Desaparición


Solamente en lo cercano se alcanza a descubrir la lejanía, y sólo en la vida se perciben las formas. Usted ha pasado por mi vida en el momento en que todo tenía que decidirse. El hecho de haber podido verle llegar y alejarse me ha dado cuanta sabiduría he sido capaz de alcanzar, cuanto he podido necesitar… Mucho más de lo que este libro puede expresar. Por esto debo depositarlo en sus manos.

Proyecto de dedicatoria del libro El alma y las formas de György Lukács, 3 de agosto de 1910, Diario, 1910-1911.​

​I

¿Dónde estás? ¿Te escondes, te esconden? ¿Respiras aún en algún sitio? ¿Vives o estás ya en la fosa y en lo que queda de esta fotografía del periódico que se deshace entre mis manos? Te busco, pero nadie da noticias tuyas. Ya no me importa enfrentarme ni exponerme a los que tienen que saber cuál es tu paradero: les grito enfrente ¿dónde está?, me les planto en la cara, me cuelgo tu foto al cuello, reclamo en la calle, ante abogados, ante jueces, ante periodistas, a los hampones, a los extranjeros… A veces, claro, me escondo por miedo, pero veo esta foto tuya que me asegura que no moriste adentro y me sacuden el dolor y la esperanza, y empiezo de nuevo: ¿Dónde estás? ¿Te escondes, te esconden? ¿Respiras aún en algún sitio? ¿Vives o ya eres sólo mi recuerdo?

II

Lo que viví contigo fue lucidez y equilibrio, tormento y caos, las alturas del descubrimiento y de la sensación, el dolor de la destrucción y la decepción. Tus dos caras exactamente, o por lo menos las dos perspectivas de tu rostro, hermoso y triste… Ese rostro que veo todavía en esta fotografía que revive tu naturaleza de agonía y vida, esa naturaleza que me hizo tan feliz y que me llevó al borde de mí mismo, para hacerme decidir entre vivir o morir.

Entonces, para la época de esta fotografía, estábamos juntos. Tú encarnabas los ideales del Movimiento de Independencia Nacional, MIN (¡vaya pretensión!). De ahí la importancia de esta imagen tuya, tan desconocida para mí y hecha pública –seguro sin que nadie la reconociera efectivamente— en el periódico de turno. Aparecías como uno de los protagonistas de un hecho que cambió para siempre la historia del país y que en ese momento sólo constituía un episodio más de este caos que es tal historia. Esa breve aparición, sin embargo, no sirvió para que quedara constancia de tu existencia: sirvió para confirmarme que saliste con vida de allí.

Era una buena época, pues a pesar del clima político de conflicto y tensión de las distintas fuerzas sociales la ciudad era excitante: sitio de rumba y de encuentros fugaces e intensos, como resultan apenas los propios para sociedades en ebullición o en riesgo de rodar por un abismo. A los ratones les da por acoplarse en medio de un incendio. A unas cuantas cuadras de nuestra Torre, en los prostíbulos –o whiskerías, como las llaman sus asiduos clientes (que no son más que desocupados-borrachos-constantes-y-en-todo-caso-pobres-diablos-sin-muchos-pesos)— se encontraba lo necesario para sobrevivir en ese fuego cruzado: trago barato, música alegre, alguien con quien bailar y, sobre todo, puticas de dos días, con o sin experiencia, que se vendían por precios variables que oscilaban entre cinco mil y trescientos mil pesos.

Mi antro predilecto era La Luz. Allí las chicas estaban protegidas por la mano dura de El Chulo, un tipo de la peor calaña, a quien sólo le importaba ganar dinero y tirarse unas cuantas hembritas por noche. Sus favoritas, decía, eran las más jóvenes, niñas recién llegadas de la nada (a la nada, pero eso no lo sabían casi nunca) que por estar ahí creían mejorar de condición. La Luz las acogía y les daba la instrucción correspondiente al oficio y una que otra bonificación dependiendo de la calaña del postor. A El Chulo también le gustaban las que él llamaba las especiales, que reconocía con facilidad sin haberlas visto antes. Mujeres que pudieran darle información respecto de negocios que de una u otra manera le resultaran rentables: extorsiones, vacunas, asuntos del medio. Con el tiempo supe que el hombre era un expolicía y que era peor que los policías de las películas turcas o brasileras de torturas y desapariciones. Curiosamente entonces, parecía muy amable con la clientela y no escatimaba esfuerzos en portarse como el anfitrión de la pocilga esa de La Luz, que era el hueco mismo de la oscuridad más llana. Al principio, cuando yo llegaba al establecimiento con dinero, lo saludaba de abrazo y hasta con algo de afecto. Él, muy solícito, se sentaba conmigo unos minutos, aceptaba que lo invitara a una copa y, en medio de simpatías fingidas, me proponía el menú de la noche, es decir, la putica elegida, la mercancía del día, como la llamaba ante sus mejores clientes. Lo de mejores era, por supuesto, un eufemismo, pues al lugar no iban más que pelagatos como yo, empleados públicos solitarios y aburridos de los viernes a las seis de la tarde –o, según la soledad, de la noche.

En una de las habitaciones del reservado de La Luz atendía Emma, una joven de unos dieciocho años que tenía sus ideas. Decía, por ejemplo, que las mujeres hacen el amor con menos frecuencia pero con más fuerza. Y así lo hacía ella: cada vez parecía la primera. Su entrega era pura pasión y desenfreno. Por eso, yo desde hacía rato me había vuelto adicto a ella: no sólo era buena en la cama, tenía una elocuencia que yo encontraba fascinante dada la simpleza del lugar. En la lucha, decía, encontraba el placer, en la violencia. Y palabras como estas me excitaban hasta la locura en el reservado, que a duras penas ocultaba algo, con paredes de cartón que permitían escuchar lo que sucedía en el cuarto vecino.

Yo vivía estos ratos con Emma como una especie de vacaciones de la vida, un espacio donde podía olvidar el mundo que me rodeaba y que se había vuelto cada vez más ininteligible, un juego de los viernes después del trabajo, sin mayores consecuencias o compromiso, una relación ideal. Había algo en la entrega de esta mujer, pensaba que era pura animalidad, instinto primario, como el que uno siempre sueña en una mujer. Eso, en el mejor de los casos. En los peores, cuando llegaba a exigir golpes e insultos, literalmente la sodomía, dependiendo de su estado etílico o, acaso, de la alucinación del momento, la cosa se ponía más dura, pero aún excitante para mí. Yo, debo decirlo, estaba en un estado semejante al de ella y palpar su cuerpecito moreno destilando sus líquidos, me hacía sentir una especie de camaradería y un ansia genuina de seguirle el ritmo. Su faena me embrutecía tanto como su lenguaje: en medio de hijueputas variables llegaba al clímax. Tal vez de ahí surgía su éxito con los clientes del establecimiento. Porque aunque yo, literalmente, me hacía el de las gafas, El Chulo se había encargado de decirme que ella lo hacía así con todos, que al parecer esto de ser puta se le daba, iba en sus venas; que era un lujo en estas épocas contar con una trabajadora de tan altos méritos. Yo simplemente hacía y me dejaba hacer, sin más. Incluso la escuchaba cuando quería hablar:

–El cuerpo se ofrece… al hombre, hijueputa, a un dueño, en medio sólo guarda su secreto.

Emma tenía ese secreto justo allí entre sus piernas abiertas que se extendían esperándome. Entonces lloraba, alcanzaba a llorar con la ternura de un bebé recién nacido, con la belleza de un poema o de una canción. Yo recibía su goce y su llanto como parte de mi equilibrio, impreciso y alternativo. Todo a un tiempo.



III

Tú y yo habíamos vuelto juntos de Medellín. Experimentábamos entonces una especie de euforia inestable: la vida tan pronto como tendía a la guerra se acercaba al éxtasis. Y en su ilusión misma, esta tensión guardaba ese extraño equilibrio que yo buscaba. Vivíamos esta experiencia alejados del mundo, en todo el sentido de la palabra, pues éste a su vez nos expulsaba. A mí, un simple escribiente de un juzgado penal municipal, sin más atractivo que las historias de los sindicados peligrosos que llegaban a diario a mi oficina, y a ti, un ser apartado del mundo por vocación, realizando estudios de Derecho o yo qué sé, tratando de hacer parte del Movimiento de Independencia Nacional en un momento en que ya eso parecía haber perdido vigencia en beneficio de los discursos del éxito económico y el desarrollo capitalista.

Vivíamos en nuestra Torre de Marfil, como le decíamos a nuestra guarida, con la ilusión de que, desde una u otra perspectiva, fuera un espacio al margen de todo, un cuchitril de paz. El sitio estaba ubicado en el décimo piso de un edificio abandonado de la Avenida Caracas con calle veintidós. Desde allí se podía observar La Luz y el movimiento nocturno que, sin quererlo –¡Qué paradoja!—, nos invitaba a la caída.

Tú, para darme gusto, habías abandonado –por lo menos esa semana— la idea de acabar con el mundo materialista y, al mismo tiempo, con esa orgía de alcohol, drogas, somníferos y tranquilizantes que hacían parte ineludible de tus noches… noches de juerga y locura, de bares como Picadilly y Odeón, dos de tus favoritos. Todo eso para dedicarte a mí, a lo que era tuyo, decías, lo tuyo por encima incluso del Movimiento, en el que, no obstante, cada vez te comprometías más. Yo, solitario por esencia, aprovechando la pausa, escribía apuntes para novelas en que apenas creía, historias de héroes perdidos en medio de la lujuria, diarios de viajes (a las whiskerías, claro), estupideces, cuando el horario laboral me lo permitía, o sencillamente si se me daba la regalada gana y no tenía nada mejor que hacer, es decir, si no había nada interesante en la calle o no aparecía ninguna Lolita criolla por ahí, o si tú no estabas de buenas pulgas para ocuparte de mí. Tú, en medio de cierta calma, leías esto con el propósito evidente de descubrir mis propios móviles, mis pensamientos, y después, como un búmeran, devolverme toda esa información en nuestras frecuentes discusiones.

En ese momento –lo que era raro, un buen momento—, vivíamos en efecto una pausa. Hablábamos mucho, de tu pasado o del país, un tema que te obsesionaba. ¡Había tantas cosas de qué hablar! Nuestras conversaciones eran, además, juegos de la inteligencia que se esfumaban con los cigarrillos y el trago.

–Siempre ha sido lo mismo –decías–. Hace doscientos años nos debatimos en reformas de mentiras que no cambian nada. Nuestra independencia no fue más que la sucesión del poder de una minoría privilegiada a otra que pertenecía a las mismas familias de antes. Desde entonces vivimos un período de simple transición, pues a la masa no le han dejado nunca nada. Es necesaria una verdadera revolución nacional para que el pueblo llegue al poder —decías de nuevo–. Estamos hartos de la explotación, de la pobreza, de la división de clases, de la falta de autonomía del país y por eso debemos cambiarlo todo.

–… las utopías se acabaron, se desvanecieron en la cañería mundana del interés particular y la ambición —te leía yo de uno de mis escritos de entonces.

–Eso es escepticismo. Ya verás que todo puede cambiar, que puede pasar algo que realmente mueva al mundo, que…

–El mundo es muy pequeño para nosotros. Vivimos en un barrio que no va más allá de la calle Trece con Séptima.

–Tu mundo es pequeño. Así lo quieres ver. Yo creo que hacemos parte de un gran mundo, un mundo que tiene sus olas, sus movimientos armónicos… un día una de esas olas tendrá que llegar aquí.

Decías esto en medio de tus viajes de hierba, y tus ideas revolucionarias eran –no sé por qué— nuestro mayor acerca­miento. ¡Hablar! ¡Hablar! De la historia de esas revoluciones, de la fe hueca, de esas locuras tuyas en torno a las olas o yo qué sé. Y, una y otra vez, del tema de tu infancia. Tu padre, decías, murió de apoplejía, lleno de drogas, en una silla de ruedas. En­tonces, apenas tenías conciencia de lo que significaba la muerte.

–Murió en mis brazos –decías–. Yo era la única persona que estaba junto a él. Mi madre… ¡esa puta!... jamás estaba en casa. Prefería vivir a su aire, sus aventuras de mierda. Ese día yo estaba ahí, con el muerto en los brazos, con mi puto padre muerto, y no podía despegarme de él. ¡Él no me soltaba! Pasó mucho tiempo hasta que vino alguien y me lo quitó de encima. Yo no podía llorar. No entendía que había muerto. Pedía a gritos que no lo alejaran de mí. De todas formas era lo único que tenía, y él era bueno conmigo, era mi único amigo…

Acababas la historia de este padre en medio de lágrimas. Meses antes, recordaba yo, el final del relato habría llegado acompañado de una explosión de histeria, destrozos, golpes contra la pared, llantos incontrolables. ¡Tú también me abandonarás!, gritabas entonces, y yo te abrazaba y te repetía que no, que estaría contigo, hijueputa, que quería amarte, que debías confiar en mí, que...

Aquellos días, casi para la época de la fotografía del diario nacional, todo eso parecía superado. En este tiempo de rara paz sufrías una especie de melancolía que yo podía poetizar, e incluso amar. Y tu poder de comprensión también se agigantaba, te extrapolaba al fin. Me escuchabas, te interesabas por mí. Lograbas salir de ese mundo cerrado y hermético en que vivías, el mundo de tus estudios, de El Capital, de la Sociología, e intentabas ver al otro, ese otro cercano que te parecía tan extraño, al que poco a poco lograbas acceder. Escuchabas entonces mis propios recuerdos de niñez. Mi madre viuda caminando por las calles de Cali, pidiendo cualquier moneda para darnos de comer a mis hermanos y a mí. Mi madre conmigo de la mano en medio de la multitud indiferente. Mi madre, que había hecho hasta lo imposible para que yo estudiara una carrera profesional y, al final, se había quedado en Cali esperando un apoyo de este hijo que apenas podía consigo mismo. Tampoco yo podía dominar unas cuantas lágrimas, por lo menos en ese momento en que me prodigabas tu rara comprensión. Y también pensaba en Emma, en su cuerpo radiante… en Emma esperándome en La Luz, sola, abandonada por esos amantes de turno que no eran yo. Emma en la cama prodigándome su amor sin reservas. Quiero ser tu esclava. Quiero ser tuya, diría en medio de sus bocanadas de humo y enajenación. Que sepas que siempre estaré para ti. Que estaré esperándote. Las declaraciones de amor se me presentaban por uno y otro lado contradictorias pero fascinantes.

Lejos estaba la guerra inicial contigo, esa guerra que en Medellín tuvo su peor expresión, o luego, al final. Entonces, estábamos cerca. Podíamos incluso vivir una cotidianidad antes imposible. Podía yo hacerte de mañana el jugo de naranja y tú, cariñosamente, la comida de la noche. En ese momento, todo era extraño, inusitado: cotidianidad entre nosotros, ¡quién lo creería! A pesar de Emma, o tal vez –¡qué raro!— gracias a ella, que empezó a pasar por la Torre de Marfil. Es muy cerca, parce, decía con su acento paisa y ese tono juvenil e indiferente que la dotaban de una finitud aterradora que hacía parecer que todo fuera a acabarse ahí, en el último sonido de sus palabras que tanto te conmovían y que se fueron repitiendo a menudo. No me gusta llegar temprano porque después creen que una trabaja en otro horario. Prefiero venir aquí y hacerles visita. Y mientras decía esto le echaba un vistazo a la casa e incluso se paseaba por nuestra habitación. Tú la acompañabas con la misma alegría que ella sabía impregnar. Hacías buenas migas con ella pues también era paisa, como tú. Le mostrabas la cama, el baño, mis cuadernos esparcidos, la máquina de escribir… A veces hasta la invitabas a quedarse, cuando termines el trabajo, decías. Ella accedía a tu invitación y algunas noches hasta dormía con nosotros. Le salía más barato a ella y nos gustaba a nosotros dos. De verdad que todo esto era extraño.

Recuerdo de ese tiempo nuestros días de amor, nuestras noches. Te recuerdo en mi cama. Te amo más que a nadie en mi vida, decías. A pesar de que esto suene a lo de todo el mundo. Te amo más que a nadie. Y después: No me abandonarás, ¿verdad? ¡Dímelo! Yo, mirándote, tocándote, no podía comprender tu obsesión por el abandono. Yo no quería abandonarte, eso ni siquiera se me pasaba por la cabeza, y aunque sentía algo de incomodidad por nuestra situación, por Emma o por la que –como decía El Chulo— estuviera de guardia y me atendiera, te amaba. Tal vez el problema era otro, podría ser otro. Quizá yo debía establecer mis condiciones con claridad, quizá no expre­saba lo que sentía y tú necesitaras eso. Las palabras no significan nada, no quitan ni agregan mayor cosa, decía yo finalmente. Y era verdad. Eso era justo lo que sentía. Muy simple. Y trataba de que tú sintieras que yo iba a estar a tu lado, así no hablara mucho de los dos. Más allá de las cortas palabras, a pesar de mi condición, a pesar de las circunstancias, no te abandonaría. Estaré contigo, decía. Supongo que eso es amor. O por lo menos, esa era la manera en que yo pensaba el sentimiento entonces, sólo entonces. A lo mejor tú podrías comprenderlo en toda su dimensión, en mi dimensión. Entendías algo del equilibrio. Por eso, acaso, te entregabas a mí con devoción; y yo me entregaba de la misma forma. Y de nuevo, era en efecto la fiesta de los cuerpos y del placer… como el primer día, como el último, como siempre. Un juego de piel y líquidos, de calor. Era un he­cho que nos amábamos, en el sentido más elemental del térmi­no y, aún si se podía, tradicional, común en cualquier relación.

De este equilibrio inestable quedó constancia en la fotogra­fía: una parte de tu rostro está iluminado mientras la otra per­manece en la oscuridad, volteada hacia la pared del edificio. La imagen del periódico muestra, de una manera inusitada dada la fatalidad del suceso, ese rostro que yo amaba, el rostro que descubría lo constructivo, lo bueno, lo amable… y, a la vez, el caos, la locura. El primero era el rostro de un estado que, sen­cillamente, por ese tiempo de nuestro regreso de Medellín, no habría de permanecer.

Forero Quintero, Gustavo. Desaparición. Bogotá: Ediciones B / Universidad de Antioquia, 2012. 248 p. ISBN 9789588727585

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