"A la intemperie"

«Estaba en el borde de un reino en el que cada pensamiento, cada imagen, tenía una existencia arbitraria, donde la conexión entre una cosa y la siguiente estaba cortada».

Paul Bowles. El cielo protector.

Habita en mí una extraña naturaleza de la que no tengo ningún control. Es tan incierta como mi pensamiento o mis emociones, pero ajena; y se agranda y se disemina por el resto de mí. «Ocúpese de las causas del oscurecimiento, no del sol», aconseja Bū 'alam Jilali, y no sé cómo, pero es lo que intento: evitar las sombras, fundirme con la luz.

Luego de la Kasbah Taourirt en Ouazarzate y Erg Chegaga emprendemos camino a M’Hamid. Las tormentas de arena nos obligan a llevar el shesh sobre la cara, pues «una partícula en el ojo puede dejarnos ciegos». Si miles de personas buscan otra vida al norte, nosotros nos dirigimos al Sáhara, al viejo Sáhara de comerciantes de oro, hachís o esclavos. Los hombres que caminan. Nosotros huimos de Occidente, de París y del enemundo. Mohamed Chukri diría que somos turistas ávidos de experiencias exóticas en «camellos de utilería», pero nosotros amamos de verdad el desierto, el furor del baile, el sexo, los aromas, la comida, el viaje… la vida.

 

واحد

 

«Me fui porque la libertad era oprimida;

intenté consolarme cuando estaba triste,

pero siguió desesperado mi corazón,

pues un país donde soy despreciado, es despreciable

y no estoy dispuesto a envilecerme».

Ibn Zaydún

«Yo tenía que haber nacido en París». Ni yo ni mi madre ni mis hermanos teníamos que haber nacido allá. Ni siquiera mi padre y los suyos; ni mis abuelos, ni Zoraida, ni mis tíos. Así lo escribí a mis diez años. Y ni el destierro ni la madurez curaron la opresión que sentí allá. Porque no se puede vivir de ese modo, con el miedo acechando bajo la puerta, ni con las paredes y el techo cayéndote encima. No. Yo tenía que haber nacido en París. Lo escribí a mis diez años y lo repetí por mucho tiempo: yo tenía que haber nacido en París.

¡El shesh! …atruk alshiysh ealaa alwajh… —repite Ahmed, y viene a revisárnoslo a cada uno de nosotros. Explica de nuevo la manera de ponérselo. Primero toma el gran lino, lo sacude, lo enrolla en sí mismo y lo pliega en extensiones iguales a los dos lados de la cabeza. Ambas partes deben rodear las orejas, atarse atrás, así, como si fuera un turbante tuareg, y al final una capa de tela debe bajarse sobre la cara. A través suyo, dice, podrá verse lo que haya que ver.

París… Alguien habló un día de «la meca de la libertad» y la palabra, que designaba además el lugar del que veníamos todos los niños, forjó en mí la ilusión de volver a ese origen.

Mis abuelos paternos venían de lugares de los que no sabían ni mi padre ni mis tíos. Alguno hablaba de arrieros que comerciaron café, ganado y tabaco en la frontera, hombres y mujeres que luego de años de errar intentaron encontrar su lugar. «Por eso fundaron un pueblo consagrado a la Virgen, la de Lourdes». De allí salió mi padre. Estudió, volvió e intentó hacer allí una vida, pero no pudo porque la violencia acechaba y, además, la gente todavía creía en el «sacamuelas de turno». Como sus antepasados tuvo que emigrar, buscar su lugar… hasta que cayó en el desbarrancadero.

 

—¿Pero… de qué sirve cubrir nuestros ojos si no podemos cubrir nuestra vida, Ahmed?

—El cielo anuncia tormenta, no cataclismo, Sébastien. Los ojos deben estar protegidos.

—Pues yo tengo mes lunettes.

—No son suficientes. Y no se pueden comparar unos anteojos con el shesh.

 

Mi padre se despeñó por el precipicio cuando yo era todavía un niño. El autobús en que volvía a casa rodó por el abismo. «El odontólogo que atendía distintos puestos sanitarios de la región cayó abajo, despedazado». Eso dijeron. Para su entierro recibimos sus despojos en una bolsa de basura. «La mayor parte de su cuerpo quedó perdido en el fondo de los Andes colombianos».

Con nueve hijos a cuestas, mi madre tuvo que buscarse la vida. Vendió lo que teníamos, incluida la silla dental, para alimentarnos. En el pueblo no había mucho que hacer. La violencia impedía trabajar a quienes no siguieran las reglas de uno de los bandos políticos tradicionales o no hicieran parte de una cofradía religiosa, mucho menos si era una mujer. Luego, en la capital, trabajó como obrera, asistente médica, vendedora y secretaria. Con dificultad llevó el pan a casa. Entonces yo solo quería huir del minúsculo apartamento en que vivíamos. Por la ventana de la cocina veía una montaña azul y soñaba con franquearla. Acaso al otro lado no habría abismos, ni frío, ni hambre.

 

—«Cuando llega la tarde ustedes dicen: “Hará buen tiempo, porque el cielo está rojo”. Y por la mañana: “Hoy habrá tormenta, pues, aunque el cielo enrojece, está nublado”. Saben discernir el aspecto del cielo, pero no los signos de los tiempos».

—¿Quién dice eso, Sébastien?

—Mateo, un evangelista.

 

Mi abuela, que no tuvo una vida digna, ni ancestros legítimos ni profesión, había llegado a casa antes de la muerte de mi padre y se quedó con nosotros años después. Ella relataba la historia de sus ancestros, antiguos nómadas que por generaciones quisieron solo una cosa: «¡Recuperar al-Ándalus!», decía. Solemne, hablaba del antiguo nombre de la Península y de los «hombres que caminan».

 

—Desde esta mañana está usted empeñado en interpretarlo todo a la luz de su Biblia.

—Usted mismo me sugirió que lo hiciera, Ahmed.

—Hay mucho por conocer de vuestros profetas, es verdad. Pero eso no puede ir en desmedro de la realidad.

—¿La realidad? Eso no es más que un relato.

—¿Un relato?

—El de cada uno de los que viven en esa realidad.

 

Cuando la abuela ya no vivía con nosotros, yo recordaba sus palabras; las repetía y eran como acertijos: «hombres que caminan», dijo.

 

Ahmed se queda sentado sobre la arena. Reflexiona acaso sobre las palabras de Sébastien. Lo hace mientras observa mis trazos.

 

La abuela hablaba de al-Ándalus alargando las sílabas, igual que cuando decía Sáhara, que no sonaba como el Sahara que decían otros, sino como el Sáhara de los moros de España, con la hache-jota de Andalucía. Su propio nombre lo decía así y en sus labios evocaba ese origen.

 

—¿Qué tanto escribe en ese cuaderno, Gustavo?

Ahmed lee mis notas y enseguida toma mi pluma: «Zoraida, la que da apoyo».

 

La tradición continuó con el nombre de mi madre, Zaida. «Zayida, زايدة», «nombre que deriva de saïd, que significa feliz y favorecido por el destino».

 

—«Zarida, زريدة —escribe—, palabra que deriva de zaradat, argolla en español». Sonríe y me devuelve la estilográfica.

—¿Este nombre tiene otra acepción?

—Zaida puede provenir de sada, que es gobernar —contesta el taleb mientras escribe esa palabra.

Mandar era algo que a mi madre sí se le daba. Su felicidad…

 

En el relato de la abuela esos nombres iban unidos a la historia de al-Ándalus. Aunque en la mezcla regional hubiera habido indígenas —los chitará o los motilones—, a la abuela un origen berber le resultaba más propio. Ella unía así, especulando, pueblos arcaicos, civilizaciones enteras, con el frío pueblo del que habíamos huido. Pamplona no podía ser solo un pueblo olvidado de un país olvidado. Para ella debía ser un califato, un eco geográfico y cultural de al-Ándalus o de una región que estaba más allá, en el Sáhara; era el legado de una civilización resembrada en Colombia —la tierra del dizque genovés, Cristóforo Colombo— gracias al ímpetu colonizador de unos vascos migrantes, el trabajo de indígenas locales, pero, sobre todo, la determinación de los árabes.

 

 @GustavoForeroQ / gustavo.forero@udea.edu.co

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