El Innombrable, el de verdad
Luego de “El Estado militarista, Belisario Betancur y yo” y “El calvinismo en la vida: la desafortunada importancia de Alfonso López Michelsen en Colombia”, ofrezco esta breve reflexión sobre la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, El Innombrable, el de verdad, presidente de Colombia de 2002 a 2010 y determinador evidente de su política posterior.
“No es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen”.
André Malraux
Tengo una cita en el palacio presidencial con El Innombrable. Ignoro la razón por la cual Él me ha pedido venir a verlo y no sé siquiera por qué he aceptado. Como muchos, le tengo pavor. Estoy frente a Él, hablando algo respecto a la educación, pero apenas me escucha. Él habla de la Virgen bendita y de la necesidad de acabar con los bandidos. De pronto, así como así, discretamente, saca de su escritorio una motosierra, la enciende como quien enciende un cigarrillo y sin que yo apenas me dé cuenta se me abalanza y empieza a picarme. Lo hace con placer… Sonríe mientras me troza. Murmura que esperaba esta ocasión para decidir un problema que hace tiempo tenía. Me vuelve pedacitos. Yo solo observo el proceso. Al final, cuando ha acabado la operación, guarda el arma, recoge lo que hay que recoger y se dirige al baño. Echa los restos de mí por el excusado y suelta la llave. Yo me voy yendo por el desagüe, dando círculos desesperados hacia el hoyo. Hasta que despierto.
Es la misma pesadilla de siempre.
Desde que entregué a la editorial mi libro La anomia en la novela de crímenes en Colombia, el 6 de junio de 2012, esa pesadilla se repite, y se repetirá por lo menos hasta mediados de 2022 cuando mi vida haya dado un vuelco fundamental. Acaso se deba –me digo al principio— a que desde ese día hay una idea en mi cerebro que no me abandona: en el libro consigné que hay espacios de anomia social en Colombia, lugares y tiempos en que la ley no se aplica, pero no que Colombia misma es un gran sistema anómico y en su integridad funciona solo de esta manera.
Entiendo la anomia como aquel espacio social donde no hay leyes que protejan a los ciudadanos de un país o no se aplican las leyes que hay en detrimento de sus derechos. Por ausencia de leyes, por desconocimiento general de las leyes que existen, por falta de su dominio epistemológico o lingüístico, que impide su apropiación, una comunidad nacional vive el margen de un orden legítimo, es decir, de lo que se conoce como Estado de derecho propio de una democracia. En esta situación solo queda la vía de una reforma integral del sistema por los conductos regulares (plebiscitos, referéndums, nuevas constituciones, transformación fundamental de instituciones como el ejército y la policía, las cárceles…) , o bien, si la situación es extrema y no hay confianza alguna en las instituciones sociales o en los líderes políticos, una revolución que dé al traste con ese sistema e imponga otro mejor.
Tal situación social, analizada entre otros por Peter Waldmann para el caso de América Latina y, sobre todo, de Colombia, tiene en la figura de El Innombrable su más expresa representación. Recogiendo una larga tradición de ilegitimidad, represión y barbarie, Uribe Vélez ha ido forjando poco a poco su carrera política para llegar a dirigir un país sumergido en el caos, la injusticia y la inconsciencia social, haciendo de todo esto las bases de su fuerza.
La cuestión no deja de atormentarme. Antes de terminar ese libro, La anomia en la novela de crímenes en Colombia, en el que analizo, además, algo del perfil de El Innombrable, pensaba que Colombia era una “democracia”, un Estado de derecho, como lo había estudiado en la universidad; que, a pesar de todo, de la violencia sistemática, de la inseguridad constante, de la injusticia y la corrupción generalizada, existían bases jurídicas que sustentaban la idea de un orden nacional. Con el fortalecimiento de su gobierno, y de su personalidad política y la de sus secuaces, justo cuando entregué el libro a la editorial, comprendí, en un instante lúcido, como al rompe, que en realidad el sistema entero, el sistema en sí, intrínsecamente, es anómico, y que el derecho es, como los medios de comunicación, la educación o buena parte de la literatura, uno más de los artificios para esconder la realidad.
La certeza de la anomia integral del sistema surgió como consecuencia de mi investigación en torno al tema de los desaparecidos que hace tiempo ocupaba mi atención y me llevó a publicar el mismo año, 2012, la novela Desaparición.
En Colombia desaparecen hasta treinta y cinco personas al día y los demás seguimos como si nada. Oficialmente suman más de cien mil las personas desaparecidas, pero pocos hablan del asunto, pocos lo denuncian o hacen algo por solucionar el problema; acaso porque hay muchísimos problemas más en la agenda, porque no se sabe o porque el que lo haga se arriesga a incrementar la estadística. La Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas creada solo en 2016 tiene tanto trabajo como la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, ASFADDES, organización no gubernamental, creada en el año 1982, que “dedica sus esfuerzos a la lucha contra la impunidad y por la erradicación de la práctica de la desaparición forzada en Colombia”.
La desaparición sistemática de personas en Colombia es más que un caso de anomia, o de un azar, es una política. El sistema entero depende de la desaparición impune de personas, de grupos, de colectivos, y cuenta con la inconsciencia generalizada del problema por parte de la población.
La idea de la anomia integral, para algunos demasiado intelectual, demasiado jurídica, abstracta, se concreta con la pesadilla de la motosierra y con la cantidad escandalosa de desapariciones forzadas en Colombia. Y es justo el 2012 el año en que tomo verdadera consciencia del asunto, el año en que El Innombrable ha terminado su segundo mandato y las estadísticas más infames aumentan.
Aunque no se le pueden endilgar todos los problemas de un país a una persona, Uribe Vélez es como la punta del iceberg del sistema, el líder que encarna en él mismo sus peores pesadillas. Por esta razón, de una manera subrepticia pero sistemática, en un momento dado se le empezó a identificar con la motosierra, símbolo inequívoco de las fuerzas paramilitares de Colombia que usaban este y otros mecanismos para acabar con sus víctimas. La imagen replicada por doquier, enriquecida poco a poco con diversos tratamientos gráficos, resume toda una política de eliminación sistemática de personas y, en últimas, de esa anomia generalizada que vive el país desde hace años, si no siglos.
Antecedentes
Luego de ejercer los cargos de Jefe de Bienes en Empresas Públicas de Medellín (1976) y el Ministerio de Trabajo, y obtenido notorios beneficios personales por su gestión, El Innombrable Álvaro Uribe Vélez llegó a la Aeronáutica Civil, donde se consolidó su carrera y su patrimonio:
“Su carrera política comenzó en la década de 1980. Ejerció la función pública primero como director de la controvertida Aerocivil (Aeronáutica Civil), donde reemplazó en 1981 al anterior director, asesinado por sicarios del cartel de Medellín por rechazar las presiones de los narcos para concederles licencias de aeronaves. Desde que Álvaro Uribe ocupó ese cargo, Aerocivil concedió licencias a más de 150 aeronaves pequeñas y rápidas, capaces de transportar droga desde Colombia hacia Miami sin mayores dificultades” (Eduardo Giordano).
Acaso por esos poderosos apoyos, en 1982 este Innombrable fue elegido alcalde de la ciudad de Medellín y, poco después, de 1986 a 1994, se desempeñó como senador de la República. “Pablo Escobar anticipó a Uribe en ganarse o robarse el alma popular”, afirma Juan Guillermo Gómez (“Uribe”, 2010, p. 3), y en efecto, gracias a este efecto metafísico el líder siguió una ruta regional que forjó su condición de mesías nacional. Popularmente, se afirmó que “los paisas dejaron de prenderle veladoras a María Auxiliadora por prendérselas a Álvaro Uribe”. En un mundo abandonado de padres, porque estos mueren en la hecatombe, son desaparecidos o desplazados, exiliados o “emigrados”, él ofreció una falsa imagen patriarcal inflada por los medios de comunicación amangualados con los poderes que lo sustentaban; un padre machista, autoritario y sobre todo represivo y belicista que poco a poco fue estableciendo un sistema acorde con su personalidad, sus objetivos y sus patrocinadores.
Como gobernador de Antioquia (1995-1997), este Innombrable promovió entre sus “hijos” redes de informantes —las Convivir— que convirtieron a cándidos ciudadanos en actores del conflicto, estrategia militar que se extendería más allá de su mandato regional:
“Un Ejército con al menos 120 mil colaboradores y 529 estructuras en todo el país fue la herencia de las cooperativas de seguridad Convivir, gestadas y autorizadas con firma de puño y letra por el ex gobernador de Antioquia, ex presidente de Colombia y hoy Senador de la República Álvaro Uribe Vélez.
En diferentes versiones libre de paramilitares como Éver Veloza, alias “HH”, y Raúl Emilio Hazbún, alias “Pedro Bonito”, han afirmado que “la obtención de las licencias de funcionamiento requería la aprobación tanto de la Brigada como de la Gobernación de Antioquia, específicamente del secretario general de la misma”.
Con ese apoyo, se dotaron de “armas de largo alcance, radios de comunicación de avanzada tecnología, carros, motos, sub ametralladoras, ametralladoras, fusiles, revólveres, lanza cohetes, roquets y morteros, lo cual les dio una importante capacidad operativa”, una dotación para atacar a la sociedad civil, intimidar, desplazar, apropiarse de las tierras de los campesinos y hacer del miedo la estrategia más fuerte para la sostenibilidad de su proyecto” (Reliefwb).
Un gobierno canalla
Cuando el genocida, paramilitar, asesino, narcotraficante y violador —como llama a Álvaro Uribe Vélez con sus argumentos Daniel Mendoza, productor y director de la serie Matarife— empezó a dirigir los destinos de la pseudo república colombiana, yo todavía vivía en París. La acción de los canallas de turno que habían gobernado Colombia me había expelido, como a las más de seis millones de personas que andaban y andan por ahí, de un lado para otro, sobreviviendo, buscando ganarse la vida en Estados Unidos, Europa o “donde caiga”, expresión coloquial colombiana que quiere dar a entender, literalmente, vivir a la intemperie. Algunos de ellos —muy pocos— poseen la categoría de exiliados, otros, de desplazados, entre internos y externos, y otros, eufemísticamente, son llamados “emigrantes”.
Como esos seis millones o más de colombianos, yo había abandonado el país en 1995 en medio de los escándalos del corrupto gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) y buscaba un futuro fuera, lejos, muy lejos, del buldozer achicharrador que era al fin y al cabo Colombia, según lo desarrollo en mi novela.
Luego de Samper, Andrés Pastrana (1988-2002), hijo del otro semejante, el Misael Pastrana (1970-1974) de las tramposas elecciones que provocaron el surgimiento de la guerrilla del M19, había encarnado una de las peores presidencias de Colombia –y eso es mucho decir— y ni un centímetro había cambiado de nada importante. El “haragán”, como lo llama Gómez, afianzó la sensación de que en Colombia no había futuro, “… la desesperación de miles y miles de colombianos dio vida desde sus entrañas a Uribe. Uribe se gestó en ese sentimiento negativo de falta de futuro” (2). Entre otras lindezas, el predecesor de Uribe era amigo de Jeffrey Epstein, contactó al proxeneta con el dictador Fidel Castro y posteriormente trabajaría junto con José María Aznar en la prevención del comunismo. La indignidad de los presidentes de Colombia no tiene medida.
No olvido todavía el impacto que me provocó el discurso de posesión de El Innombrable el 7 de agosto de 2002, sobre todo cuando dijo: “Apoyaré con afecto a las Fuerzas Armadas de la Nación y estimularemos que millones de ciudadanos concurran a asistirlas.” Varios expatriados de Colombia sabíamos a qué se refería: la subordinación “afectuosa” del poder civil a los militares y más peones para la guerra.
No obstante la amenaza, como muchos exiliados, nostálgicos de su tierra y de su familia, decidí volver al país en 2003 y me establecí en Bogotá, la capital, donde la gente de cierta condición recibía complacida los efectos de las reformas de El Innombrable.
Con su mano dura, dicen, el secuestro se redujo de 2282 a 213 casos por año y los homicidios disminuyeron de 29000 a 16000. La inflación, que era de 7% en 2002 disminuyó a 2% al final de su mandato. La tasa de desempleo pasó de casi 16 % a 11% y la inversión extranjera pasó de US$2 mil millones anuales a US$7 mil millones en el mismo periodo. El Producto interno bruto creció un promedio de 4.47 % al año y Colombia fue uno de solo tres países que tuvieron crecimiento económico durante la crisis mundial de 2008 (Wikipedia).
Por todo eso, para muchos, el gobierno de Uribe Vélez tuvo éxito. De hecho, sus adeptos advierten que en esos tiempos el presidente encauzó por distintos medios el viejo conflicto armado en Colombia, tanto con acuerdos con el Ejercito de Liberación Nacional, ELN, como con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP, y las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. La desmovilización de grupos paramilitares incluyó la tibia Ley de Justicia y Paz, que, a pesar de todo, todavía sigue vigente y canaliza a su manera los esfuerzos políticos de un gobierno más democrático. Desde entonces, entre 2002 y 2010 se desmovilizaron cerca de 53810 miembros de grupos guerrilleros y paramilitares de manera colectiva o individual (Wikipedia).
No obstante lo anterior, como señala Gómez García, “el fondo sigue intacto, o mejor, se logró el propósito inicial que era no solo recuperar las tierras sino liquidar la subversión y hacer creer que ese régimen del terror es la mejor manera de garantizar la ciudadanía” (7). La afirmación de El Innombrable en su discurso de posesión como presidente de los colombianos se concretaba de manera minuciosa: “prometió paz con la guerra” (3), dice Gómez; y todo en beneficio de las multinacionales, los grandes propietarios, los narcotraficantes, ciertos empresarios, latifundistas, comerciantes y grupos de poder. Durante su gobierno, el estado militarista se fortaleció aún más de lo que había sido en décadas anteriores, lo que demostró un verdadero paroxismo esquizofrénico de las fuerzas armadas, del ejército y la policía, si tomamos el cuerpo social como un cuerpo humano y de enfermedades psicóticas hablamos. Sobre todo, en detrimento de los más desprotegidos, las multitudes empobrecidas y excluidas que son las que más sufren en Colombia.
En efecto, en tiempos de El Innombrable, sobre todo, la bandera de enfrentar a “la subversión” y, en particular, a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, se hizo política de estado y fortaleció de un modo inusitado el viejo estado militarista en detrimento de quienes no se ajustaran al “orden” y en todo caso de los más vulnerables. Con tal argumento, ese objetivo, que se volvió política exclusiva de gobierno, fortaleció la represión y la barbarie no solo contra los guerrilleros sino contra los pobres, los líderes sociales, los campesinos o los intelectuales.
La cumbre del asunto está en los 6402 “falsos positivos” —¡número oficial!—, eufemismo de los asesinatos de las Fuerzas Armadas a jóvenes de la más humilde condición o personas con problemas psicológicos e incapacidades de todo tipo. La tradición de “limpieza social” que había comenzado hace años, con la paranoia militar de perseguir el comunismo o la inseguridad, durante estos años llegó al extremo de cambiar vidas, de quien fuese, por medallas, dinero, fines de semana libres, vacaciones y hasta un plato de comida china. Los militares arribaron a su máxima corrupción: los generales pedían “ríos de sangre” a fin de obtener las dádivas del sistema y los soldados ejecutaban sin conciencia alguna las órdenes oficiales más terribles. Los testimonios rendidos ante la Justicia Especial para la Paz, la inminencia de una posible jurisdicción universal para averiguar lo sucedido y la insistente negativa del expresidente a reconocer su responsabilidad resultarían desde entonces asombrosos. En tal sentido, Santiago Sánchez Triana, corresponsal de El País de España, sintetiza el tema de esta manera aludiendo a una de las declaraciones exculpatorias de Uribe y la realidad nacional:
“La declaración del expresidente fue emitida un día después de que un grupo de 24 militares y miembros del desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (DAS, el organismo de inteligencia de Colombia, desmantelado tras demostrarse que espiaba ilegalmente a magistrados, periodistas y políticos) reconocieran ante la JEP haber asesinado y desaparecido a 296 personas en Casanare, en los llanos orientales del país. Entre ellos estaba el general en retiro Henry William Torres Escalante, quien aceptó “con vergüenza el señalamiento de título de máximo responsable de los asesinatos de persona vulnerable, protegida y crímenes de guerra, secuestro, desaparición forzosa”.
En efecto, siguiendo la ruta de la represión militar, el gobierno de la Seguridad Democrática fue el gobierno de las masacres, la persecución y la eliminación de toda forma de oposición, guerrillera o de cualquier otra naturaleza; en últimas, toda fuente que provocara dividendos.
Como presidente, El Innombrable dirigió el sistema de persecución, represión y exterminio más efectivo que cualquier estado fascista pueda planear. Así, entre otros medios, además de las Convivir, sistematizó las denominadas "chuzadas" del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS.
Desde esa temible oficina oficial dirigida por la mano negra de El Innombrable se emprendió la persecución infame de las personas y, en particular, la interceptación de las comunicaciones telefónicas y de otro tipo de todo aquel que los oscuros organismos oficiales consideraran contrario al sistema o simplemente útil para sus oscuros intereses. Por esa vía se realizaron indiscriminados seguimientos a opositores o a personas que de una u otra forma significaran un problema para el “orden oficial”, fuesen ellas encumbradas o comunes y corrientes (estas últimas la mayoría), militantes de un partido o de cualquier otra condición que resultara vulnerable. La persecución y las consecuentes desapariciones forzadas o directamente la eliminación de personas son solo ejemplos de la esquizofrenia oficial y militar que desde el Palacio de Nariño encabezó. Siguiendo la doctrina castrense que desde los años setenta del siglo XX se había venido imponiendo en Colombia, el anacrónico argumento de la lucha contra el comunismo sirvió para cauterizar y acabar con buena parte de la población. De ahí que la migración, el desplazamiento o el exilio masivo que caracteriza a Colombia lo haga uno de los países con mayor número de desplazados internos y externos del mundo, si no el mayor: en su informe de 2022, la Agencia de la ONU para los Refugiados, ACNUR, contabilizó 110 millones refugiados y desplazados en el mundo. En esa lista, Colombia fue el segundo país del mundo con la mayor cifra de desplazamiento interno, solo superado por Siria.
La limpieza y el terrorismo
“El uribismo, que puede tomarse como la “fase superior” del narco-para-turbayismo de los ochenta, es más bien el acicate sobre el que debe reconstruirse, en perspectiva histórica, la necesidad y la posibilidad más real de la resistencia política en ese nuevo “tiempo de canallas”, dice Gómez (2010).
En efecto, el narcotráfico que se gestó hace años, el paramilitarismo que se nutrió de ese y otros viles negocios del país y el oscuro turbayismo de los años ochenta (nombre derivado del temible presidente Julio César Turbay que gobernó Colombia de 1978 al climático año de 1982) allanaron el terreno para este tiempo de canallas que perduró en los últimos años del siglo pasado, se estableció como política el 7 de agosto de 2002 y por oscuros caminos perdura hasta hoy. También la urgencia de la resistencia política y su vocación de permanencia. La represión y eliminación de personas que tuvo lugar durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), que contaba con el apoyo de Israel, o el neoliberalismo extremo impuesto por Cesar Gaviria (1990-994) según el modelo de la Escuela de Chicago siguieron sus rutas execrables hasta el siglo XXI y la infausta ruta de la política contemporánea. A ello debe darse la cara y el pecho. Y el gobierno de Gustavo Petro puede ser una esperanza.
Durante el gobierno de El Innombrable, el hambre de guerra se encontró, además, con las ganas de comer de otros frentes de violencia. El sempiterno y reiterado narcotráfico, un negocio que para el mundo entero define a Colombia, se sumó al Plan Colombia, el programa de apoyo de Washington al país. El flujo de dinero que circuló en una u otra dirección fue de tal nivel que corrompió aún más, si eso era posible, tanto a la burocracia norteamericana como al ejército colombiano y a lo que quedara de instituciones democráticas en Colombia. El “dinero caliente” fortaleció poco a poco y sin descanso las espurias relaciones de ese estamento con la CIA, que reconoció en él un negocio muy rentable. Un negocio que se desarrollaba a sus anchas en el gobierno de El Innombrable.
La Seguridad Democrática de Colombia se identificó al fin con la lucha contra el “terrorismo”, tal cual como la impulsó entonces el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, y lo siguieron a rajatabla las repúblicas bananeras de su eje. En efecto, la agenda militar el coloso del Norte empató del todo con esa Seguridad Democrática de El Innombrable puesto que la élite militar pronorteamericana de Colombia sirvió de eficaz nexo. Si las fuerzas armadas de Colombia eran y son una rueda que funciona con rotunda independencia y gobierna a su modo el estado, los “éxitos” que difundían esas fuerzas armadas, los “ríos de sangre” que suponían los falsos positivos y demás, se acomodaron del todo al discurso occidental de defensa de un “orden democrático”.
A pesar de la tímida oposición interna de algunos bien pensantes, el gobierno de la infamia llegó incluso a apoyar la Invasión de Irak de 2003. La corrupción fue tan profunda que agentes del ejército llegaron a desempeñarse como mercenarios al servicio de los peores intereses, industria que le empezó a asegurar nuevos dividendos a los mismos complejos militares: “Durante las últimas dos décadas, cientos de exmilitares colombianos han sido empleados por contratistas privados de países como Estados Unidos o Reino Unido para dar apoyo en las guerras de Afganistán, Irak y Yemen”, denunció la BBC News en 2021.
Tal circunstancia responde, además, a una geopolítica bélica bastante precisa diseñada desde hace varios años por Estados Unidos y compartida por otros gobiernos con el beneplácito de los medios de comunicación. El alineamiento servil de Colombia con Estados Unidos había sido uno de los principios políticos de los gobiernos anteriores (excepto el de Ernesto Samper, no por decisión sino por obligación), tanto como la conexión de las élites militares y paramilitares con la industria militar israelí. Para esta oscura época se robusteció con el desarrollo, también esquizofrénico, de otros flancos de “cooperación” binacional en una más de las representaciones de la anomia integral del sistema y, probablemente, del planeta entero.
Sobre la participación de Israel en Colombia, en The Palestine Laboratory, el periodista Antony Loewenstein señala:
..Carlos Castaño, jefe del sanguinario escuadrón de la muerte paramilitar de derechas colombiano Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) desde la década de 1990 hasta su muerte en 2004, afirmaba en su autobiografía que había viajado a Israel para recibir amplio entrenamiento militar en la década de 1980. "Copié el concepto de fuerzas paramilitares de los israelíes", es lo que escribió.
...O, tal como afirmaba un vídeo promocional de 2011 de la empresa israelí de defensa y seguridad Global CST, tras describir una incursión militar colombiana en Ecuador en 2008, que asesinó a un alto mando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), "de repente, los métodos que demostraron su eficacia en Nablús y Hebrón empiezan a hablar en español."
Desgraciadamente para la mitad de los votantes (que no debe confundirse con la mitad de los colombianos pues la abstención común es de más del 40 %)— una infame “limpieza social” demostró y demuestra el éxito de ese orden militarista y la absurda razón del “desarrollo económico” de la época.
En este marco de acción, la putrefacción del congreso, por mencionar solo uno de sus efectos colaterales, fue la autopista para apalancar el contubernio de la ilegalidad con la presidencia y, en su centro mismo, el poder de El Innombrable.
La reelección de 2006 y el futuro de Colombia
En ese espacio de la “democracia” que era el congreso de Colombia, el Innombrable logró la aprobación de la reforma constitucional de 2005, que dio vía libre a la reelección y con ello al aseguramiento de los negocios y la política de El Innombrable y la nueva casta que él representaba. En consecuencia, Uribe Vélez fue reelecto en 2006 y desde entonces el narcotráfico se fortaleció tanto como las agencias de seguridad o el poder de las multinacionales y los empresarios. Otros cuatro años de infamia se aseguró Colombia y tal política se proyectó hacia su futuro institucional.
Hasta 2008, con dificultad pero con bombo, se descubrió el entramado bautizado como la Yidispolitica, donde se compraron votos en el congreso para aprobar la reelección: la exrepresentante a la Cámara Yidis Medina admitió haber aceptado ofrecimientos de sobornos de parte de funcionarios del Gobierno a cambio de su voto favorable al proyecto de reforma constitucional que permitió que Álvaro Uribe Vélez aspirara a un segundo mandato presidencial y fuese reelecto en el año 2006.
A pesar del escándalo, en 2010, el antiguo ministro de defensa de El Innombrable, Juan Manuel Santos, su coopartidario, conocedor y avalador evidente de sus alcantarillas, lo reemplazó en el poder y se favoreció él mismo de la espuria reelección presidencial (2010-2018) que solo hasta 2015 sería eliminada del orden jurídico por el mismo congreso de la república en un ataque tardío de consciencia democrática.
Juan Manuel Santos emprendió una hábil política de paz en el terreno sinuoso de la guerra consolidada por El Innombrable. No obstante su vínculo con los falsos positivos, con los uniformados de altísima categoría que estaban inmersos en tal infamia y definían el militarismo nacional, o con el complejo militar israelí que ha atizado el fuego de la guerra en Colombia, el presidente logró un inusitado acuerdo de paz con la antigua guerrilla de las FARC, hecho que le aseguró, además, el Premio Nobel de Paz, lo que a algunos nos sorprendería tanto como el mismo galardón en manos de Henry Kissinger en 1973 y Barack Obama en 2009. "El Comité Noruego del Nobel decidió otorgarle el Premio Nobel de la Paz al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, por sus decididos esfuerzos para acabar con los más de 50 años de guerra civil en el país, una guerra que ha costado la vida de al menos 220.000 colombianos y desplazado a cerca de seis millones de personas", explicó la coordinadora de la institución, Kaci Kullman Five.” (BBC Mundo).
La esperanza de paz duró poco. No obstante el triunfo internacional de Santos, El Innombrable, elegido senador en lista cerrada por Centro Democrático, partido fundado y dirigido por él, lideró la campaña por el No en el Plebiscito que pretendía establecer el acuerdo con las FARC como ley de la república y el No ganó por un estrecho margen. Con una abstención del 60 %, los electores colombianos dijeron el famoso No a la paz de Santos. El hecho reveló lo que desde hacía tiempo venía sucediendo: cierta escisión en la élite política y, en particular, una peculiar lucha de clases entre el viejo régimen y el nuevo, a cuál más peor.
Si desde hacía tiempo eran evidentes las diferencias entre El Innombrable y Santos, el plebiscito fue un pulso entre los dos pesos pesados de la política colombiana: por una parte, el delfín de un centenario sistema oligárquico y excluyente, con peculiares objetivos democráticos y sobre todo personales, y, del otro lado, el representante de una clase en ascenso, inspirada en “empresarios” como Pablo Escobar, que suponían el éxito económico por cualquier método.
La cuestión se resolvería al fin conforme a las tradicionales pautas señoriales del país: por encima de su padrino político, y del propio pueblo, a punta de decretos, el civilizado presidente Juan Manuel Santos sacó adelante su proyecto estrella y adquirió gracias a él el triunfo por carambola: el prestigioso galardón internacional de Oslo, su prestancia internacional y cierto poder en la política posterior del país. O, por lo menos, en un ala del país que quería un cambio y una transformación, aunque fuese breve, del sistema.
Pero… vuelve y juega: una revancha. En 2018 Uribe seguía siendo el político más popular e influyente del país e impuso de nuevo al reemplazo en la presidencia de la pseudo república, esta vez un monigote: Iván Duque Ospina (2018-2022), tan mal presidente que muchos opinan que fue peor que Andrés Pastrana. Justamente su campaña se sustentó en el lema “el que dijo Uribe” y su mandato siguió la ruta de “hacer trizas la paz”.
Entonces, volvió la política de la represión y la barbarie.
Solo la aguerrida resistencia política de la gente en los movimientos sociales de 2019 sirvió de esperanza para el país y su ímpetu llevaría al triunfo de Gustavo Petro en 2022. Tales movimientos sociales inspiraron mi novela El Innombrable y con ella una semilla personal para apoyar la resistencia que urge en Colombia. Una resistencia que busca encauzarse a través de la política de paz del gobierno en curso.
Algunas conclusiones
Colombia es una nación conservadora y cuenta más que otras con una historia de represión y barbarie. La región fue conquistada hace siglos por españoles con la espada y la cruz y refundada en el siglo XIX por una élite criolla, descendiente de aquellos, con los mismos símbolos aglutinantes: el militarismo y la fe, el “afecto” a las fuerzas armadas y a los curas. María Auxiliadora ha terminado por ser la Virgen de los sicarios y entre unos y otros se define todavía buena parte de su idiosincracia, en detrimento de numerosos colectivos sociales.
Con ese caldo de cultivo no es de sorprender la consolidación de un personaje tan oscuro como Álvaro Uribe Vélez, El Innombrable de Colombia. Su identificación con un “alma nacional”, su manipulación de los discursos y símbolos más arcaicos —como el de “nuestras fuerzas armadas”, La Virgen o Nuestro Señor Jesucristo— lograron lo que ningún otro líder había logrado desde Rafael Núñez y Laureano Gómez en Colombia: crear una falsa imagen de unidad nacional. Para buena parte de la población Uribe encarna al padre que falta, al hombre que logra lo que los demás no logran, al pacificador y salvador que eliminará a “nuestros enemigos”, sean el vecino, el pobre o quienes piensan de forma diferente.
Con dificultad, poco a poco este Innombrable ha sido involucrado al fin con horribles episodios de la historia de Colombia, tales como los falsos positivos, la masacre de El Aro o las masacres paramilitares. No es nada gratuito que haya una treintena de procesos judiciales en su contra en la Corte Suprema de Justicia que avanzan a paso de tortuga. Incluso un juicio reciente por fraude procesal y soborno (que los fiscales Andrés Palencia y Víctor Salcedo se abstuvieron de conocer) demuestran el tenor del político. De hecho, el ex presidente de Colombia Juan Manuel Santos acaba de confesar que intervino en Washington para que la justicia penal de Estados Unidos no lo juzgara por numerosas denuncias por violación de los derechos humanos. Someterlo a estrados norteamericanos, dice el ex presidente-nobel de la paz, afectaría la “dignidad del país” y por eso fue necesario asegurar su inmunidad. Lo que en palabras exactas significa que el mismo Santos se cubre su espalda frente a la responsabilidad que pueda recaer sobre sus hombros por casos como los falsos positivos que cohonestó, verdadero golpe a una dignidad nacional.
Falta tiempo para que toda Colombia despierte de la infamia y comprenda la importancia de encaminarse por las vías de la justicia social y la solidaridad. La educación, la cultura, el arte y la literatura pueden lograr en ese campo algunos éxitos. Las cosas pueden cambiar aún más con un buen gobierno que se alineé con los principios de libertad, igualdad y fraternidad que, a pesar de todo, siguen importando.
Artículos citados
Cuestión Pública. “Línea de tiempo de Álvaro Uribe Vélez como servidor público y su patrimonio.” https://cuestionpublica.com/linea-de-tiempo-de-alvaro-uribe-velez-como-servidor-publico/
Daniel Pardo. “Jovenel Moïse: la vieja industria de mercenarios colombianos que presuntamente está detrás del asesinato del presidente de Haití”. https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-57784827
El Tiempo. “Discurso de posesión del presidente Álvaro Uribe Vélez.” https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1339914
Primera fotografía del post: El presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, otorgó a Álvaro Uribe Vélez, presidente de Colombia, medalla de “la libertad” por apoyar la agresión a Iraq. Junto con Tony Blair, ex primer ministro británico, y John Howard, ex primer ministro australiano, sus “aliados incondicionales” fueron merecedores de tal honor y de sus elogios. https://www.desdeabajo.info/actualidad/internacional/item/entre-risas.html
Fotografía de Uribe con los militares de César Carrión - SP Bogotá. Página del “Sitio de la Presidencia 2002-2010”. http://historico.presidencia.gov.co/fotos/2009/julio/20/foto24.html
Giordano, Eduardo. Álvaro Uribe y la criminalidad estatal en Colombia. https://www.elsaltodiario.com/colombia/santos-duque-paramilitares-narcotrafico-alvaro-uribe-criminalidad-estatal
Gómez García, Juan Guillermo. “Uribe”. En Palabra. Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia. 34. Marzo de 2010.
Merino, Olga. “La motosierra de Milei, en la Casa Rosada.” https://www.elperiodico.com/es/opinion/20231121/motosierra-milei-casa-rosada-articulo-olga-merino-94916665
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