del ámbito de aplicación de la Ley Nacional ni del control por parte de la jurisdicción ordinaria. La determinación de la anomia individual y social que se plantea en este análisis se justifica por las circunstancias de este crimen y de los crímenes posteriores planteadas en el relato mismo y por las palabras siguientes del tío (“nuestra única justicia es la que se cobra por la propia mano”), que desconoce tanto la Constitución como la Ley y el fuero indígena. Adicionalmente, los hechos históricos que inspiran la novela –no así la creación y publicación de ésta— suceden antes de 1984, de acuerdo con el reportaje periodístico titulado “La maldición de una estirpe”, escrito por la autora, que sirve de punto de partida para esta narración. En principio, la Constitución de 1991 intentó subsanar los problemas culturales que existían antes con los pueblos indígenas. La contraposición de dos “racionalidades” hace parte del multiculturalismo que se conoce actualmente como parte de los sistemas modernos (como señala Link).
[19] Igualmente, en el Antiguo Testamento de La Biblia, en el Deuteronomio, se habla de Leyes de guerra, (Deut. 20. 1-20) que pueden ser consideradas una fuente del origen más remoto del Derecho Internacional Humanitario de Occidente. Sin embargo, como se analiza luego, ni siquiera estas leyes se cumplirán en el mundo recreado en la novela.
[20] En el mito cristiano, Caín es expulsado del jardín del Edén a vagar por el mundo que no le dará más frutos –“quedarás maldito y expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre de tu hermano … Aunque trabajes la tierra, no volverá a darte sus frutos. Andarás vagando por el mundo, sin poder descansar jamás”(Gén. 4. 11-12)— y se queda “a vivir en la región de Nod, que está al oriente del Edén” (Génesis 4. 16). En la comunidad wayuu, por el contrario, el desierto es el mundo natural de la comunidad. Elicenia Ramírez Vásquez (“Entre el mito y la historia”) también menciona la referencia bíblica representada por los protagonistas de la novela, Nando y Mani.
[21] Se refiere al “momento de ir a cobrar al muerto” (165). Al respecto dice el narrador: “Durante las doce horas que duran las zetas el pacto de territorialidad queda abolido y rige una sola ley: los unos a atacar y los otros a defenderse, los unos a matar y los otros a no dejarse. Cada muerte se venga a los nueve días, al mes o al año: por cada muerte una venganza, en cada venganza un nuevo muerto, y las zetas se reproducen como células cancerosas” (113). Y más adelante el narrador agrega: “—Para la gente del desierto, la zeta, o sea el momento de ir a cobrar el muerto, era el punto estelar en una cadena de sangre. Como el nocaut en el box, el home run en el béisbol, la voltereta en los toros. Sin la ejecución de las zetas el juego no tenía pies ni cabeza. Una zeta duraba una noche, ni un minuto más, ni uno menos” (165).
[22] En el Deuteronomio, las Leyes de guerra establecen que los hombres son los que luchan: “las mujeres, los niños, el ganado y todo lo que haya en la ciudad, será para ustedes; podrán disfrutar de todo lo que el Señor su Dios les permita tomar del enemigo” (Deut. 20. 14). Por el contrario, y a pesar de la advertencia del Tío, tanto en la realidad histórica (“Luis Coronado agrega que los Cárdenas no contentos con haber asesinado a Corina Mena, les mataron también a otra mujer, Briseida Parra de Valdeblánquez” (Restrepo, “La maldición” párr. 18)) como en la novela las mujeres participan en la guerra.
[23] Este rito tendrá verificación al final con la muerte del propio Nando y se relaciona, de nuevo, con La Ilíada. Sin embargo, en esta última muerte el cuerpo es preparado por un tercero (El Bacán), que no hace parte de la familia. Además, el cadáver es puesto boca arriba en el cajón (343).
[24] Actualmente, aunque la Constitución Política de Colombia reconoce la coexistencia de la ley wayuu y la ley nacional, las normas y procedimientos de la ley indígena no pueden en ningún caso ser “contrarios a la Constitución y leyes de la República”. El conflicto de la novela estriba en que una ley arcaica se opone a la ley del Estado de derecho nacional y a que las palabras del tío sugieren –como se señaló antes— un desconocimiento de una ley colectiva –al plantear, en su lugar, la existencia de una ley (“su”) individual. La cuestión de la anomia se enfrentará aquí al principio señalado por Durkheim según el cual “El crimen hiere los sentimientos que se hallan en todos los individuos normales de la sociedad considerada”. Esta universalidad se pone en duda en casos como el analizado por el reconocimiento mismo de culturas al margen de valores occidentales.
[25] Es éste un caso de contradicción en el relato. Como la narración tiene carácter de leyenda, a menudo se presentan este tipo de contradicciones. Aunque Nando afirma que no tiene arma, el Mani le dice que la saque. Al respecto, una voz indeterminada de la novela advierte: “—Unos dicen que sí, otros juran que alcanzaron a verle la Colt Caballo en la mano. Lo seguro es que salió malherido, y el Mani Monsalve ileso” (17).
[26] En la edición de Planeta (1993) una parte de este texto aparece en cursivas negritas: “—Eso parece un comic, una de vaqueros. ¿Y qué respondió Nando? ¿Cáspita? ¿Recórcholis? ¿Pardiez? Qué va. Esa gente no decía nada, no advertía nada. No se ponían con primores: disparaban y ya. / —No era así. Esa gente tenía sus leyes y no tiraba a traición. En todo caso después de los primeros disparos se apagó la luz, y lo que pasó, pasó en las tinieblas. Tal vez el dueño del bar tuvo reflejos para cortar la corriente, o quién sabe. La cosa es que a oscuras se dispararon” (17). Aunque resulta obvio, esta tipografía ayuda a determinar en esta edición la pluralidad de voces que relatan los hechos. Esto se suma a otros cambios, como el entrecomillado de los diálogos en la narración o la eliminación del artículo El en el título.
[27] Como sucede en El capítulo de Ferneli, en esta novela se reitera la metáfora de la peste para aludir al contexto generalizado de anomia. A diferencia de las otras novelas analizadas, la peste permite crear esa atmósfera del hecho como masivo e inevitable.
[28] “… su vida transcurre dividida entre dos únicas y grandes pasiones: la armería y las telenovelas. / Es famosa por su puntería infalible que le permite cazar ratas con cauchera y por su destreza para distinguir la marca y el calibre de un arma por el sonido del disparo. …. / —Por el barrio se decía que esa Mona era mujer de tres huevos…” (155).
[29] En este campo del papel de las mujeres en el mundo novelesco, se debe mencionar otro caso de anomia: la esclavitud a que se someten algunas “chinitas”, servicio doméstico esclavo de niñas que describe un sistema social ajeno a las pautas modernas: “Se les dice chinitas pero son esclavas. Duermen sobre jergones y trabajan a cambio de comida. Tienen entre nueve y catorce años, son hijas de familias pobres que no pueden sostenerlas y los Barraganes las han recibido de regalo. Les pertenecen, igual que las muías o las gallinas o las mecedoras del corredor” (108). Sobre el tema de las mujeres en la obra de Restrepo, se puede consultar, entre otros, el texto de María Eugenia Osorio Soto. “De la periferia al centro. Un estudio de La Novia Oscura de Laura Restrepo”. Estudios De Literatura Colombiana. 22, 2007, pp.10-20.
[30] Otra transgresión a la ley ancestral que señala, como dijo el Tío, que la venganza debía cobrarse con la propia mano.
[31] Se puede pensar que este personaje es la recreación del cabo de la policía Gregorio Meneses García de la realidad histórica que, según el reportaje de Restrepo, fingió ser amigo de José Antonio Cárdenas y al final le propinó la muerte en su propia casa. En la novela, además de que se arrepiente, el cabo Guillermo Willy logra huir de la posible retaliación de los Monsalve.
[32] Sobre estos subterráneos dice la novela: “La casa de los Barragán es en realidad todas las casas de una manzana unidas entre sí, y los sótanos las conectan unas a otras por debajo de la tierra. Los utilizan como trincheras, caletas de armas, depósitos de mercancías y escondite. Tiene varias salidas hacia el exterior, todas secretas” (154).
[33] Amuleto de los Barragán que evidencia el sincretismo cultural.
[34] En La Ilíada, Príamo posee la respetabilidad propia del viejo del mundo épico. Padre de Héctor, al final le lleva “dones” a Aquiles para recobrar el cuerpo de su hijo y concilia con él. De este modo en la epopeya griega se retorna al orden, pues Aquiles conmovido supera su cólera. Así le habla Príamo para convencerlo: “Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. … Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú recibe el cuantioso rescate que te traemos” (Canto XXIV, 1973: 397-398). De manera semejante, en la novela analizada El Bacán se opone a la comitiva que en medio del carnaval profana el cadáver de Nando. Lo rescata y “lo carg[a] sobre su espalda todavía poderosa y ech[a] a andar hacia su casa desafiando el vendaval, que cada vez arremetía con más histeria” (342). Estas escenas (que evocan además la decisión del Coronel de enterrar el cuerpo del médico en otra novela anómica como La hojarasca (1955), de Gabriel García Márquez (1927), que ocurre también en un ambiente guajiro) revelan la autoridad, es decir, el carácter de ley que posee la voz de los viejos sabios en medio de la guerra.
[35] Al principio de la novela, cuando Nando se encuentra con Milena, fuma un Pielroja (12). El detalle es de resaltar, puesto que del negocio inicial de contrabando de Marlboro se llega al narcotráfico y el consumo de Pielroja parece por fuera de estos intereses. Acaso el hecho de que el Pielroja sea un tabaco popular en Colombia permite pensar en la situación del personaje: en un curioso margen de sus negocios.
[36] Al comienzo de la novela se advierte que fuera de la casa de la viuda Soledad Bracho: “…se calientan al sol varios camiones pesados de cargamentos ilegales, de mercancías prohibidas, bien camufladas pero previsibles: armas, conservas, cigarrillos, licores, electrodomésticos” (24). La imagen da cuenta del ambiente de contrabando que rodea desde su juventud a los personajes. En la realidad histórica que se recoge en el reportaje de la escritora se advierte: “Veinte años atrás las dos familias, descendientes de un mismo tronco, vivían en casas contiguas al pie de la Sierra Nevada, y se dedicaban conjuntamente al comercio con las tribus indígenas. Cultivaban maíz y plátano, como todos los campesinos pobres del lugar. Algunos de los hijos se contrataron como jornaleros de salario mínimo, y durante años las dos familias se apoyaron mutuamente en la dura tarea de sobrevivir. Los niños de una casa eran tratados como hijos en la otra, todos se criaron juntos y algunos se casaron entre sí. Las dos familias eran conservadoras, así que ni siquiera había diferencias políticas que las distanciaran. … El inicio de la guerra, entre Cárdenas y Valdeblánquez, y el repentino enriquecimiento de las dos familias, coincidieron con la época de la bonanza marimbera. Semanas antes de que lo mataran, en 1979, uno de los Cárdenas, Euclides Gómez, le comentó al periodista Hernando Corral, quien en ese entonces les hizo un reportaje para Alternativa: ‘Si nos metimos con la marimba, fue para costear la guerra. No teníamos otra salida porque la sangre de los nuestros la teníamos que vengar a cualquier precio’. Mantener durante años una guerra que exige guardaespaldas, armas, matones, infiltrados en el bando contrario, compra de información e infraestructura para defenderse y atacar, no sólo requiere arrojo y férrea voluntad de venganza, sino también grandes cantidades de dinero” (Restrepo, “La maldición” párr. 23, 20). Esta última justificación será muy semejante a la que, a continuación, da Nando a Roberta Caracola.
[37] Carácter profético que se revelará también con la muerte de Nando. En este mismo episodio, Roberta Caracola le advierte “haz lo que tengas que hacer… Pero cuídate, Nando Barragán. Nunca te pintes la cara de blanco”, a lo que Nando contesta: “Dices cosa raras … ¿Por qué habría de pintarme la cara de blanco?” (88). Pero cuando el día de su muerte Nando Barragán observa ensimismado el paso de la multitud del carnaval, olvida la advertencia de la bruja y se deja enharinar la cara propiciando el cumplimiento de la profecía y confirmando la transformación de una guerra que ha dejado de ser familiar: “Mareado por el alcohol, ve pasar como en sueños la fauna eufórica de Tíos Conejo, Burras Mochas y Hombres Caimán que tiran harina y bailotean posesos, y ahí solo, sentado en su escalón de piedra, con la guardia baja y súbitamente envejecido, comete una extravagancia mayor: deja escapar un imperceptible suspiro de felicidad. / Sigue de largo la parranda, que nunca espera al que se queda atrás, y Nando permanece anclado a la puerta de su casa, como si presintiera la llegada de un huésped de honor. / … Nando ve aparecer la sonrisa Pepsodent de una reinita popular, acomodada en su trono portátil y más coronada que Isabel de Inglaterra, que se le acerca primorosa y se inclina hacia él con aleteo de pestañas postizas y cascada de bucles tiesos de laca. Nando entrecierra los ojos y espera que la visión dorada le dé un beso de amor, o que le diga un secreto coqueto, pero la soberana, picarona, saca un puñado de harina y se lo arroja a la cara. Él no le hace el quite: recibe dócilmente el baño con expresión bobalicona y agradecida de grandulón borracho, apaciguado por la repentina senilidad. / — ¿Y siguió ahí sentado, con la cara pintada de blanco? / —Ahí se quedó, enharinado como galleta polvorosa, porque no tenía cerebro para acordarse de ninguna profecía. / —¿No pensó siquiera en la advertencia de Roberta Caracola? / —No, ni siquiera pensó. Simplemente no registró el hecho, como si fuera harina de otro costal” (333-334).
[38] En la realidad histórica de la que da cuenta el reportaje de Restrepo: “Mientras que los Cárdenas, desordenados y derrochadores, dejaron esfumar su fortuna, Enrique Coronado, hombre metódico y de propósitos fijos, llevó los negocios con la cabeza fría necesaria para consolidar un imperio” (Restrepo, “La maldición” párr. 20).
[39] El término es del abogado Méndez y alude, como en la realidad histórica que sirve de marco a la novela, a un delito: el Artículo 247A del Código Penal, adicionado por el Artículo 9 de la ley 365 de 1997, establece el delito de Lavado de activos como delito contra el Orden Económico Social así: “El que adquiera, resguarde, invierta, transporte, transforme, custodie o administre bienes que tengan su origen mediato o inmediato en actividades de extorsión, enriquecimiento ilícito, secuestro extorsivo, rebelión o relacionadas con el tráfico de drogas tóxicas, estupefaciente o sustancias sicotrópicas, le dé a los bienes provenientes de dichas actividades apariencia de legalidad o los legalice, oculte o encubra la verdadera naturaleza, origen, ubicación, destino, movimiento o derechos sobre tales bienes, o realice cualquier otro acto para ocultar o encubrir su origen ilícito incurrirá, por ese solo hecho, en pena de prisión de seis (6) a quince (15) años y multa de quinientos (500) a cincuenta mil (50000) salarios mínimos legales mensuales)”.
[40] Situaciones como ésta se han presentado en varias oportunidades en Colombia. Según el periodista Fabio Castillo: “Fiscalmente, los dineros de la mafia colombiana se lavan en las amnistías que de oficio se otorgan al inicio de cada nuevo gobierno (el periodo es de 4 años). Todos los presidentes electos alegan que esa es la única forma de financiar el nuevo cuatrienio. Buscan arbitrar recursos frescos con los cuales ejecutar alguna obra. / Así lo han hecho de manera sucesiva, Alfonso López Michelsen, Julio César Turbay Ayala y Belisario Betancur. / Capítulo aparte merece el caso de la administración Barco, que concedió de un solo tajo 19 tipos diferentes de amnistías tributarias. Cobijaron incluso a quienes se habían apropiado del producto del Impuesto a las Ventas, IVA, pese a que su retención es considerada delito … / En la administración de Betancur, el gobierno hizo aprobar una ley que le autorizó la emisión de hasta US$200 millones en Bonos de Deuda Pública Externa. Estos papeles, que pueden ser convertidos en certificados de cambio, se emiten al portador y son transferibles con el simple endoso. / Con este mecanismo, el gobierno renunció a saber quién le otorgaba un crédito disfrazado, que supliera las reticencias de la banca internacional a otorgarle nuevos créditos externos a Colombia. / Los bonos emitidos hasta ahora, US$150 millones, han sido colocados en paraísos fiscales, especialmente en Leichtenstein. / Estos bonos se crearon a cambio de una amnistía cambiaría que propuso el gobierno, y que fue duramente censurada por inmoral, en determinados sectores del Congreso. / El nuevo mecanismo de los bonos no fue fácilmente comprendido, y se aprobó sin mayores tropiezos” (175-176). Este hecho también es denunciado en Comandante Paraíso.
[41] A diferencia de Caín –a quien el Señor “le puso una señal …, para que el que lo encontrara no lo matara” (Gén. 4. 15)—, el Mani tuvo hasta su ingreso a la alta sociedad una cicatriz que lo identificaba como actor de la violencia: “Con la marca que lo hace reconocible hasta el fin del mundo: una media luna bien impresa en la cara, un cuarto menguante que arranca en la sien, toca la comisura del ojo izquierdo y sigue su curva hasta más adelante del pómulo, para detenerse cerca de la nariz. La mitad de un antifaz, un monóculo hondo, indeleble: una mala cicatriz ganada en algún porrazo, en cualquier balacera, quién sabe en qué tropel” (16).
[42] En la realidad histórica: “Muchos vecinos han abandonado el barrio –que llaman “La esquina de la candela”— cansados del cotidiano sobresalto de atentados y tiroteos” (Restrepo, “La maldición” párr. 5).
[43] Sobre el tema, advierte uno de los narradores no confiables de la novela: “Frepe sí sabe. Tiene la respuesta. La suelta: propone utilizar mercenarios. / —Frepe fue el primero que propuso contratar profesionales para acabar con los Barragán. / Mani no. Mani no se hubiera atrevido a hablar de sicarios. Frepe era otra cosa. Sicarios. La palabra eriza a los hermanos, como un hilo de agua helada rodando por el espinazo. Matar a los Barraganes por mano propia es lo correcto, lo que ordena la tradición que han cumplido hasta ahora. Nadie ajeno a la familia debe meterse. / Después del rechazo inicial, de mucho barullo y alegato en contra, empiezan a ceder, uno por uno. Lo piensan dos veces. La propuesta no deja de tener ventajas, atractivos: significa la posibilidad de hacer sólo el trabajo sucio y delegar en terceros el trabajo asqueroso” (84-85). En la realidad histórica, resulta interesante la entrevista que le hace Laura Restrepo a uno de los hombres de la familia Valdeblánquez sobre este tema: “—Según ellos, ustedes tienen suficiente dinero para pagar sicarios que los maten, y que por eso no necesitan hacerlo personalmente. / —Eso dicen, pero no es cierto. Ningún Valdeblánquez volvió a Santa Marta por no encontrarse un Cárdenas, porque sabemos que si nos topamos cara a cara sólo sobrevive el que dispara primero” (Restrepo, “La maldición” párr. 15).
[44] Sobre el pasado de Fernely, señala un narrador: “Los expedientes judiciales de Fernely hablan de deserción del ejército, de vinculación a la guerrilla, de consejos verbales de guerra. … Los informes de inteligencia acusan a Fernely de agente de la CIA o de la KGB, de líder sindical, de rompehuelgas. Los dossiers lo reconocen como experto en explosivos entrenado por la ultraderecha en Israel, y como artillero graduado en una escuela para subversivos en La Habana. Viejos recortes de periódico lo implican en asaltos a cuarteles, robos de banco, secuestros de millonarios. En sus cartas privadas firma como Holman, como Alirio, como Jimmy, como El Chulo, como El Flaco” (193-194). El personaje sintetiza así todo un grupo social de latente delincuencia.
[45] Soborno que reafirma el carácter anómico de la novela, que incluye la omisión de los deberes por parte de la administración de justicia y, en particular, el incumplimiento de los objetivos de la institución carcelaria en Colombia. Sobre la salida de la cárcel de Fernely dice el narrador: “han desaparecido por milagro, o por sobornos, los cargos de asesinato, deserción del ejército, asociación para delinquir, atentado con explosivos, porte ilegal de armas, extorsión, boleteo y secuestro. No hay sumario, luego no hay culpa. El hombre es inocente y su retención es ilegal” (58).
[46] En la realidad histórica que denuncia el reportaje de Restrepo, en efecto se utilizaron artefactos como éste en los atentados, como ocurrió con “la bomba que hirió a José Antonio Cárdenas” y con “Leonel Gómez Ducatd, asesinado con una granada cuando marchaba tras un entierro hacia el cementerio”. Adicionalmente, los periodistas señalan en su reportaje que “Elimelec Gómez Ducatd, una mulata espigada y viva, hermana de Iván, se nos acerca. [Y dice:] “¿Ven esta casa vacía que hay al lado de la nuestra? El dueño, un hombre al que llamábamos ‘Peluca’ que fue amigo y vecino de nosotros durante años, se dejó comprar por los Valdeblánquez y un día desocupó su casa, dejando en ella una bomba de gran potencia, y desapareció. Mi hermano Iván sintió el olor a pólvora y llamó a la policía. Ellos desactivaron el explosivo, y no pasó nada. Pero si pasa, no sólo hubiéramos volado nosotros, sino toda la cuadra”. Asimismo, “Camilo Valdeblánquez, relata que el 3 de mayo de 1977, a la una de la madrugada, oyó un estallido en la alcoba de sus padres. Una bomba, colocada en el techo, había matado instantáneamente a su madre Corina Mena, y le había causado a su padre, Antonio Valdeblánquez, los traumatismos internos por los cuales moriría tres años después” o “Cuentan que en una oportunidad los Cárdenas enviaron varios de sus hombres a Barranquilla, a volar la gallera de sus rivales con una bomba” (Restrepo, “La maldición” párr. 15).
[47] Como en La Ilíada, en que Aquiles sufre por la muerte de Patroclo a manos de Héctor, esta muerte incrementará la cólera de Nando y precipitará los acontecimientos para la resolución final. Se reactiva su deseo de venganza contra los Monsalve.
[48] En un momento dado a Nando “[l]o que le preocupa no es que los enemigos ataquen, sino que no lo hagan. No resiste que le rompan los esquemas. La sola idea de que una zeta transcurra en paz lo saca de quicio, y hace que la ansiedad le suba grado a grado, como si fuera fiebre” (166).
[49] Como explica el narrador: “[C]uando Méndez sacó a Nando de la cárcel y le salvó la vida, Nando le ofreció pagarle el favor y Méndez, que lo había meditado largamente, le hizo una petición: protección para salir del país, con Alina Jericó y el hijo por nacer del Mani” (329). Este hecho es esencial para la resolución se los hechos: la huída del abogado con Alina Jericó.
[50] En el Carnaval de Barranquilla, las marimondas representan al barranquillero burlón y “mamagallista”, de pocos recursos, que busca incomodar con su disfraz a la alta sociedad. Su atuendo está caracterizado por una máscara con una nariz fálica, orejas de elefante, grandes ojos y boca, y saco y corbata llenos de parches que ridiculizan a los ricos y asalariados de la ciudad. Estas figuras emblemáticas del Carnaval pueden asociarse al mono araña de frente blanca (Ateles belzebuth), que también recibe ese nombre y probablemente inspiró estos personajes.
[51] En la realidad histórica, el hecho que pudo haber inspirado este pasaje es mucho más anómico de lo que se plantea en la novela por la participación inesperada de la autoridad: “A la hora de la siesta del día en que lo mataron, Iván Gómez estaba recostado en la cama, charlando desganadamente con su amigo el cabo de la policía Gregorio Meneses García. Se habían conocido varios meses atrás, y después de mucho andar juntos Iván había considerado que era hombre de confianza y que podía dejarlo entrar a su casa. Ese día hablaban de armas. Los guardaespaldas se habían retirado. El cabo le propuso a Iván que la cambiaba su pistola por la de él, y se la pidió para observarla. Iván se la pasó, y, adormilado, entrecerró los ojos unos instantes. Fue suficiente para que Meneses le desocupara el proveedor en el pecho. Iván Gómez se paró y avanzó a tumbos hacia la puerta. Aunque ya estaba más muerto que vivo, el cabo lo remató por la espalda” (Restrepo, “La maldición” párr. 12). La acción de la autoridad tiene en esta escena un contenido anómico inusitado, pues revela la ambigua relación entre la familia Gómez y las fuerzas militares. En la novela, la marimonda puede ser cualquier persona, desde uno de los Monsalve hasta alguien del pueblo que desea la muerte de Nando.
[52] Sobre esta imagen se puede aludir a lo propuesto por Mijail Bajtín (Rabelais y su mundo, 1941) sobre el carnaval en el sentido de que sólo en este espacio el hombre deja de ser individuo y se identifica con la masa. En la novela, desde este instante Nando deja de ser individuo y la lógica de la violencia que él encarnaba permea la sociedad en pleno.
[53] En general, sabemos la historia gracias a la voz del pueblo, que es, como en la tragedia griega, una especie de coro de los dioses que va develando el destino de los héroes.
[54] Sobre la relación entre la novela Leopardo al sol y The Godfather es de resaltar el hecho de que en la reseña que se incluye de la novela de Restrepo en sitios como Google Libros, WorldCat.org, entre otros, se ha presentado Leopardo al sol como “A South American Godfather”.
[55] Como se señaló antes, un espectador del enfrentamiento inicial entre Mani y Nando advierte: “—Eso parece un comic, una de vaqueros” (17); luego, otro dice: “La vida de ellos es pura telenovela” (38). Sobre este tema se deben observar dos cosas: en primer lugar, la relación entre géneros contemporáneos (la radionovela, la telenovela o el seriado) con la antigua tragedia y, más aún, con el melodrama derivado de ella. En segundo lugar, el hecho de que inicialmente –según lo señala Ramírez—esta historia pretendía ser un guión para televisión, cosa que paradójicamente se cumpliría en 2010 con la telenovela Ojo por ojo, producida por RTI Colombia y Telemundo, con libretos del escritor colombiano Gustavo Bolívar (autor de Sin tetas no hay paraíso (2005), novela incluida en el corpus inicial de la investigación que sirve de marco a este trabajo y también llevada a la televisión).
[56] De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “(Del gr. θεός, Dios, y δίκη, justicia). 1. f. Teología fundada en principios de la razón”. La alusión es interesante de acuerdo con las pautas mencionadas en este trabajo en torno a la ratio en el género a partir de Kracauer.
[57] Aunque en principio la gente intenta ser complaciente, e incluso: “El párroco y las beatas salieron como profetas del apocalipsis a decir que si no entregábamos a Narciso, los Monsalves pasarían de casa en casa como ángeles exterminadores, degollando a nuestros primogénitos. Les creímos y se armó el juicio final. ¿Pero cómo les íbamos a entregar a Narciso, si no lo teníamos? … Si a los Monsalves, que eran los enemigos, les teníamos miedo, a los Barraganes, que eran los amigos, les teníamos pavor. La única persona en el barrio que conservó la calma fue el Bacán. Miró alrededor sin ver nada, cerró sus ojos lavados, clarividentes, y siguió jugando su interminable partida de dominó. Sus amigos, los del combo, lo acompañaron toda la noche sin pestañear (163-164). También en El otoño del patriarca, como en un coro, el pueblo determina el juicio al dictador: “porque nosotros sabíamos quiénes éramos, mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte …” (García Márquez, El otoño 271).
[58] “El Bacán era un negro ciego que medía dos metros. Hacía que su mujer le leyera los periódicos, hablaba de política y de historia y sabía todas las cosas porque las había aprendido solo. Tenía autoridad en el barrio: era el único que sin manejar armas tenía autoridad. Odiaba la violencia, los atropellos, las trampas y la ostentación. … y dijo lo que en el barrio nadie se atrevía a decir: Porque no vamos a ir. No tengo trato con asesinos” (137).
[59] Esta actitud es semejante al cuidado del cadáver de Adriano Monsalve por parte de Nando Barragán: en ambos casos, el muerto se dispone para su morada en la tierra. Sin embargo, estas escenas puede ser consideradas fruto de la imaginación de la escritora, puesto que entre los wayuu las mujeres son las encargadas de realizar los preparativos para la sepultura cuando alguien muere de forma violenta: “los hombres evitan tener contacto con el cuerpo del difunto y son las mujeres las que se encargan de su preparación funeraria, pues se cree que el contacto con el cadáver hará que los hombres pierdan su valor en el combate e incluso puede provocarles la muerte posteriormente” (Guerra, “Introducción” 9). Por otra parte, los wayuu entierran a sus muertos dos veces: una después de su muerte y otra tras la exhumación de sus restos, unos tres años después del primer entierro (en ambos casos, se vela al muerto). Durante el velorio del primer entierro, son las mujeres las que lloran a su muerto (183). En el segundo entierro: “una mujer, pariente cercana al muerto, recoge los huesos y los limpia” (182).
[60] Personaje de la mitología griega que aparece en la tragedia Edipo Rey y en La Odisea. Tiresias es un adivino ciego de la ciudad de Tebas y, junto con Calcas, es uno de los dos adivinos más célebres de la antigua Grecia.
[61] El primer elemento se opondría a lo que se ha planteado en la novela como la resolución wayuu de los conflictos: aún quedan algunos hombres vivos.
[62] A los que se refería la teoría clásica sobre la anomia en Émile Durkheim (1858–1917) y Robert K. Merton (1919-2003) y que se señalan en la primera parte de este libro. El primero (1998) se refería al estado de anomia como producto de un creciente grado de ansiedad e insatisfacción de los deseos que los individuos que componen la sociedad experimentan; el segundo (1987), a la incapacidad del individuo de satisfacer sus deseos a través de los medios que se le prometen u ofrecen para conseguir las metas de bienestar. Sobre esta lógica de deseos y Estado deben tenerse en cuenta los postulados de Marcuse y Bataille que se mencionaron en su oportunidad.
[63] En 1986 publicó su primer libro, Historia de un entusiasmo, fruto de sus experiencias con el M-19.