¿Aceptamos al fin la literatura industrial?
“Escritores que no escriben.” Frente a esta naíf constatación del post del 19 de julio de este año sobre las ironías de la industria editorial, varios lectores —escritores y profesores entre ellos—, me respondieron con algo así como que “descubres el agua fría”: “Hace años existen los `negros´” —dice uno retomando la expresión del siglo XIX con la que se designaba a aquellos colaboradores de famosas luminarias de la literatura—; “desde hace tiempo hay escritores fantasma” —señala otro aludiendo a los modernos auxiliares de escritores—; “…y hoy por hoy, además de ayudantes de escritura, la Inteligencia Artificial es una herramienta más de la literatura” —establece un tercero. Como Dumas contó con negros que “desarrollaban sus ideas”, buena parte de los escritores contemporáneos son en realidad una marca que designa un pool de “escritores fantasmas” con la Inteligencia Artificial a su servicio que permite hacer en breve el trabajo de “un escritor”. Esa es la idea general que extraigo de mis lectores.
En efecto, “la labor del escritor de hoy puede dirigirse más a la promoción, publicidad y distribución de su obra que a la escritura”, arguye una lectora. “Como Miguel Ángel o Pablo Picasso en la pintura —compara alguno—, la obra no requiere el nombre mismo de una persona”. “La palabra autor está mandada a recoger pues es solo eco de un romanticismo trasnochado”, argumenta otro. En efecto: “Los negros, el pool o la IA no son ni deben ser un problema a la hora de asumir el arte y aquí la literatura”.
Desde ese ecuánime punto de vista, “la idea de que un `espíritu´ libre produzca una novela o que sea la experiencia singular de un creador la materia prima de su escritura resulta hoy por hoy anacrónica. “Tal principio es ignorancia de la realidad de la condición de la literatura en un mundo desarrollado como el que vivimos”.
Al parecer todos lo sabían —Escritores que no escriben— y decirlo era descubrir el agua fría. Así lo explica un estudioso de la literatura que se ha interesado por el tema: “Aunque todavía lectores legos crean que la novela es fruto de la creatividad de un escritor, debemos aceptar que no lo es, y eso no es ni puede considerarse problemático”, escribe Agustín, doctor en literatura y profesor de secundaria. “No hay que hacerse mala sangre con esa cuestión. La colaboración de negros, escritores fantasmas, IA, son solo otro modo de producción literaria. Imagínate lo que pudo ser la imprenta en el siglo XV. La producción en serie aseguró la difusión masiva. Si hoy tú escribes solo, es tu decisión. Otros no lo hacen así”.
Por su parte, para un sensato editor de reconocido prestigio en el medio: “Los escritores ya no necesitan escribir pues hay muchos mecanismos para reemplazarlos. Lo irremplazable es el artefacto llamado literatura que, de diversos modos (libros, academia, premios, congresos, periódicos…), mueve cada día miles de millones de euros”.
Como consecuencia de esta sensata mirada de nuestros tiempos, planteo la pregunta que da título a este post: ¿La literatura industrial es entonces una realidad a la que debemos amoldarnos?
Por lo pronto, planteo mi perspectiva:
Ciertamente, creer hoy por hoy que una novela es escrita por un individuo con sus obsesiones y gustos, con sus pasiones, humores y desconfianzas, resulta poco menos que naíf. Máxime si quien lo cree escribe novelas y aspira a que estas sean leídas por personas que confíen en algo así como su singularidad existencial.
Tal consideración puede ser para muchos una soberana estupidez pero no por ello carece de actualidad. Sobre todo si son estas novelas llamémoslas industriales las que atraen la mayor parte de la atención planetaria.
Más de cuarenta libros de Brandon Sanderson le han valido su reconocimiento mundial y su nominación a distintos premios. Viento y verdad (2024) es “la novela de fantasía más vendida en el mundo”. Ni qué decir de Harry Potter (1997), de J.K. Rowling, una peculiar y prolífica autora que ha superado los quinientos millones de ejemplares vendidos. De lejos, los matices entre producción y creación resultan imperceptibles y justificarían un trabajo doctoral; de cerca, admiten numerosas suspicacias como las que aquí se expresan.
El mercado español es acaso menos ambicioso pero no por ello menos importante y asible; sobre todo porque incluye más de seiscientos millones de personas y potenciales lectores en todo el mundo, incluido quien esto escribe. En su vitrina histórica están los más de cien libros de Alberto Vásquez Figueroa, solo para poner un ejemplo, y los millones de compradores de sus títulos para demostrarlo. Leído por escritores y legos de toda condición, origen y época, su exitosa novela ¡Panamá, Panamá! inspiró en su momento mi artículo “El punto Neurálgico de USA: Panamá. la novela "¡Panamá, Panamá!" de Alberto Vásquez Figueroa”.
Sin duda, podría elaborarse una lista de los escritores actuales que siguieron por esa ruta de la superproducción y engrosarían el corpus de una literatura industrial en español. Arturo Pérez-Reverte, Megan Maxwell…, para empezar. Agradecería a quienes leen este post incrementarla.
Lo paradójico de este asunto es que, más allá de negros, pools o IA, la cubierta de los libros siguen anunciando en lugar prominente un nombre: el nombre de un escritor.
Desde este punto de vista, surgen preguntas incómodas: ¿Existen hoy libros de un escritor? ¿Un escritor puede producir hasta cuatro obras geniales en un año?
Y siguiendo con la perspicacia: ¿Alguien puede creer que, además de escribir tal o cual epopeya, el escritor contemporáneo tenga tiempo para promoverla por todo el país y en el extranjero y presentarla como fruto de una “minuciosa investigación” de campo?
Al leer cualquiera de las novelas de prolíficos escritores uno se encuentra, además, con verdaderas tesis doctorales subyacentes como presupuesto de escritura. El escritor industrial lo conoce todo de la física cuántica, la Guerra Civil española, los procesos de Nuremberg, la explotación del coltán en el Congo Belga o la producción de diamantes en Alaska.
La hiperproducción literaria de estos prolíficos genios sería hasta verosímil si no estuvieran de por medio los podcast que difunden, las presentaciones simultáneas en televisión, las numerosas emisiones radiales promocionando la novela, los eventos de presentación del libro, los cocteles y eventos anexos y las interminables entrevistas en uno u otro contexto derivadas del éxito de su obra. Al respecto, me gustaría preguntarles a varios de ellos: ¿Puede escribirse una novela de seiscientas páginas al tiempo de responder por todo ello?
Ser escritor ha llegado a ser, de verdad, más que escribir: en esta modernidad del capitalismo salvaje, incluye alimentar redes sociales, dirigir talleres de escritura, desplazarse de un lugar a otro para promover la obra, dictar conferencias especializadas y asistir a numerosas mesas redondas sobre un tema y a paneles o periódicas entregas de premios en que el “escritor” se puede desempeñar como Jurado, promotor o sencillamente participante. ¿Cómo exigírseles más?
Si la situación es tan clara y los negros, los escritores fantasmas o la IA son fuentes archiconocidas y comprensibles de producción literaria, pregunto: ¿Los prolíficos héroes de la escritura actuales reconocerían públicamente que su trabajo es coordinar un proyecto creativo con distintos “colaboradores”? ¿Aceptarían que su mano exclusiva no está detrás del artefacto literario? ¿Tales escritores reconocerían públicamente el auxilio de los negros posmodernos, sean escritores fantasmas o Inteligencia Artificial? ¿Aceptar, quizá, acabaría con su mito?
Al tiempo de lo anterior surge otra perspectiva del asunto. Paradójicamente, al tiempo que se ha masificado la producción literaria, existe un interés exacerbado por los escritores como personas determinadas. Su explotación publicista es marketing pero pasa por la autoría de las obras y la identidad del “artista”. Al respecto, surgen nuevas preguntas: ¿Si ya no importa quién escribe, por qué ese interés por la figura del escritor? ¿Por qué ese deseo por conocer sus intimidades, pensamientos y opiniones? ¿Por qué se cree aún en los escritores como la sal de la tierra?
Como consecuencia de este nuevo traje del emperador que es la literatura industrial pululan los clubes de fans, la colección obsesiva de fotos, anécdotas o experiencias literarias, la “investigación” de la vida y obra y el seguimiento de su experiencia particular para comprobar hipótesis. El fetiche alrededor de la persona del escritor se alimenta día a día al punto que todavía sustenta los trabajos críticos y académicos y, sobre todo, la lectura ingenua por parte de millones de personas que creen en su originalidad.
Al respecto, quisiera sintetizar el asunto de esta manera:
Los arcaicos prejuicios románticos tienden a conservarse en peculiares formalidades públicas. Buena parte de los lectores de un libro creen a pie juntillas que este es fruto de la creatividad de un escritor. Su visión de la vida y del mundo es lo que les interesa.
Por su parte, en principio, al premiar a un escritor, se premia su obra, es decir, su capacidad individual de crear un mundo, una atmósfera, unos personajes.
Lecturas y premios son solo ejemplos de la persistencia de ritos románticos asociados a la literatura.
Crear el mundo literario a partir de la nada implica mantenerse de un modo u otro al margen del mundo real y sostener tal situación por horas, días, meses e incluso años; dejar a un lado familia, religión o política; entregarlo todo y amar el oficio al punto de morir ejecutándolo, lo que en la vida cotidiana implica, entre otros muchísimos efectos, la pobreza, la soledad, el marginamiento o el ansia del crimen ante las imposturas.