"El Innombrable"
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendría la muerte y el reposo.
Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
sería el tenue faro buscado por mi niebla.
Cuando sepas que he muerto, di sílabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.
No dejes que tus labios lleven mis once letras.
Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio.
No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto:
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre.
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.
Alta hora de la noche,
Roque Dalton.
¡Es hora de tomarse el poder!
Las palabras retumban en su cabeza. Una y otra vez.
Ninguno se atreve a pronunciarlas, pero no hace falta. Él lo sabe. Tienen que actuar ya.
¡Valencia tiene que apoyarme!
El coche avanza a toda velocidad.
Son las cinco menos cinco de la madrugada y el automóvil negro se aproxima a la entrada del Ministerio. El vehículo ha llegado a pesar de las amenazas de tachuelas y aceite en las calles. Al verlo, los dos oficiales que custodian la entrada inclinan la cabeza y se retiran a un costado. Ha llegado el ministro. «El ruido de sables», piensan, «debe ser real».
Desde la tarde anterior, las noticias repiten que las confederaciones, los sindicatos y algunos partidos políticos han anunciado una huelga para este miércoles 14 de septiembre. El ministro ha citado a una reunión urgente al general Rubén Valencia, comandante del Ejército. «Si no se despliega de inmediato el pie de fuerza», piensa, «se perderá definitivamente el control de la capital. Lo que hace un par de semanas era una célula terrorista sin capacidad de acción contra los organismos del Estado ha demostrado ser un enemigo consolidado que acecha la institucionalidad».
El coche del ministro se detiene frente a la puerta del edificio. Permanece encendido hasta que un escolta armado desciende e inspecciona los alrededores. Tras una leve señal se abre la puerta del ministro, que baja y avanza hacia la entrada del edificio, ubicada a unos cinco metros de allí. Súbitamente se oye un silbido y enseguida un estruendo. El escolta se abalanza de inmediato sobre el ministro obligándolo a inclinarse. El adusto hombre recobra su entereza, sin embargo, cuando en lugar de esquirlas y humo estallan sobre sus cabezas cohetes de pólvora. Sorprendidos, el ministro y el escolta los miran de reojo y reanudan su marcha. No obstante, pierden de nuevo su temple cuando una ráfaga de fuego estalla encima de ellos. El ministro inclina su torso intentando protegerse, pero dos proyectiles lo alcanzan en el costado izquierdo derrumbándolo. El escolta se pone de cuclillas frente al funcionario y dispara sin parar hasta que es derribado por un tiro. Desde la puerta del edificio, los agentes de seguridad descargan su munición hacia el lugar donde se originan las detonaciones y los cohetes. Escudan a uno de sus hombres que, arrastrándose, intenta alcanzar al ministro. Como puede, este hombre consigue agarrar la mano de su jefe y llevarlo a rastras hacia el portal. Estruendos discordantes y secos retumban en sus oídos. En el suelo quedan el escolta y el chofer, abatido este último también en medio del combate. Cinco campanadas anuncian entonces el cambio de hora en la Catedral, mientras un camino de sangre brilla en el piso señalando una ruta imposible para los hombres abandonados.
Siendo las cinco de la madrugada del miércoles 14 de septiembre de 1977 inicia en Colombia el Paro Cívico Nacional.
—¡Comunistas de mierda!
—¡No tienen derecho a detenernos!
El ruido acuciante de las botas en el piso y los golpes de los bolillos contra las cabezas y los cuerpos retumban sin cesar.
—Alcen las manos. Y sostengan su identificación en los dedos.
—¡No me empuje!
—Ustedes ya no son nadie.
—¡Espere! ¿Qué hace? ¡No puede tirar mi cédula al suelo!
—¡Cállese!
—¿No le importa que esta mujer esté herida?
—Viene con nosotros.
—Necesita un médico.
—Que se calle, le dije. ¿O quiere que le meta un tiro a usted también?
Los bolillazos se suceden en mi cabeza... Uno tras otro. Sin parar. Se suman a los lamentos de Omaira, que yace desmadejada.
Cada golpe de bolillo es como un golpe viejo, pues trae aparejado uno a uno a mis muertos. Cada uno de ellos se instala aquí, en medio, para verme... quizás incluso para ayudarme. Los oigo y no termino de entender si vienen por mí o quieren protegerme. Desde el primer muerto hasta el último, desde la tía Julia hasta Teo, desfilan frente a mí frenéticos e incesantes.
Soy entonces la niña que era ese lunes 14 de septiembre de 1942, el día de la muerte de Julia, y a la vez la detenida de hoy, miércoles 14 de febrero de 1977, cuando los tombos me dan en la cabeza con sus bolillos y Omaira desfallece sobre mis piernas.
Uno, dos, tres. Los golpes de los oficiales se suceden sin consideración. Uno, dos, tres... Siento la contundencia del bolillo sobre mi cabeza del mismo modo que sentí entonces los martillazos que daban esos otros hombres sobre el cajón de la tía Julia. ¿Los oyes, Omaira?