La cultura en Colombia: un club de amiguetes
… la literatura es otro más de los objetos de consumo que circula en beneficio de una clase social. La literatura es solo un valor de cambio en la sociedad capitalista…
Durante la Colonia, los criollos resentían el hecho de que los españoles tuvieran los cargos fundamentales del Virreinato de la Nueva Granada. Por el hecho de haber nacido en la metrópoli, se sobreentendía que eran ellos los llamados a ser Intendentes, administradores regionales, secretarios y, en general, representantes del rey. Incluso, desde el punto de vista de la historia oficial, se dice que los criollos se rebelaron a esta situación y “dieron el grito de Independencia”. De lo que se trataba, entonces, era ni más ni menos que de una lucha de clases donde unos “resentidos” se oponían al statu quo. Una clase ascendió en reemplazo de otra en el poder. Eso, claro está, no lo lograron los criollos solos. Fue con el apoyo de un incipiente “proletariado”, de indígenas o negros, que estos arribistas se hicieron a los medios de producción y, sobre todo, con la propiedad de la tierra. Para estos grupos sociales, ese triunfo anunciaba cambios reales en su situación.
No obstante, como en las demás revoluciones burguesas, con la independencia la historia solo volvió al punto de inicio: una vez instalados en el podio, los criollos le dieron la espalda al “tercer Estado” que los había ayudado en su lucha. La historia no pareció más que una rueda de la fortuna donde los ricos siempre quedaban encima. La presunta Independencia había sido solo una ilusión. Nada de reconocimientos o reivindicaciones para la mayoría. Las fuerzas de los vencedores se dirigieron simplemente a conservar lo ganado y, como había hecho la oligarquía peninsular, esta clase emergente dirigió toda su acción a dominar a los explotados. De ellos dependía su bienestar. No fueran a creer esos que la revolución había sido en su beneficio y que palabritas como libertad o igualdad les concernían. La Iglesia y los ejércitos (el segundo Estado) estaban de su parte.
Poco a poco el tercer Estado se vio obligado a tomar consciencia de la situación y la necesidad de hacer una verdadera revolución. Tanta gente no podría seguir abajo. El Motín del Pan del 23 de enero de 1875, la comuna de 1893 o el Bogotazo (leído erróneamente como una revuelta ocasionada por la muerte de un líder liberal) fueron conatos de cambio. Los años sesenta y setenta del siglo XX vieron florecer grupos que intentaron replicar lo que sucedía en el resto de América Latina. En El Salvador o Nicaragua, en Bolivia, las cosas cambiaban y Colombia no podía sustraerse de esa historia.
En la espera de una revolución nos la hemos pasado más de doscientos años. Una hábil e inhumana burguesía ha mantenido siempre su lugar. Una burguesía que no es nacionalista ni mucho menos. Los dueños de los bienes de producción han seguido explotando, sin ningún límite, a aquellos que le ofrecen pasivamente su mano de obra. Y la situación no cesa. A mayores ganancias, mayor ambición. Con el tiempo hasta han surgido otros ejércitos, de toda índole, para defender los privilegios.
Acaso una cuestión psicológica largo tiempo trabajada por los agentes culturales tenía y tiene que ver con la persistencia del Antiguo régimen. La consciencia de la servidumbre pudo haber sido implantada por los productores de cultura desde la colonia y durante la “república” y haberse replicado por generaciones. Entre los explotados, no hubo ni hay todavía consciencia del lugar a que se pertenece. En últimas: no se ha consolidado la consciencia de clase. Los de abajo piensan igual que los de arriba. Quienes trabajan diez horas al día no conocen los tres ochos del siglo XIX y hablan del trabajo como del único objetivo en la vida.
Acaso el hecho de que buena parte de los subalternos sean descendientes de los criollos o fruto de sus mezclas vergonzantes los haga vulnerables. No es fácil oponerse al papá, incluso si este nos golpea, nos saca jugo o, en un momento dado, nos exige dejarle el pellejo sobre la mesa para engullirlo. La fe religiosa, por su parte, no ha ayudado mucho en el asunto: identificando al amado rey con Dios y luego al gamonal de turno con la verdad, buena parte de los curas ha buscado convencer a la parroquia de la necesidad de conservar las jerarquías. Eso está implantado en el inconsciente colectivo. Todavía hoy la mayoría habla de La justicia divina y de la necesidad de rogarle a Dios para obtener algo. Todavía se respeta la palabra señor, como don o doctor. Todavía los colombianos aman a sus fuerzas armadas.
Esos son los antecedentes del sistema colombiano y, aquí, del contenido de la Cultura en la “República de Colombia”. Esta cultura ha terminado por ser solo asunto de la burguesía criolla hace años triunfante. Cosa de su finca. Desde el siglo XIX, y los años pasan, replicando sus verdades ella se mantiene en el poder. Y todo con la apariencia de que eso es lo normal. Tanta ha sido la confianza de esta clase social en sí misma que hoy ha llegado al límite de su anacronía y banalidad: la vetusta burguesía criolla piensa que todo se lo merece, pues en últimas es hija de los conquistadores del siglo XVI o de los inmigrantes blancos y judíos. Por esta razón, solo ella define lo que es la literatura. Ella cree que cualquier orden y progreso depende de su acción. ¡Cree en el orden y en el progreso! Como en la colonia, los ministerios, las embajadas, las curules del congreso o las asambleas y las alcaldías… todo, absolutamente todo, debe pertenecerle. Incluidas las “instituciones culturales”: el ministerio, la televisión, la prensa, las editoriales, las revistas, las entidades publicas y privadas de educación, etc., etc. En su ideario, ellos, los “elegidos” por la gracia de su condición y estirpe, son los legítimos productores de las “expresiones culturales”. Estas, lógicamente, responden a pie juntillas a su imagen del mundo. Incluso los medios “de oposición” son suyos, como los canales televisivos y radiales, las revistas, los festivales o los concursos. Todos no son más que expresiones de su grandeza, o bien, de su indulgencia y tolerancia, como un lote en la finca de recreo. Todo para la reproducción amable de sus verdades. La descripción misma de sus valores surge entonces como la narrativa de La Realidad.
En tal campo cultural, y como había de suceder, la literatura no es más que un club de amiguetes. Los escritores son de la finca, tanto como las editoriales, los mecanismos de distribución de libros y los temas mismos. Solo se produce y se lee lo que el sanedrín de la clase privilegiada considera que se debe difundir. Los criollos de hace doscientos años como los de hoy saben muy bien cuáles son las fronteras de sus principios y notan perfectamente cuando alguien que no es de los suyos osa franquearlas. Esto no tiene nada que ver con la literatura misma, claro está, sino con sus negocios, con su propósito implícito de asegurar la propiedad de la finca. Todas las expresiones literarias deben ser producto de sus hijos o de aquellos que si no lo son hagan la tarea como es debido. Cualquier dependencia, organismo o premio tiene que hacer parte de su círculo para adquirir la más mínima importancia política, social y, sobre todo, económica. En el fondo, lo que importa son las ventas y en esta lógica la clase dominante ha establecido su dictadura.
Por lo anterior, buena parte de la producción literaria colombiana resulta vulgarmente burguesa. Buena parte de las novelas relatan la historia de “riquitos de mierda de toda la vida”, como los llama Gustavo Álvarez Gardeazábal. A menudo, las novelas son historias de esos niños ricos de los suburbios de las ciudades populosas que viven una historia extrema al contacto con el pueblo. En el mejor de los casos, personajes lúcidos (europeamente lúcidos), que se encuentran en un mundo incomprensible de contradicciones sociales. La lucha siempre la gana la unidad liberal de la tolerancia. Lejos la fragmentariedad discursiva de las viejas vanguardias que no pisaron suelo colombiano. Existe un mundo y, por lo tanto, una literatura. Muchos son los ejemplos de esta “poética”: Fernando Vallejo, Héctor Abad Faciolince, Tomás González, Darío Jaramillo, Santiago Gamboa o Juan Gabriel Vásquez. Todos ellos dan cuenta de los vaivenes de un mundo señorial en que un elegido se siente incómodo y trata de superar la fatalidad de su conflicto personal. Por tal dinámica, tal vez, la novela de crímenes es la novela de la acción pura sin amago de reflexión social: el mundo tal y como está no requiere pensamiento. El problema siempre es de falta de aplicación de la ley. Los sucesos van siempre en detrimento del pensamiento racional y un orden burgués. De ahí que Pablo Montoya, Selnich Hurtado, Sergio Álvarez y otros tantos no entren en las capillas de la ponderada intelligentsia colombiana. De ahí que Roberto Burgos Cantor, William Ospina o Piedad Bonnet hayan tenido que entregarse a las capillas bogotanas de la literatura y que estas los hayan recibido con indiferencia primero y luego los haya celebrado. Hacer la tarea tiene sus premios. De ahí que quienes quieran mantenerse al margen de los clubes de amiguetes emigren, cuando así se lo permite su condición: como Laura Restrepo.
Lo más triste de este asunto es que las víctimas de esta cultura, y de esas capillas de la literatura (como las llamaba Germán Espinosa), siempre desean la aceptación de los dueños de la finca (Espinosa, el primero) por encima de objetivos filantrópicos o revolucionarios. Los poquísimos que no hacen parte de la condición dominante, se quieren adjudicar a ella, o quieren, por los medios que sea, ser admitidos en ella. Por eso se visten como burgueses, se emperifollan como burgueses y a veces hasta se hacen cirugías estéticas para blanquearse lo suficiente y entrar en las casas de los simpáticos burgueses. En últimas, producen lo que esta oligarquía criolla quiere que se produzca, escriben lo que ella quiere que escriban y así se aseguran un minúsculo espacio dentro de la torta económica y de prestigio nacional. De todos modos, la literatura es otro más de los objetos de consumo que circula en su beneficio. La literatura es solo un objeto de cambio en la sociedad capitalista.