Apuntes sobre el holocausto del Palacio de Justicia de 1985 y Gaona en el escenario político colombiano
Fotograma de la película Noviembre (2025), de Tomás Corredor, incluida en el artículo de Lucas Ospina “Arte y Palacio de Justicia: la censura a la película Noviembre” (25 de octubre de 2025)
Lo ocurrido el miércoles 6 y el jueves 7 de noviembre de 1985 en el Palacio de Justicia de Colombia constituye, todavía, un motivo de reflexión y por eso mismo, admite nuevas perspectivas. Ante su actualización narrativa por estas fechas, y dadas las últimas polémicas en torno a la censura aplicada por un juez a la película Noviembre (2025), de Tomás Corredor, quisiera compartir estas breves consideraciones.
El hecho de que como estudiante de segundo año de Derecho de la Universidad Externado de Colombia haya vivido lo que posteriormente llamarían el “holocausto del Palacio de Justicia”; de que haya escrito una novela —Desaparición (Ediciones B, 2012)— sobre el asunto; y de que, por circunstancias azarosas, haya estudiado muchos años después, de 1998 a 2002, en la Universidad de La Sorbonne (París IV), donde en un momento dado me crucé con José Mauricio Gaona Bejarano, me ha llevado a tener la perspectiva que aquí expongo.
De más está decir que desde 1974 hasta hoy llevo un Diario y que este me ha permitido forjarme cierta visión atemporal a propósito de numerosos temas, la política colombiana entre ellos. Así, en el Diario de esos días de 1985 doy cuenta, sobre todo, de mi experiencia como estudiante de la Universidad e integrante de su grupo de teatro La Tramoya. Con un prisma entre estudiantil y artístico evalúo los acontecimientos.
Como señalo en un artículo dedicado al presidente Belisario Betancur, lo ocurrido en el Palacio de Justicia determinó mi vida: ante todo, fundó mi escepticismo frente al Derecho y las manidas “instituciones democráticas” y me permitió forjarme una imagen real de Colombia como un país dominado por gobiernos corruptos, un ejército cruel y sanguinario, grupos económicos con objetivos ajenos al bienestar de los ciudadanos, medios de comunicación sesgados y lo peor: un país doblegado a intereses materiales de los Estados Unidos que sirven de base para todo lo anterior. Al final, lo que me queda de esos tiempos es una consciencia fatal de la Política en su más cruento sentido y de la necesidad rotunda de la formación crítica de los ciudadanos para determinar con justicia el destino del país. De ahí también que en 2015 publicara un texto en homenaje a Alfonso Reyes Echandía, un ejemplo de ese ciudadano ejemplar, como Emiro Sandoval, Manuel Gaona Cruz y muchos colombianos más que apenas pueden tener las oportunidades que se merecen y con ello emprender eficazmente los cambios urgentes que se exigen en el país. La existencia de personas dotadas de un gran sentido humano de justicia, bondad y compromiso social podrían transformar en breve a Colombia, país sumido aún en el pasado estamental, la exclusión social, la impunidad y el olvido. Creo que una verdadera democracia debería entonces abrirles caminos a ellos, a los justos, y no eliminarlos cuando luchan por causas nobles, y, a través del arte, por ejemplo, intentan transformar el mundo. Tanto es así que esa es la clase de personajes que protagonizan mis novelas, que él mismo, Alfonso Reyes Echandía, aparece en Desaparición y por supuesto no quisiera que una tutela “jurídica” le impidiera aparecer en una wiskería y afirmar: “Acaso nos quede poco tiempo…”, o que, en medio de la hecatombe, denunciando los excesos de las fueras armadas, manifieste: “Debieron haberlo hecho, debieron denunciar. Las pruebas se hubieran podido recolectar durante el proceso. Era peligroso, claro, pero hubiera sido un buen precedente. Ahora vemos lo que ha pasado, ahora vemos hasta dónde…”.
I
En cuanto a lo primero, quisiera compartir con ustedes, mis fieles lectores, algunos apartados de mi Diario de 1985:
“Miércoles 6 de noviembre
Hoy, el M19 se ha tomado el Palacio de Justicia. El noticiero habla del asunto, pero no hay nada como estar en el lugar. Yo mismo fui testigo de lo que pasó en la mañana y sé lo que está sucediendo.
En la mañana, teníamos examen final de Penal (la materia de Alfonso Reyes), pero llegó la hora y nada. “Es una suerte que no tengamos el examen”, dijo Marco Tulio cuando escuchamos la balacera allá abajo, en la Plaza de Bolívar. Yo me quedé mirándolo… su frialdad siempre me había parecido sorprendente, pero en ese momento…
No obstante, a media mañana, él y yo bajamos a la Plaza de Bolívar. La plaza estaba cercada con las cintas de seguridad del ejército.
El cruce del fuego dominaba el lugar.
A la altura de la calle 12 con octava, yo estaba solo. No quise seguir el camino con Marco Tulio. Entonces, vi a la periodista Gloria Gómez que, armada de su micrófono y seguida de un camarógrafo, pretendía entrar a la Plaza y hacer el reporte de lo sucedido. Pronto la perdí de vista.
…
La gente se agolpaba para ver lo que podía. Las detonaciones asustaban a todos, y varios soldados nos dispersaban; la inquietante calma de un instante nos atraía de nuevo, pero tampoco entonces sabíamos qué hacer.
Yo preferí encaminarme a la 19 y volver a casa. El ambiente estaba muy pesado y yo no quería problemas. Ya sé lo que es volver tarde a casa. El transporte es imposible. Y más aún con este problema en el centro. Pensé en caminar hasta la oficina de Lourdes y Ricardo, pero el lugar estaba completamente acordonado por los militares.
Jueves 7
Hoy todos hablan de lo de ayer. Y la cosa parece seguir…
Rosa Julia y Marco Tulio se quedaron después de que yo decidí irme a casa. Luego de que nos separamos él y yo, se encontraron e intentaron entrar a la Plaza de Bolívar. Rosa contó, más o menos así, lo que pasó:
“... empezamos a cruzar cercos policiales con un carnet que tenía como hija de exmilitar de la guardia presidencial y el de estudiante de comunicación... llegamos por la calle 10 hasta estar justo frente al palacio en el costado oriental... rodeados de tiras vestidos de civil... duramos un buen rato, escuchando el tiroteo... hasta que volvieron a salir algunos del palacio y sin querer se me salió de la boca “¡Almaral! ¡Está vivo!”. Entonces, dos soldados nos empujaron contra la pared, averiguaron quiénes éramos nosotros, fuimos esculcados y no sé cómo nos dejaron ir... Oíamos los tiroteos y veíamos al gentío cuando los tanques retrocedían... salí de allí derrotada, con la esperanza destrozada.”
Lo poco que se ve en la televisión respecto de lo que ocurre en el palacio de Justicia me conmueve hasta los tuétanos.
Viernes 8 de noviembre de 1985
En el auditorio de la Universidad, en el bloque C, cercano a nuestra aula de clase, en la tarde, se realizaron las honras fúnebres de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que murieron ayer en el Palacio. Es de no creer. Las familias lo han dispuesto así. Yo trato de transcribir lo que vi.
El lugar estaba repleto de gente, pero hubo algún problema. Pasaba el tiempo y poco a poco iban llegando las urnas, los ataúdes o yo qué sé... La multitud se agolpaba a la entrada. Creo que hubo algún problema con los féretros. No cabían por la puerta o algo así. Dos o tres hombres intentaron entrarlos… Hubo una algarabía allí, en la puerta. Algunos estudiantes que estaban en el corrillo gritaron que impedirían la entrada al presidente. Así estaban las cosas.
En compañía de algunos camaradas —Jose, Lilián, Martha Patricia, Marisol…—, estoy justo ahí y soy testigo de todo eso y del difícil “desembarco” de los cajones. Lilián y yo solo intentamos entrar al recinto. Yo estimé que era mi deber moral asistir y seguro los demás del grupo también. Esperar noticias por radio o televisión no nos parecía suficiente. Al fin, entramos y logramos un lugar en el ala izquierda del auditorio, en una de las bancas de madera junto a otros estudiantes, de Derecho sobre todo. Afuera se quedaron Jose y Roberto. Nos preguntamos si ellos eran los que gritaban antes. No advierto a nadie de mi curso, por lo menos no cerca. La sala se va llenando. Está a tope en un momento dado. Se espera al rector, Fernando Hinestrosa, y sigue llegando gente. Entre tanto, con dificultad, van ubicando abajo los cinco cajones. Dicen que uno está vacío porque no encontraron al profesor, no sé cuál, que es simbólico. Todos asistimos a la instalación y estamos silentes, graves. Esperamos sobre todo a Alfonso Reyes y Carlos Medellín; a Emiro Sandoval, que alguna vez nos dio un seminario de Derecho Penal. Yo no puedo evitar las lágrimas y lloro, sin ningún reato. La circunstancia no da para menos. El cuadro es desolador. Los familiares de los magistrados se reúnen en grupos y no paran de llorar. El dolor es común.
Al fin llega el rector. Es evidente que su ánimo está decaído. Tiene el rostro demacrado, triste y, ante todo, posee una actitud solemne. Muy quedo empieza a hablar. Habla del dolor, del sacrificio, de la pérdida, de la decisión del presidente, del valor de las “instituciones”… Al mencionar esta palabra siento que hay un revuelo en la puerta… creo escuchar a Jose y a otros que, como antes, profieren quejas, lamentos o no sé qué. ¡INSTITUCIONES DE MIERDA!, grita alguno. Yo intento distinguir a Jose pero la multitud me lo impide. Estoy casi seguro de que es él quien ha gritado. Su potente voz es siempre reconocible y él lo sabe. Todos lo sabemos. Solo cuando retorna la calma y el rector continúa su discurso, advierto a mi amigo que está en el umbral de la puerta, dudando si entrar o quedarse al fin fuera. Cuando el rector termina su breve intervención, vuelve el murmullo de los del umbral y los llantos y se organiza una fila para bajar a donde están los féretros y despedir a los magistrados. Yo me levanto y, como los demás, hago la fila. Con dificultad bajo la escalera y me dirijo al grupo de féretros. Quienes avanzamos lo hacemos con parsimonia, en un cortejo. Todo el mundo quiere acercarse a los cajones y avanzamos con dificultad, unos pegados a otros. Las cajas de madera —todas iguales—están ahí, abajo, cerradas. Cerradas, a excepción de una: la que contiene el cuerpo de Manuel Gaona Cruz, a la que al fin me conduce la multitud atraída por esta sobre todas las demás. Todo esto sucede muy rápido. No quiero ver, pero la fila me conduce a este féretro y termino por hacer lo que hacen los demás: observar deprisa al finado. Entonces, puedo ver más o menos la mitad del robusto cuerpo el profesor, vestido de traje, su cabeza con una herida y su rostro blanco con algunas esquirlas. Me pregunto por qué es el único fallecido que está a la vista del público.
Lunes 11 de noviembre de 1985. Teatro de la Universidad.
Reunirnos hoy resulta extraño. Todos estamos compungidos, y no entendemos nada de lo que ha pasado. Roberto no se ha presentado. Debe estar hecho mierda. Trabajaba con Medellín, como monitor suyo, y su muerte le debió afectar más que a cualquiera. Jorge Plata ha estado presente. Habla brevemente sobre lo sucedido. Dice algo como “este país es siempre la misma mierda”.”
II
Años después del holocausto del Palacio de Justicia, como profesional de los Estudios Literarios, tuve la fortuna de ganar una beca para hacer el doctorado en Literatura en la Universidad de Salamanca. En 1988, con el fin de culminar mis investigaciones, que tenían mucho que ver con Francia, me radiqué en París, donde me gané la vida de modos muy diversos. Entonces, por un azar del destino, tuve un amigo, Giovanni García, que resultó ser amigo a su vez de José Mauricio Gaona Bejarano, hijo el magistrado sacrificado en el Palacio de Justicia en noviembre de 1995. En medio de las dificultades de todo tipo que definen la vida del inmigrante, ambos compartían algunos espacios, incluida la Ciudad Universitaria en que yo vivía. Alguna vez, si mal no recuerdo, nos encontramos los tres para comer en el restaurante de esa Cité. Luego, sin mayor conocimiento del asunto, yo le manifesté a Giovani mi sorpresa ante el hecho de que el joven hubiese aceptado que Fernando Hinestrosa, el rector de la Universidad Externado, apoyara sus estudios en París, pues en 1985 el rector había defendido la manera en que Belisario Betancur había dirimido lo ocurrido en el Palacio de Justicia conduciéndolo al inexorable holocausto. Con mi intuición de la época, pero también con mucha ingenuidad, le dije que para mí no era muy moral su proceder: o ignoraba el hijo lo ocurrido con el padre o pasaba simplemente por encima de eso y aprovechaba la oportunidad académica para forjarse un futuro brillante. Yo acabe por sorprenderme solo, digámoslo así, puesto que Giovani apenas se planteaba esas cuestiones morales. Con el tiempo, conociendo el mundo de la academia, llegué a pensar que llegar a París y estudiar un doctorado allí no era cualquier cosa y entre gastos cotidianos y sinsabores en efecto se requerían apoyos. Olvidé el asunto. Hasta hoy cuando por distintas circunstancias cobra relevancia.
Sorprendido frente a la deriva ideológica del brillante José Mauricio Gaona Bejarano, he querido escribir este incómodo texto. Y pienso ahora en algo semejante a esos tiempos: los objetivos profesionales o políticos no deberían justificar ciertas decisiones.
En tal sentido, por supuesto, me identifico con estas palabras de Lucas Ospina en La silla vacía:
“Su participación [de José Mauricio Gaona Bejarano] en debates públicos —como el llamado “debate jurídico del año”— ha sido presentada con un tono que lo posiciona como defensor de la institucionalidad y crítico del gobierno de Gustavo Petro. En el plano político, Gaona se ubica en un centro-derecha institucionalista, y sus declaraciones, fuertemente opuestas a la agenda constitucional del actual gobierno, han sido instrumentales para la oposición, al punto de posicionarlo como un posible candidato a un alto cargo en la rama judicial o en un eventual gobierno de derecha.
No debe ser simple coincidencia la entrevista dada hace pocos días por Mauricio Gaona, aupada por todo el equipo de Caracol Radio, un plan autopublicitario concertado para controlar la memoria histórica del Palacio de Justicia, pescar en río revuelto electoral y despachar brevemente la película, con la anuencia del presentador Gustavo Gómez que, cuando le pregunta a su entrevistado “¿Usted qué piensa de esa película?”, lo deja responder sin hacerle, como lo ha hecho durante todo el infomercial, una sola contra pregunta: “No hay mucho que decir, realmente. No sé si se trate solo de eso, pero creo que cada noviembre aparece una narrativa distinta. Yo a eso le llamo “narrativas del olvido”. No vale ni la pena mencionarlo, la verdad.””
Así son las cosas hoy por hoy y no se debe llorar por la leche derramada. Por mi parte, culminé mi doctorado en Salamanca, apoyado por la beca del gobierno de España, y también mis estudios en La Sorbonne, donde obtuve dos diplomas más que apenas tuvieron importancia a la hora de encontrar trabajo en Colombia. En efecto, a mi regreso al país, con gran dificultad, inicié una carrera académica que incluyó numerosas “horas cátedra” en varias universidades, incluida la Universidad Externado de Colombia, donde impartí varios cursos sobre metodología de la investigación o talleres literarios. Entonces, un profesor de quien no quiero recordar su nombre me preguntó una vez “¿De cuáles Forero es usted?”. Solo posteriormente comprendí que por no pertenecer a una élite, para el caso la de Abelardo Forero Benavides, por ejemplo, yo no merecía una plaza fija como profesor de la Universidad. Las cosas en Colombia son tan claras que a menudo no las vemos. Ni siquiera si nos agreden día a día. Eso pienso hoy, veinte años después.
Así las cosas, hasta 2006, por concurso de méritos obtuve una plaza fija en la Universidad de Antioquia. Mi familia y yo tuvimos que cambiar de domicilio y emprender una nueva vida allí, en Medellín, una hermosa etapa que, a pesar de todo, recuerdo con alegría. Allí trabajé hasta 2019, cuando tuvimos que abandonar la ciudad y, de nuevo, buscarnos la vida: no solo las circunstancias sociales del país se habían agravado aún más, si eso era posible; diariamente temíamos un secuestro de nuestras hijas. Por si eso fuera poco, las amenazas de las Aguilas Negras recayeron entonces sobre nosotros, los “profesores comunistas” de la Universidad, que con nuestro trabajo atentábamos contra “las instituciones”. El monstruo represivo, militar y excluyente atacaba de nuevo. Lo mejor, como buena parte de mis ancestros, como los seis millones de personas que viven por ahí, en cualquier parte del mundo, desplazadas, desamparadas, era huir. García Márquez, el mil veces nombrado y denostado, tenía razón: las estirpes condenadas a la soledad deberían tener una segunda oportunidad sobre la tierra. La tierra colombiana.