La Comuna de Bogotá de 1893
La Comuna de París de 1871 fue el primer movimiento anarquista en Occidente. Solo veintidós años después, el motín popular de 1893 en Bogotá puede ser considerado como una primera manifestación de anarquismo en Colombia.
Durante los días domingo 15 y lunes 16 de enero de 1893 se presentó en Bogotá un motín popular que podría llamarse La Comuna del 93. De modo semejante a la Comuna de París, durante esos dos días la ciudad estuvo a voluntad de un Tercer Estado (nominación con que en la Francia pre revolucionaria se distinguió a buena parte de la población explotada y discriminada por el rey, la nobleza, los militares o la Iglesia). Fue la llamada entonces “baja plebe” la que a su modo se rebeló, luchó y exigió la caída del gobierno de Rafael Núñez y una nueva forma de organización social. No obstante, como ocurrió con la Comuna francesa, hubo múltiples dificultades en la acción: no hubo organización; no hubo tiempo para ejecutar ideas ni posibles proyectos de sus líderes; y, sobre todo, no se aplicaron estrategias tácticas tales como el uso de armas que había sido útil en París veintidós años antes. En este último aspecto se debe advertir que el pueblo contaba solo con “garrotes, peinillas, cuchillos y piedras” y no hubo grupúsculos de la policía o el ejército que tomaran conciencia de su propia explotación y apoyaran su lucha por reivindicaciones populares. La multitud pobre y hambrienta se rebeló como pudo, con lo que tenía a su disposición, frente al orden impuesto por una viejísima oligarquía dominante.
José Leocadio Camacho, carpintero, periodista y concejal, dijo más tarde en carta al Presidente de la República, Rafael Núñez, que una razón poderosa para la movilización fueron los cobros inauditos del Municipio por el alquiler de los puestos de venta de mercancías en la plaza de mercado. La tensión entre el poder y los artesanos explotó, sobre todo, como consecuencia de las injurias de una serie de columnas tituladas “Mendicidad” del periódico Colombia Cristiana (14 de diciembre de 1892 y 4 de enero de 1893), del portavoz del clero Ignacio Gutiérrez Isaza, tachando a a este colectivo de mendigos, vagos y pendencieros. Este florero de Llorente (es decir, ese pretexto que, como en 1810, derramaba el vaso) demostró con claridad la visión de la élite respecto de las precarias condiciones en las que se encontraban los artesanos y, en general, la mayoría de la población. “La honradez les es desconocida; son embusteros, incumplidos de los contratos, cínicos en sus raterías; para ellos no existe el séptimo mandamiento, que han borrado del decálogo”, escribió Gutiérrez Isaza precisando la condición de un nosotros que, según él, no robaba, y un ellos que lo hacía sistemáticamente en detrimento del orden social.
Para Camacho, la causa real de lo ocurrido era la situación de miseria de la gente:
“No se levantan cuatro o cinco mil hombres con sus niños y sus mujeres sin previo acuerdo, solo por una publicación que no todos habían leído. Es preciso que haya otros motivos que hayan ido aglomerándose lentamente como se aglomera el combustible antes de ponerle fuego […] La plaza de mercado, por ejemplo, ha dado más enemigos a la Regeneración que todas la teorías radicales. Puede decirse que la plaza es el brazo del Distrito, pero también es la artería en que pueden contarse las pulsaciones de la miseria en las clases inferiores”.
El carpintero concejal no alude solo al número de los manifestantes, sino, sobre todo, a sus circunstancias económicas. Gran parte de la población vivía en la miseria, no solo los artesanos, sino los agricultores, los molineros o los albañiles y las lavanderas. En efecto, de acuerdo con Jorge Soto von Arnim (2017), los manifestantes no hacían parte de un solo grupo social (de ahí la importancia de llamarlo Tercer Estado):
“Heterogéneo grupo porque estaba compuesto por individuos de diversos oficios, mayoritariamente los mismos que se enseñaban en prisión: albañiles, carpinteros, herreros, sirvientas, lavanderas, aplanchadoras, además postillones, lustrabotas, “chinos”, “mujeres de la peor ley” de distintas filiaciones políticas o partidistas”.
La oposición simbólica entre la plaza de mercado y la política de la Regeneración de los conservadores representa el combustible para el fuego. Las palabras de Gutiérrez Isaza avivaron la cólera no solo de los artesanos a los que en particular se dirigía la publicación, sino de todo un pueblo miserable que no dudó en emprender el ataque. El alto costo de la vida, la inflación que produjo una moneda de papel depreciada e importaciones perjudiciales para una magra industria nacional mantenían en la miseria a ese “Tercer Estado” que vivía en circunstancias infrahumanas. Ese tercer Estado, que por supuesto incluía a las mujeres y los niños, normalmente iba a parar a las cárceles por oponerse de cualquier manera al orden oficial.
Por tal razón, de acuerdo con Soto von Arnim, la multitud arremetió, entre otras, contra las cárceles y la Policía, imagen misma de las injusticias sociales:
“contra todos los espacios carcelarios que funcionaban en la capital. Embistieron varias veces y sin éxito la Penitenciaría Central, hermética fortaleza de piedra; con mejor suerte, para “libertar a nuestras compañeras” destruyeron paredes, ventanas, candados y puertas de la Cárcel de Tres Esquinas, logrando liberar a 270 detenidas que se unieron a la revuelta. Atacaron la Cárcel de Detenidos y la Prefectura de Policía en el Edificio de San Francisco, redujeron a cenizas cuatro comisarías de policía, y arremetieron contra el retén municipal.”
Fue tanta la indignación que el domingo, día de mercado, a las 4 de la tarde, la gente en pleno se movilizó y atacó a pedradas la casa de Gutiérrez. A esto siguieron los ataques a la vivienda del Ministro del Gobierno, Antonio B. Cuervo (hermano de Rufino José Cuervo), y a la del alcalde, Higinio Cualla, hombre de confianza del presidente. De ahí la muchedumbre avanzó por la Calle de la Ropa, en los alrededores del templo de La Concepción, donde se terminaba de construir el Pasaje Rivas, y a la orden de cornetas y ¡A la carga!, por los lados de la Universidad Externado, ejecutaron su acción. Allí, un agente hizo un tiro al caballo de la cabeza del motín que, según se dice era de nombre Ramón Soto. Del mismo, modo, en la plazuela Camilo Torres, “Algunos muertos y muchos heridos resultaron en tan doloroso trance”, y en el camellón de La Alameda los amotinados pusieron un aparato de carros como barricada desde donde atacaron con piedras en hondas y muchos con Rémington (fusil de esos tiempos) a los agentes de Policía. Este último detalle constituye la médula de los acontecimientos reseñados: tal como sucedió en la Comuna de París, el poder sobre las armas resolvería el destino del movimiento y, con seguridad, así lo fueron entendiendo sus promotores.
Con tal objetivo, cerca del parque de Santander, los manifestantes lograron apoderarse del edificio de la Comisaría. El ‘asalto final’ al local de la Dirección Nacional de Policía, punto neurálgico de la revuelta, se mantuvo a lo largo de la tarde del domingo, hasta que el “recién posesionado director”, el agente de origen francés Marcelino Gilibert, ordenó disparar a la multitud y en el enfrentamiento “quedaron muertos una serie de infelices”. Según L.F. Gómez, J. S Blanco y WG. Muñoz, en 1870 este oficial había participado en la guerra franco-prusiana, llegó a Colombia en 1890 a organizar la policía “a la francesa” e inició su “labor” el 15 de diciembre de 1891 (2015). No obstante:
“El contrato de Gilibert venció en agosto de 1892, pero continuó desempeñándose como instructor de la Policía Nacional. Fue llamado nuevamente a ocupar la dirección de la Policía para enfrentar los violentos disturbios que vivió Bogotá entre el 15 y el 17 de enero de 1893, en los que hubo numerosos heridos y más de 50 muertos (80).
La muerte de uno de los sublevados, el artesano Isaac Castillo, por un disparo con la Rémington (¿de los mismos que tenían los rebeldes?) de un agente del “orden”, y dos heridos de los revoltosos exacerbaron los ánimos. La multitud en pleno subió por la plazuela de San Victorino con el cadáver de Castillo y la protesta popular se desplazó a otros sectores de la ciudad.
Respecto a lo sucedido en la Plaza de Bolívar, declara el jefe de Policía, Wenceslao Jiménez (subrayando la difícil legibilidad con la expresión “intercambio a lápiz”, por ejemplo):
“…me encontré con el motín que venía desde Santa Bárbara, bajando por la calle de San Carlos, con banderas negras y coloradas, y armados de garrotes, peinillas, cuchillos, piedras… lanzando más o menos estos gritos: “abajo el gobierno”, “abajo la policía”, “viva el partido radical”, “viva el pueblo” (vivan los asesinos)… intercambio a lápiz…, “vivan los artesanos”… “serían ya como las 5 p.m., parte de los amotinados se encaminó al local de la dirección… y parte en dirección a san Diego, en el mayor desorden (tachadas en varias partes las alusiones a esto) con el propósito, según se veía, de aniquilar todo elemento relacionado con la policía (cosa acordada hace meses en juntas secretas contrarias al gobierno… …añadido a ataque era ya tan vigoroso y persistente que el señor director tuvo que ordenarnos diéramos (tachado por hiciéramos) fuego con las pocas armas de que podíamos disponer (muchas, para ciertos órganos de la prensa que censuraban.. –añadido–). Así se verificó desde los balcones de la dirección a la multitud… sedienta de nuestra sangre… en ese encuentro quedaron muertos una serie de infelices…los principales responsables (que hacía alarde de su abominable influencia. –añadido–), huían… el fuego empezó a hacerlos disolver…y poco a poco fueron… a continuar su ralea criminal en otros varios puntos de la ciudad…” lápiz) y llevar su estandarte anarquista y disociados por los ámbitos de la culta y cristiana capital…”, “las partidas eran numerosísimas”… “y era imposible, como pretendían algunos atender todas ellas por grande que fuera la fuerza existente en la ciudad)… añadido…, y por todas las calles recorrían considerables grupos gritando vivas a “la comuna”, al “noventa y tres”, etc.…” muchos muertos y heridos resultaron en tan dolorosos trances…”.
A pesar de su confusión, esta peculiar narración permite concluir elementos fundamentales del movimiento social de 1893. Primero: el hecho de que, al principio, la multitud iba pobremente armada, razón suficiente para dirigirse al edificio de la Policía donde podrían apoderarse de verdaderas armas (de aquí lo de los fusiles Rémington con que se hicieron en algún momento de la acción); segundo: en efecto, en un momento dado hubo un enfrentamiento, los rebeldes fueron atacados y algunos huyeron (quizá con armas) o quedaron muertos; tercero: algunos de los manifestantes llevaban banderas rojas y negras o “estandartes anarquistas”; y cuarto: gritaban consignas contra el régimen, contra el gobierno y a favor de los artesanos, de La Comuna y de un Partido Radical. Esta última cuestión de las consignas y el lenguaje justificaría todo un estudio lingüístico respecto del impacto real de las ideas libertarias en la ciudad. Circunstancia que remite la atención a la naturaleza de los espacios públicos de socialización de ideas y a las posibilidades económicas para compartir esas ideas.
La conformación de los grupos de manifestantes podría vincularse, con beneficio de inventario, con esa acotación de Jiménez que alude a un plan preconcebido: “cosa acordada hace meses en juntas secretas contrarias al gobierno”. Esto puede ser verdad o no, pero resulta interesante si se coteja con el hecho de que distintos grupos de la ciudad se reunían en fondas y cafés para criticar el régimen, mejorarlo o aún confabular en contra suya. El rechazo masivo a la hegemonía conservadora y, en particular, al presidente de la Regeneración, Rafael Núñez (1887-1888; 1892-1894), y la defensa de los liberales del ala radical, con quienes históricamente podían tener mayor cercanía los artesanos, eran el caldo de cultivo para el movimiento, el “combustible para el fuego”.
En tal sentido, la descripción de Jiménez resulta difícil de seguir, pero afortunadamente no es la única y en otras encuentra apoyo.
Por su parte, el comisario Deciderio Becerra, destacado en la 2.ª División, que cubrió varios de los frentes de combate afirma:
“A las 8 y 15 p. m. se oyeron nuevamente pitadas con la señal de generala… e inmediatamente el comisario marchó al lugar… con 18 agentes armados de Remington y 15 de sables y al llegar allí encontró a los amotinados de 400 a 500 hombres y dando gritos de mueras al señor Gutiérrez y de vítores al pueblo, con mueras y abajos al Gobierno y vivas al partido radical”.
Aquí se confirma el hecho de que una multitud —de 400 a 500 hombres, tal vez parte de los cuatro o cinco mil hombres con sus niños y sus mujeres a los que se refiere Camacho— avanzó sobre la Dirección Nacional de Policía y entonces se produjo el enfrentamiento con las Remington de por medio. Además, en esta versión se reitera el rechazo a Gutiérrez y las consignas contra el gobierno y en pro del pueblo y el Partido Radical.
El parte policivo establece, además, que Ángel Gutiérrez, jefe de la División de Seguridad,
“regresó en compañía del señor Ministro de Gobierno y Guerra (el general Cuervo) a la Dirección General de la Policía con el objeto de traer cápsulas… pues la mayor parte de los agentes no tenían ni peinilla, ni rifle defendiéndose…con piedras… Estando listo para volver al teatro de los acontecimientos con un pañuelazo de cápsulas ocurrió el motín en el frente de la Dirección por lo que tuve que permanecer allí”.
Al respecto, se debe subrayar el hecho de que, según este testimonio, al principio la Policía no contaba con armas de fuego y al fin, con gran dificultad, estas —“cápsulas” o “pañuelazo de cápsulas”— llegaron de no se sabe dónde como refuerzo directo del ejército y sirvieron para dominar el ataque. De nuevo, la cuestión de las armas aparece en el centro de los testimonios y constituye el foco desde donde se evalúan los hechos. De un modo u otro, como en la Comuna de París de 1871 el poder sobre las armas tiende a resolver el conflicto social.
Al parecer, la ciudad entera fue presa de la acción de los communards que siguen su objetivo revolucionario y, si es el caso, armamentista. En estos términos, el comisario jefe de la División de Seguridad, Moisés Rocha, narra la defensa del local de la Comisaría Quinta, situada en la calle cuarta:
“Hacía el servicio de vigilancia en el circuito de la tercera subdivisión, la cual fue derrotada en su camino por los molineros antes de llegar a la estación, pudiendo penetrar a esta el dicho comisario… y los agentes nn y ff. Todos permanecieron allí cuando al principio el ataque; terminado este no aparecieron sino el señor… y los agentes nn, ff, tt y yo. Los demás habían escapado por sobre unas paredes. Con el rifle único que tenía el centinela…(tachado el nombre) se dispararon 16 tiros, habiendo muerto dos y quedando dos heridos…(resistiendo hasta que los rescató una escolta del batallón quinto de Vargas…) la cual nos ofreció inmediatamente sus servicios para que saliéramos con ella, a lo que no accedí por motivos que no debo exponer… […] adviértase en este punto que aunque no di orden de hacer fuego, el dicho agente Márquez procedió…(raspado)…con gran…(raspado)…”.
Este testimonio —confuso como los anteriores— da cuenta del enfrentamiento entre molineros y oficiales de la policía que estaban de vigilancia. En este caso solo un centinela disparó los dieciséis tiros que terminaron con la vida de un hombre e hirieron a otro. Solo más tarde llegó el apoyo de una escolta. La mención de molineros y la huida de oficiales demuestra bien la condición de los bandos en conflicto: en todo caso, de parte y parte, gentes del pueblo. La ausencia de una solidaridad fundamental entre ellos demuestra hasta qué punto la “labor” ideológica del Estado o la Iglesia impedía la consolidación de una consciencia de clase. La ausencia de un frente común de los distintos grupos inmersos en el motín dificultó su éxito. Si la Comuna de París tuvo una breve vida de dos meses, esta Comuna de Bogotá de 1893 fue flor de solo dos días. Y no obstante la intensidad de los hechos del domingo 15 de enero, de las 10.30 a las 11 de la noche las calles quedaron solas, según advierten los distintos testigos.
Sobre el lunes 16 de enero, el mismo Wenceslao Jiménez C. señala:
“Día 16; en las primeras horas del día que (las nubes de) –los paréntesis señalan lo que aparece tachado con lápiz– intranquilidad y desórdenes formados la víspera por una corriente de pasiones desenfrenadas habían desaparecido (despejando el horizonte), que la calma se había recuperado… que no había ya por que ocurrir a las medidas y providencias de fuerza… Pero por desgracia del germen maléfico crecían con vigor en el ánimo de todos los amotinados del día anterior y un gran número de individuos, dándose el honroso título de artesanos, pero poseídos de malas pasiones, con el poderoso impulso de unos cuantos seres de mala índole, enemigos de todo derecho, sediciosos por costumbre, a promover de nuevo el motín para preparar los cimientos de una completa desorganización social…. “
El tono grandilocuente de esta parte del testimonio supone varias cosas: desde el punto de vista del jefe de Policía, lo sucedido es inexplicable: un “germen maléfico” provocó la revuelta y se extendió rápidamente como un cáncer. Seres poseídos de “pasiones desenfrenadas”, dirigidos por otros “de mala índole”, “enemigos de todo derecho”, “sediciosos por costumbre”, es decir, poco menos que malvados o enfermos mentales, tuvieron como objetivo la desorganización social. Nada de miseria, de injusticia ni de exclusión social como causas del movimiento. Tampoco un análisis serio de las circunstancias precisas en que se desarrollaron los hechos en función del uso de las armas.
La paradoja es que, de acuerdo con Jiménez, a las 11 de la mañana del lunes varias personas se reunieron en el puente de San Francisco y se dirigieron a la casa del Ministro de Gobierno y Guerra, el General Cuervo con el propósito de presentarles “su nueva propuesta y que éste diera su apreciación y les indicara el camino a conducir”. ¿Cuál era esta propuesta? ¿Qué pasó con ella?
Según L.F. Gómez, J. S Blanco y WG. Muñoz (2015): “Ya hacia las 4 de la tarde llegó el batallón de artillería para contener el motín. Allí permanecieron hasta las 6 de la tarde, hora en la que se reúnen en la casa del señor Gutiérrez Isaza y arriba el Coronel Urdaneta con dos compañías de su batallón, bajo la orden del ministro para que se dirijan y acuartelen en el batallón de artillería. Esto se logra hasta las 9 pm cuando parten de la Plazuela de la Capuchina hasta el cuartel” (95).
Esta “balada”, concluye el Cuaderno histórico de la Policía en que pueden consultarse las anteriores versiones, “podría titularse, para Gilibert, ‘Con el agua al cuello’; para los artesanos, ‘El cuello en la soga’ y para la ciudad, ‘Por el cuello, no’”. La metáfora de los peligros que rondan y un cuello humano que los sufre de tres maneras —hasta casi hundirse en el agua; hasta casi ser ahorcado; y hasta casi ser degollado— ilustra la conclusión general desde el punto de vista de diversos agentes del sistema asimilados a un cuerpo humano: una policía estuvo a punto de colapsar de no ser por el apoyo del ejército, unos artesanos son justamente acreedores a la pena de muerte y la ciudad entera fue deliberadamente agredida, casi al punto de ser eliminada.
En cuanto a lo primero, R. V. Cantor (2006) refiere las palabras de Gilibert:
“Después de haber empleado todos los recursos de la moderación y para evitar ser masacrados con mis hombres, me vi en la necesidad de ordenar el fuego, porque, debo decirle, todos los agentes están armados de Rémington. Fue este acto de energía el que nos salvó y salvó también los archivos del edificio de la Dirección. No conozco el número de heridos, en cuanto a los muertos fueron 21” (377-379).
La situación resulta tan clara para los miembros del establecimiento policial que la crónica se concluye así:
“Pero de todos los descabezados, el único que pudo salir a flote fue nuestro Monsieur L´Inspector, para furia de los que gozaban viéndolo chapotear en las espesas chucuas bogotanas. Fue él el primero en analizar con cabeza fría la situación, reconociendo que, entre otras, fue la escasez de personal la causa de que “las divisiones se vieran obligadas a abandonar la comisarías y trasladarse los agentes a diversos puntos, por lo cual los amotinados entraron a las oficinas y destruyeron cuanto encontraron en ellas”.
Desde tal punto de vista, lo sucedido los días 15 y 16 de enero de 1893 probó con creces la habilidad del director de la Policía, Marcelino Gilibert, lo mismo que de sus oficiales. Asumiendo la escasez de personal y la obvia falta de armas en un momento dado, logró encontrar una solución y saldar la rebelión de la forma más eficaz posible: haciéndose a esas armas y utilizándolas “a la manera francesa”, es decir, resolviendo el conflicto a sangre y fuego. Todo muy parecido a lo ocurrido en París, pero más asombroso aún: a lo ocurrido en la Colombia del siglo XXI. Como afirma Renan Vega Cantor (2020): “el comportamiento brutal de la policía ante la población pobre de la ciudad se remite a sus mismos orígenes y recuerda, según el adagio popular, que lo que nace torcido nunca se endereza” (1). Y más adelante: “…en la lógica contrainsurgente que caracteriza a la policía de este país se proyecta hacia el pasado una terminología que es usada hasta el cansancio en nuestro tiempo, la de agitadores extremistas, a los cuales no nombra ni define, que podrían ser lo que en la época del motín fueron llamados por algunos sectores de la prensa conservadora como anarquistas” (14). El hecho de que Luis Ernesto Gilibert, director de la Policía Nacional de 2000 a 2002, sea descendiente del Gilibert del movimiento, revela en persona la relación entre una y otra época.
Para algunos de los protagonistas de los acontecimientos, y sobre todo para los agentes de Policía inmersos en ellos, lo sucedido en esos días de enero de 1893 fue un “movimiento anarquista”, coordinado por la sociedad de artesanos que profesaban “las doctrinas más subversivas y más revolucionarias” y predicaban “la propaganda por la acción”. Esta terminología evoca el lenguaje anti anarquista de fin del siglo XIX en Francia, trasladado automáticamente a la Colombia estamental que buscaba asegurar la rígida pirámide social. Sobre tal lógica, era necesario enfrentar al “enemigo” y restablecer la “armonía social”. Tal como sucedió con los communards franceses, la solución fue el exterminio.
La realidad, informada entre líneas, es que 500 personas se manifestaron el primer día y ¡5000! el segundo (entre una población de más o menos 80.000 personas), hondearon banderas rojas y negras y gritaron consignas como ¡Viva Ravachol! ¡Vivan los artesanos! ¡A la Comuna! y ¡Viva la Comuna del 93! con la clara intención de acabar con una situación evidentemente injusta. Esas personas proferían mueras al gobierno, a la policía y a la iglesia, instituciones represivas donde concentraban la ignominia. La efervescencia política derivada de las propias circunstancias se unió con cierto ideario anarquista que circulaba en países como España o Uruguay, México y Argentina. Un espíritu que fue duramente perseguido por quienes detentaban el poder y se negaban a transformar las instituciones.
A las 8 de la noche del 16 de enero, el Consejo de Ministros presidido por el de Gobierno y Guerra, general Antonio B. Cuervo, y Edmundo Cervantes, subsecretario de Guerra, declaró en Estado de sitio a la capital de la República. Los cabecillas del motín (de los cuales ni siquiera se saben sus nombres completos) fueron conminados a San Andrés y Bocas del Toro (en Panamá). El decreto conocido como censura previa obstaculizó las publicaciones que informaran los sucesos. En total hubo unos treinta muertos, algunos hablan de más de cincuenta, entre policías y civiles, y cerca de medio centenar de detenidos.
El levantamiento popular de 1893 demostró, no obstante su fracaso, que un Tercer Estado puede rebelarse en cualquier momento y atacar el poder establecido. La Comuna de París tuvo una vida fugaz, pero dejó una estela libertaria en América y Europa. Por un periodo mayor tuvo éxito en España o en Ucrania. En Colombia, la estela del anarquismo persistió en algunas comunas independientes, en grupos rebeldes y en publicaciones progresistas. Todavía hoy muchos nos planteamos la vigencia de la libertad, la autodeterminación y la autogestión. Sobre todo, el fin del poder arbitrario de la policía o el ejército y de instituciones anacrónicas como las cárceles donde no se realiza ningún proceso de mejoramiento ni resocialización del individuo.
Trabajos consultados:
Aguilera Peña, Mario. “La policía enfrenta su primera prueba: el motín bogotano de 1893”. Academia colombiana de historia policial. Cuaderno histórico número 18 - enero 2012, 42- 54. https://policia.gov.co/sites/default/files/publicaciones-institucionales/cuaderno-historico-edicion-18.pdf
Aguilera Peña, Mario y Renán Vega. Ideal democrático y revuelta popular. Bogotá: Ismac, 1991.
Alas de Xue. Biófilo Panclasta, el eterno prisionero. Bogotá: Proyecto Cultural, 1992.
Becerra, Desiderio. Archivo General de la Nación, Sección República, Fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, 1893 enero-junio, 22 enero 1893, Folios 449.
Blanco Jiménez, Juan Sebastián; Gómez Barbosa, Luisa Fernanda; Muñoz Sanabria, Wilfer Giovanni. El motín de 1893. Trabajo de grado para obtener el título de Licenciado en Educación Básica con Énfasis en Ciencias Sociales. Universidad Pedagógica Nacional. (2015) http://repository.pedagogica.edu.co/bitstream/handle/20.500.12209/10470/TE-18004.pdf?sequence=1&isAllowed=y
Cabrera, Gabriel. “La cristiana Bogotá se llena de espanto”. El Tiempo. 16 de enero de 1992. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-13298
Cantor, R. V. (2006). Documentos sobre protesta social en la segunda mitad del siglo xix colombiano. Archivos diplomáticos de francia. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (33).
Colombia Cristiana, número 10, 14 de diciembre de 1892, p. 85 (“El socialismo, o sea el desorden…”), o “La conversión de un anarquista” en El Orden: política, religión, filosofía, literatura, Número 284, 26 de marzo de 1892, pp. 83-84.
Gilibert, Marcelino. “Informe del Director nacional de la policía [dirigido] a la dirección de la seguridad de Francia, sobre la insurrección de los artesanos de enero de 1893.” En Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, Número 33, 2006, pp. 378-379.Iriarte, Alfredo. Breve historia de Bogotá. Bogotá: Oveja Negra, 1988.
Jiménez, Wenceslao. Archivo General de la Nación, Sección República, Fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, 1893 enero-junio, 22 enero 1893, Folios 468.
Museo de Arte Moderno de Bogotá. Historia de la fotografía en Colombia. https://100libroslibres.com/historia-de-la-fotografia-en-colombia-un-revelador-registro-del-pais
Soto von Arnim, Jorge. Santafé carcelaria. Historia de las prisiones de la capital de Colombia. 1846-1910. Secretaría General de la Alcaldía Mayor de Bogotá D.C.. 2017. https://archivobogota.secretariageneral.gov.co/sites/default/files/Tesis%20JorgeSoto%20WEB%2007-06-2018_0.pdf
Triana, Humberto. “El motín bogotano del 15 y 16 de enero de 1893: ‘pan, trabajo o muerte.’” En Boletín de Historia y Antigüedades, No 815, diciembre de 2001, pp. 857-858.
Vega Cantor, Renán. “La primera masacre que perpetró la policía en Bogotá: el motín artesanal de enero de 1893”. https://rebelion.org/wp-content/uploads/2020/10/colombia_renan_policia.pdf