El Tercer Estado de hoy y el anarquismo libertario
El Tercer Estado de hoy, el pueblo excluido, rechazado, vilipendiado, debe determinar las pautas de su propia vida en la sociedad. Millones de personas explotadas, masificadas, con horarios absurdos y sin derechos, ejecutan todavía los oficios que el Primer y Segundo Estado no quieren realizar pero no participan en las decisiones que afectan día a día su existencia. Frente a oligarquías consolidadas y élites militares o religiosas, los trabajadores de las más diversas condiciones y aquellos que han perdido o carecen de un trabajo digno continúan sosteniendo ese sistema de exclusión. Este Tercer Estado debe tomar las riendas de su propia vida.
Con la Revolución Francesa de 1789 hubo un cambio substancial del Antiguo Régimen a las repúblicas modernas. El Tercer Estado, que incluía, según Emmanuel Sieyès, a la burguesía y al pueblo, se rebeló contra el clero y la nobleza y llegó al poder. La burguesía progresista anunciaba entonces un futuro de solidaridad, libertad e igualdad para todos. Sueño próximo a cumplir. No obstante, poco a poco resultó evidente que su dominio ideológico y material se impuso por encima de los derechos populares. Frente a esto, como creía Karl Marx, acaso solo una nueva revolución proletaria podría lograr reivindicaciones generales y la tendencia general de los tiempos implicaba el cada vez mayor poder del proletariado. Pasando por el socialismo, donde los medios de producción estarían a cargo del Estado, llegaría el comunismo y los problemas de la gente serían definitivamente solucionados. Hoy, las revoluciones parecen difíciles de llevar a cabo y el Tercer Estado parece mantenerse en su lógica de exclusión y explotación generalizada.
En América Latina también tuvieron éxito las reivindicaciones burguesas mientras que las populares no cuajaron. La Independencia la lograron sobre todo los miembros de la élite criolla y el pueblo –los indígenas, los negros, los campesinos…— que la apoyó se marginó a un segundo plano a la hora de disfrutar de derechos sociales. Las estructuras feudales del sistema colonial se mantuvieron pues los criollos burgueses consideraron que era necesario consolidar las repúblicas modernas por encima del cumplimiento de reivindicaciones populares. En realidad, al mantenerlo todo igual se aseguraban los privilegios. Por tal razón, a partir de entonces una serie de rebeliones intentó equilibrar la situación. Las fuerzas políticas se polarizaron en dos grupos: unos a favor de las viejas estructuras estamentales, otros que querían cambios radicales. Los burgueses se encargaron de establecer pautas oficiales para garantizar su situación y sobre todo para convencer a las mayorías de que su visión de la vida y de la organización social configuraban el Estado de derecho. Como en la Francia de 1830 y 1848, las reiteradas revoluciones no llevaron a la asimilación del Tercer Estado. El pueblo se volvía una y otra vez un conjunto informe dependiente de la indulgencia de la burguesía que era la única beneficiaria del poder. El patriarcado sembrado durante la colonia se mantuvo gracias a estas bases y a los terribles abonos burgueses de la exclusión o el racismo. Ahí estaban la Iglesia, el analfabetismo y el hambre para asegurarlo y las armas para defenderlo. Los conatos de revueltas sociales fueron salvajemente ahogados por órdenes republicanos. Cruentos oficiales del ejército, a menudo terratenientes, protegieron el sistema y sus legados por encima de una plebe ignorante que simplemente le sirvió de carne de cañón. El poder sobre sus tierras y los medios de producción, heredados de sus padres, los dones españoles, se mantuvieron a punta de espada y pólvora. Este era el orden natural de las cosas. El mundo señorial que denominaban graciosamente república. No se quería llegar a la anarquía que suponían los sistemas federativos y de ahí lo de libertad y orden con que adornaron los escudos. Con el tiempo, los partidos conservador y liberal, que creyeron en el centralismo y el federalismo respectivamente, cooptaron las distintas fuerzas sociales y aseguraron la estabilidad burguesa. Los primeros defendieron el antiguo régimen que les favorecía y los segundos lo atacaron estratégicamente con el fin de hacerse a un nicho de poder. Los subalternos, por su parte, se identificaron con uno u otro bando, sobre todo por la labor proselitista de sus líderes pero sin conciencia de clase. Los pobres llegaron a ver en el conservadurismo al enemigo y al liberalismo un custodio de sus derechos. Sin embargo, ambos los traicionaron o, por mucho, le concedieron dádivas miserables. Cuando la división social amenazó peligrosamente al sistema, hablaron de la función social de la propiedad y el adjetivo empezó a ganar categoría en la simple retórica política. Entonces, el partido comunista en ciernes hizo cierto trabajo de apoyo a las reivindicaciones populares pero acoplándose todavía con el liberalismo que esgrimía la bandera de lo social.
Solo en 1871, en París, con La Comuna, el pueblo fue el verdadero líder y existió lo que Marx llamaría revolución con conciencia de clase. En esa única y feliz oportunidad la república dejó de ser el proyecto de la élite burguesa para encarnar los derechos de las mayorías excluidas. Por diferentes factores –la guerra con Prusia, el repliegue de la nobleza y la aristocracia en Versalles, el poder del pueblo sobre las armas –era su propietario—, cierto desarrollo intelectual, una historia nacional de revoluciones, etc.— este fue el momento para hablar de cambios radicales: acabar con el ejército, autogestionarse, educar a los niños en la libertad laica, fortalecer el corporativismo y, en general, abogar por la autonomía y la libertad de los ciudadanos. El Tercer Estado llegó a manifestarse entonces y a acceder a un poder que le había sido birlado desde hacía años por una burguesía que lo había tomado como simple apoyo para sus reivindicaciones de clase.
Fueron solo dos meses, del 18 de marzo al 28 de mayo que respiró La Comuna, pues el contexto mundial y local no le permitió más. Ese tiempo fue suficiente, sin embargo, para entender con claridad la brecha insondable que existía entre dos estamentos básicos, los privilegiados y los desposeídos, que empezaba a determinar la historia. Más o menos 30.000 personas fueron masacradas en el intento pero una nueva idea de república se fue abriendo paso. Los movimientos anarquistas de la España de los años treinta del siglo XX dan cuenta de la continuidad, tanto como la Federación Obrera Regional Argentina, FORA, un ala del Partido Liberal Mexicano o la proliferación de intelectuales latinoamericanos con una nueva línea ideológica progresista como Vicente Rojas, a. Biófilo Panclasta en Colombia. Unos y otros adquirieron conciencia de clase que significaba conciencia del desarrollo histórico.
Predominantemente, los partidos tradicionales del siglo XX fueron volviéndose partidos de una sola clase y, en todo caso, de sectores privilegiados que no se identificaban con los intereses de la gran mayoría. Burgueses consolidados con cierta cultura política que entendieron que lo mejor era conservar las cosas como la tradición enseñaba y aceptar reformas, breves y de apariencia, que satisficieran mínimas reivindicaciones sociales. Reformas que amainaran los ánimos, de vez en cuando exaltados, de las multitudes, pero sin sustrato real. En este contexto, surgieron, con numerosos obstáculos, revoluciones socialistas que empezaron a entender la situación y hablar del pueblo, incluyéndolo en sus discursos y en sus propias y lentas luchas. Fueron estas rebeliones las que lograron cambios en algunos regímenes y la ilusión de que en algo Marx podía ayudar al proletariado. Así, la revolución cubana o el sandinismo, por ejemplo, fueron esperanzas de un orden justo. Privilegio de lo público sobre lo privado, alfabetización masiva, servicios públicos para todos, derechos populares, etc.. La tendencia general de los tiempos tuvo aquí su verificación. La Europa de izquierda apoyaba el proceso y tenía esperanzas en él. Con el tiempo, sin embargo, estas nuevas fuerzas se protegieron a sí mismas, como capillas elitistas, y, como en el pasado, los pretendidos revolucionarios consolidaron su propia estela de poder que pareció acabar el impulso progresista. Los nuevos privilegiados del sistema, con mansiones magníficas, lujos y excentricidades esnobistas, ilustraron la transformación del leviatán moderno de monstruo a caricatura. Una burocracia cercana al líder fundaba un nuevo sistema de exclusión y miseria. De nuevo, la tendencia general de los tiempos pareció una serpiente que se mordía la cola y el veneno le llegaba hasta la cabeza. Y otra vez a girar.
Es en este momento cuando se produce una paradójica transformación en la política. Como antídoto a la exclusión, en un momento dado surgen los regímenes llamados populistas como opciones válidas para los excluidos. De nuevo, el pueblo surgió como actor social y la palabra misma se erigió en término útil para la política. El pueblo debía hacerse al poder, llegar a detentarlo, decían a diestra y siniestra personajes carismáticos con banderas de todos los colores. La cuestión se personalizó de tal manera que fue la voluntad del líder la que le dio espacio a la gente y al que esta se supeditó peligrosamente. La voluntad no venía del pueblo sino de publicistas de la política que sabían muy bien como domeñar a las mayorías. De nuevo, el discurso contradecía a Marx. El opio y la religión se distribuían desde la manguera de los medios de comunicación aparentando otra vez los valores republicanos. El Tercer Estado fundamentó las consignas revolucionarias pero no dejó de ocupar un puesto ceniciento.
Gracias a experiencias como estas, del clásico Estado de derecho se llegó al Estado social de derecho. Del Estado gendarme se llegó a un Estado que legalmente pretendía reconocer los derechos de las mayorías. Su establecimiento en una constitución fue la máxima conquista. Como en el pasado, la cuestión volvió a ser formal y lamentablemente no ha sido suficiente. Esas mayorías siguen sin una verdadera protección y entre negocios transnacionales se diluyen sus derechos. Hasta hoy la consigna social no ha implicado transformaciones reales en el bienestar colectivo y solo se han justificado los mecanismos tradicionales de explotación. Una élite sigue aprovechando el trabajo de la mayoría. Ante tal realidad, resulta necesario entonces pasar de ese Estado social a la autogestión que implica superar la idea misma de estado, buscar el fin de los gobiernos y de las instituciones dichas democráticas, propender por una organización horizontal, sin ejército o Iglesia, con un fundamental respeto por el individuo y su capacidad de autorregularse. La falta de confianza generalizada en el sistema, el desgaste del modelo económico o la corrupción generalizada son muestras del fin de un sistema jerárquico y la previsión de otro justo.
La realidad demuestra el engaño de las elecciones, apariencia de democracia, amañadas por la maquinaria del capital y los medios de comunicación. Los cuadros de los partidos hacen parte de la élite, el Primer Estado, que convence a las masas de que pertenecen a algo en perjuicio de sus derechos más elementales. Los líderes carismáticos son solo monigotes que trabajan para ese Primer Estado y tienen como propósito publicitario convencer a todos de que es posible mejorar en la vida aunque todo siga igual en el Estado social y democrático de derecho. El Segundo Estado, los militares y el clero, aseguran por la fuerza o la fe este orden y todos creen en el prurito de la democracia en construcción. La serpiente continúa envenenándose. El derecho se confunde con los mecanismos de sumisión de unos por otros y, en todo caso, con el poder irrefutable de la élite en perjuicio de las mayorías. A esto llaman democracia. Entre privilegiados y subordinados se definen las cosas y aquellos dependen de estos para conservar su legitimidad.
El Tercer Estado de hoy, el pueblo excluido, rechazado, vilipendiado, debe determinar las pautas de su propia vida en la sociedad. Millones de personas explotadas, masificadas, con horarios absurdos y sin derechos, ejecutan todavía los oficios que el Primer y Segundo Estado no quieren realizar, pero no participan en las decisiones que afectan día a día su existencia. Frente a oligarquías consolidadas y élites militares o religiosas, los trabajadores de las más diversas condiciones y aquellos que han perdido o carecen de un trabajo digno continúan sosteniendo ese sistema de exclusión. Este Tercer Estado debe tomar las riendas de su propia vida.
La consigna debe ampliarse a un lumpemproletariado, como lo llamaba Marx desde su podio alemán: a los clochards, los marginales posmodernos, aquellos que alguna vez fueron trabajadores o que pudieron serlo, que tienen su razón de ser en el orden del desorden. Los miserables de Víctor Hugo, esos seres humanos que ni siquiera salen en las estadísticas, que no aparecen en las imágenes de la pirámide social ni en la televisión y demuestran la fatalidad de los valores dominantes, deben sumarse al cambio. Para todos esos seres humanos de la periferia social, la palabra Estado, como en La Comuna de París, debe perder cada día su validez. Identificada cada vez más con el leviatán que agrede, domina y, en muchos casos, existe solo para cobrar tributos o eliminar al que se niegue a agachar la cabeza, debe ceder su lugar a formas nuevas de comunidades autónomas y autosostenibles. Los sueños de La Comuna de 1871 o la Segunda República Española resurgen entonces como ideales justos, que parecen imposibles pero que, nueva paradoja, resultan necesarios e ineludibles para la subsistencia de la mayoría. Ideales que constituyen la retórica de unos cuantos “anarquistas”.