El Estado militarista, Belisario Betancur y yo
A menudo nos preguntamos cómo influyen los hechos históricos y sus personajes en nuestra vida, cómo la decisión de un presidente, por ejemplo, puede afectarnos. Al respecto, puedo afirmar con toda certeza que a mí me afectó el gobierno de Belisario Betancur más que otros de mi país. Sin lugar a dudas, su decisión frente a la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero Movimiento 19 de abril, M19, el 6 de noviembre de 1985, signó mi vida.
La primera vez que oí hablar de Belisario Antonio Betancur Cuartas fue en 1978 cuando se presentó como candidato oficial a las elecciones presidenciales de Colombia por el Partido Conservador. Entonces compitió y perdió con Julio César Turbay, uno de los presidentes más oscuros de Colombia (que es mucho decir, pues... ¡cómo si no si no los hubiera!), “liberal” que colaboró eficazmente en llevar a la Colombia corrupta e infame por las autopistas de la represión que desde entonces no se han atascado. Poco antes, en las elecciones del 19 de abril en 1970 que ganó fraudulentamente Misael Pastrana Borrero, Betancur había sido “disidencia” del mismo Partido Conservador en perjuicio de su exjefe político, el general Gustavo Rojas Pinilla. De este primer fracaso apenas tengo un leve recuerdo, pero todo el mundo sabe lo del fraude en esas elecciones que provocaron el nacimiento mismo de la guerrilla Movimiento 19 de abril (fecha de los comicios), M19, y que se repetiría desde entonces hasta hoy como mecanismo para burlar el éxito de opciones políticas distintas a aquellas que cuentan con la maquinaria del sistema. Para 1982 era bien conocida la persistencia de Betancur por llegar a la presidencia y gracias a ella y a la robusta maquinaria derivada del Frente Nacional los conservadores tenían la posibilidad de volver al poder. De todos modos este poder se dividía ya, desde 1957 y aún antes, entre liberales y conservadores que se alternaban el gobierno en perjuicio de los demás partidos o fuerzas políticas en ascenso y uno de los dos siempre vencía. Con el respaldo de la Alianza Nacional Popular, ANAPO, partido político fundado en 1961 por el propio Gustavo Rojas Pinilla, Betancur representaba un “nuevo” Movimiento Nacional frente al liberal Alfonso López Michelsen (¡otro para enmarcar!). Así, con la bendita imagen de la palomita de la paz –que se haría endémica de ahí en adelante como imagen de las más queridas y negadas pretensiones nacionales— y con una nutrida votación que demostraba la fe del pueblo en él, al fin el persistente Betancur logró su cometido. De tal ocasión sí recuerdo las circunstancias. En medio de un optimismo generalizado se dijo que su gobierno buscaría la “pacificación del país” –¡otro chistecito en el que, como hoy, se creía con fervor! La estratégica y mansa retórica del político conservador se oponía, como se oponen todavía los discursos de la paz, a las autopistas militaristas que definían y definen el país. Con su acento amable y popular Belisario Betancur auguraba cambios en bien del pueblo, al que en general se dirigía.
Lo que más recuerdo de ese gobierno de Belisario Betancur es, sin embargo, la ruptura unilateral del cese al fuego acordado en las negociaciones de paz con la guerrilla del M19 y a la que se acogió el EPL: los acuerdos fallidos de Corinto, Cauca, de 1984. Ante esto, el M19 reaccionó con la toma del Palacio de Justicia ubicado en el corazón de Colombia, la Plaza de Bolívar de Bogotá. El miércoles 6 de noviembre de 1985 esa guerrilla se tomó la sede de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado con la intención de someter a Betancur a un juicio público por la traición cometida. Aunque en Colombia el común denominador de las acciones bélicas era cosa de todos los días, esta habría de partir la historia de Colombia en dos dada la importancia de las víctimas. Además, si tanto guerrillas como Fuerzas armadas solucionaban los conflictos por medio de la violencia, desde ese momento quedó bien clara la lógica militarista que regía la vida nacional. Betancur se negó a las exigencias de la guerrilla y, según se dice, comandó la recuperación militar del palacio, la llamada retoma por parte del ejército. Yo creo que simplemente “dejó hacer” y el ejército hizo lo que quiso, no por medio de un golpe de Estado (cosa que no era necesaria ni se estila en Colombia) pero tampoco por fuera de tal figura. Esta acción militar hacía parte del contenido castrense de la “democracia colombiana” derivado de su historia de guerras sin cuartel y, sobre todo, del oscuro Frente Nacional que legitimó esta forma arbitraria de solucionar los conflictos. Lo ocurrido constituía, justamente, la clásica representación de ese Estado militarista que definía desde hace tiempo a este país y por desgracia lo sigue definiendo.
Al respecto, el historiador estadounidense David Bushnell subraya que “la operación dejó la impresión – justificada o injustificada – de que en asuntos de seguridad pública el Presidente recibía órdenes de los militares, en vez de dárselas a ellos” (Colombia: una nación a pesar de sí misma : nuestra historia desde los tiempos precolombinos hasta hoy, 2011); y, más recientemente, en una entrevista al periodista Juan Miguel Álvarez hace pensar de nuevo en la vigencia misma de tal evaluación del hecho histórico. El autor de Verde tierra calcinada (2018), advierte que:
“Ha habido momentos en que Colombia ha sido un Estado militarista. Desde Rojas Pinilla para acá, la Fuerza Pública ha sido la arteria central por la que discurren y se toman decisiones políticas que afectan a toda la sociedad. En otras palabras: los gobernantes de turno han ejercido el poder siempre cuidando de incrementar el alcance social de las instituciones militares y de policía. Pudo haber sido el acuerdo tácito que quedó al inicio del Frente Nacional. Un juego: no habrá más golpes de Estado —quizá dijeron los militares—, pero si llega el momento en que el presidente nos tenga que hacer caso, nos tendrá que hacer caso. Se puede decir que es culpa de la situación de conflicto armado, pero también se puede decir que es la defensa de unos privilegios disfrazada de ideología. Hoy, que en términos de control político es casi lo mismo que decir hace diez o veinte años, pareciera que se siguen tomando las principales decisiones del país procurando no alterar la comodidad de la Fuerza Pública. Y eso, de manera despectiva, puede seguir llamándose “estado militarista””(El Espectador, 10 ene. 2019) .
Comparto esta idea de Álvarez, sobre todo para evaluar los acontecimientos del Palacio de Justicia en 1985. Hoy por hoy mi percepción del estado militarista antes y durante el gobierno del presidente Belisario Betancur me resulta evidente y de hecho ha quedado plasmada en mi novela Desaparición (2012) y en mi crónica respecto a lo sucedido en el Palacio y la imagen de mi profesor Alfonso Reyes Echandía (2014). Mi experiencia personal así lo ha confirmado.
En efecto, mi infancia y juventud se desarrollaron en medio de un ambiente de represión, autoritarismo y conservadurismo propio del país. Un ambiente evidentemente militarista. Todavía recuerdo las perennes celebraciones nacionales por la muerte del Ché Guevara, la propaganda estúpida a favor de las dictaduras del sur del continente o el miedo infame que se respiraba en el ambiente frente a cualquier representación de la izquierda, el comunismo, el socialismo y hasta el propio liberalismo, que tampoco era de recibo por buena parte de los ciudadanos colombianos. Todavía recuerdo los desfiles militares que cooptaron la celebración de las fechas nacionales, las marchas con carácter militar en mi colegio, la enseñanza machista y agresiva de los curas dominicos o el anacrónico servicio militar, que era tomado como un deber ciudadano. Al respecto, aún recuerdo que uno de mis compañeros de promoción en 1983 no quiso presentarse al examen vejatorio para enrolar (que incluía desnudamiento público y verificación de las partes íntimas por parte de los uniformados que lo hacían) y, al ser declarado remiso, no pudo formalizar sus papeles y obtener la tarjeta militar. Hasta hoy se le debe considerar un desertor y probablemente por sus principios pacifistas carece de este documento que les es exigido a los colombianos para ingresar a la universidad, tener un empleo o pensionarse.
En lo que atañe al impacto histórico de lo del Palacio, desde finales de 1985 me hice un asiduo lector de reportajes, crónicas, testimonios, investigaciones o textos literarios que me han confirmado esa percepción del Estado militarista. Desde ese momento en adelante se recrudecieron las declaraciones de los medios de comunicación alineados fatalmente en contra de la guerrilla del M19 y de cualquier guerrilla comunista. Los movimientos beligerantes se tornaron incomprensibles, fruto de una incapacidad mental de entender la democracia o como una acción diabólica con la única pretensión de hacer daño. La prensa, los noticieros de radio y televisión o la publicidad desarrollaron tal idea absurda y se ensañaron con cualquier movimiento social, guerrillero o no, paro o manifestación pública. Todo esto eran expresiones de un enemigo. La represión sustentada en el autoritario Estado de sitio que no abandonaba a Colombia se hizo más cruenta y muchos tuvimos que sufrir en nuestra vida cotidiana la presencia de la policía, el ejército o los llamados escuadrones de seguridad. Las requisas, los retenes y la acción constante de las fuerzas armadas se hizo algo connatural a la vida social. De 1987 en adelante, por ejemplo, la Universidad Nacional de Colombia, en la cual estudié Filología y Literatura, tuvo presencia militar. En 1987 la situación llegó a un punto tan crítico que se el gobierno decidió cerrar el campus. En medio de pedreas, enfrentamientos y fustigación entre estudiantes y militares, avanzaron mis estudios y al fin logré culminarlos en 1994, año en que ya estaba vigente una constitución más progresista y democrática. A pesar de ella, sin embargo, la vida académica continuó afectada por la militarización del país y a buena parte de la gente esto le parecía normal. Los medios de comunicación habían logrado su tarea de satanizar la “subversión” y a la universidad pública. Habían estandarizado los cerebros y fortalecido la mentalidad liberal y luego neoliberal que aseguraba la persistencia de un sistema excluyente y estamental. Todavía la lógica de la represión se presentaba como necesaria y para muchos se volvió hasta deseable. Había gente “mala” que había que perseguir. Poco a poco la seguridad se consolidó como el único discurso en desmedro de las necesidades más sentidas de la gente: la educación, el alimento, los servicios de salud o las pensiones. Salir a la calle, pensar de modo distinto a la mayoría, ser estudiante de universidad pública o desarrollar actividades teatrales eran condiciones para temer la represión del Estado. Señalo esto último de ser teatrero puesto que yo lo era mientras estudiaba. Así, además de mi condición de estudiante, de una universidad pública, la Nacional, y de una privada, la Universidad Externado a la cual pertenecían los magistrados de la Corte Suprema sacrificados en las dos tomas, pertenecía al grupo de teatro La Tramoya que tenía su sede en la capital. Tal condición me permitió entender, creo yo, el ambiente social y político en que se había enmarcado lo ocurrido en el Palacio de Justicia y sus tentáculos extendiéndose hacia el futuro.
En efecto, luego de lo del Palacio y de las muertes de juristas como Reyes Echandía, Carlos Medellín, Manuel Gaona o Emiro Sandoval, poco a poco, pero efectiva y radicalmente, cambió mi vida, como las de otros estudiantes de la promoción de abogados de 1988. Sobre todo, cambió nuestra percepción de la política, del derecho y de las instituciones, las cacareadas “instituciones que había que defender” según las propias palabras de Betancur al explicar lo ocurrido con las 101 víctimas del llamado “Holocausto del Palacio de Justicia”. Así, en 1989 trabajé como juez promiscuo en Anapoima, donde leí ávidamente el libro de Olga Behar, Noches de humo (1988), que me mostró otra faceta de lo ocurrido en el Palacio distinta a las versiones de los medios de comunicación. Luego, en 1991 trabajé como sustanciador en un juzgado penal de Bogotá y desde allí, desde el corazón mismo del poder judicial, pude ver de cerca los efectos perjudiciales de esa dinámica militarista del país. Una evidente voluntad represora y penalizadora marcaba el derecho y las cárceles comenzaban a llenarse de personas: varios inocentes sin dinero para pagar un abogado, sobre todo. El sistema carcelario era desde entonces una bomba de tiempo a punto de estallar. El ánimo perseguidor y sancionador del Estado se impuso y prevaleció sobre mecanismos de prevención del delito, sustitución de penas, educación a los ciudadanos o justicia social. A esto se sumó más tarde el tal proceso acusatorio que no mejoró las cosas y profundizó aún más las brechas entre ricos y pobres, entre poderosos y excluidos del sistema.
Un detalle de Belisario Betancur en torno al tema del Palacio de Justicia llega a mi memoria ahora. Una anécdota reseñada en mi novela Desaparición. El mismo 1985 el presidente envió una tarjeta navideña a una de las víctimas de lo ocurrido que ya se había comunicado con él antes. “Solidaridad en estas fiestas”, decía. Lo que me hizo pensar más de este asunto informado en algún medio fue la breve y ligera diplomacia que mantuvo Betancur con las víctimas y la percepción misma de esta víctima de que la tarjeta había sido un insulto. El presidente había sido corresponsable, si no el responsable absoluto de la resolución de los hechos y a falta de consciencia y contrición públicas solo le dedicaba cuatro palabras diplomáticas a una de las víctimas. La tarjeta, claro, no servía ni siquiera de testimonio de lo que decía. No había habido real solidaridad con los dolientes. Por el contrario, ante la indiferencia y frialdad con que había actuado Betancur frente a los hechos, constituía un insulto. El presidente intentaba guardar las formas pero faltaba a lo substancial: la expresión íntima de su responsabilidad en los acontecimientos o su compromiso real con los damnificados y con la justicia. Y la cosa no era solo de diplomacia, sino de su responsabilidad posterior: no denunciaba lo ocurrido, no exigía responsabilidades de los altos mandos militares, no decía nada. Así lo tomó la víctima que recibió la tarjeta navideña.
Con datos como este y otros muchos, creo que, en efecto, como los demás, como los presidentes más oscuros de este país a los que me he referido antes y otros más, Betancur es solo la punta del iceberg del estado militarista. Belisario nunca quiso confirmar que lo que sufrió el país fue un golpe de Estado, pero tampoco desmintió las versiones que lo decían. Ni siquiera se tomó la molestia de negar que durante todo el 6 de noviembre apenas le dio importancia al asunto del Palacio, o por lo menos la importancia que merecía (no contestó la llamada de Reyes Echandía), y dejó que las cosas avanzaran a libre arbitrio de las Fuerzas Armadas. El hecho de que toda la operación “rastrojo” hubiera estado coordinada por ellas demuestra el carácter del Estado que gobernaba a la vez que su condición como presidente subordinado a ellas.
Como jefe de Estado, Betancur impulsó la paz y hasta una ley de amnistía para los beligerantes, es verdad. Obtuvo la firma de los acuerdos de la Uribe, Meta, suscritos por una Comisión de Paz, Diálogo y Verificación, en representación del gobierno, y por el Estado Mayor de las FARC-EP, que el 28 de marzo de 1984 ordenaron el cese al fuego a sus 27 frentes guerrilleros (antecedente necesario de la pretendida paz de 2016). Como consecuencia de esto, ordenó ese mismo cese a todas las autoridades civiles y militares del país. Sin embargo, esto no lo cumplió. También suscribió los acuerdos de Corinto con el M19, cuyo incumplimiento por parte de una fracción del ejército a su cargo constituye un referente fundamental para entender lo que vendría en la historia colombiana y, sobre todo, en el poder judicial. Su política parecía loable, pero, mirado en perspectiva, la constituyeron esas gestiones formales frente a la contundencia de la realidad del Estado militarista en que se desarrollaban. En efecto, Belisario heredó el Estado reorganizado del Frente Nacional y sobre todo de Turbay, como Juan Manuel Santos la Seguridad democrática de El Innombrable. Contaba con una parte de las fuerzas armadas a su favor para un acuerdo con las guerrillas pero en un momento dado estuvo frente a frente con la otra y se subordinó a ella. Su decisión o indecisión en lo del Palacio fue la encrucijada definitiva del Estado colombiano. El hecho demostró que en Colombia se hacen reformas pero el Estado no se compromete de lleno con ellas. El presidente, que tiene un gran poder jurídico en el sistema, puede en un momento dado determinar la política nacional pero eso tiene el límite material del Estado militarizado. Para el caso de marras, la decisión el presidente en 1985 confirma esa dinámica. Aunque Betancur pudo transformar el destino de la república hacia sendas democráticas, no lo hizo. Desde mi punto de vista de ese momento, y de ahora, creo que el presidente tuvo la oportunidad de salir airoso pero no actuó a la altura de su cargo. Y no solo se trata de que fuera el presidente de la república de Colombia, era un líder. Uno siempre puede manifestar su posición frente a algo, renunciar a algo, oponerse a algo. Un presidente más: él siempre puede y debe conservar gran diligencia y la dignidad del cargo puesto que ambas son la base la de la república que representa. Morir o arriesgarse a esto si es el caso.
Desgraciadamente, para 1985 se conjugaron el hombre timorato y el presidente diplomático, el individuo mediocre con su pobre historia. Por eso son tan importantes los currículos de los ciudadanos a la hora de elegir presidente. Se debería escoger al mejor, al más transparente, aquel que ha probado con su vida la vigencia de sus principios y su compromiso con ellos. Eso si se cree en este mecanismo popular de las votaciones democráticas, que en casos como este han reemplazado la democracia misma. Lo de 1970 llevó al nacimiento del M19 pero 1985 hubiera servido de corrección histórica para uno de sus protagonistas. También esto hubiera servido para prever posteriores elecciones amañadas que consolidaron a presidentes más oscuros acaso que Betancur y nuevos frentes inconformes con el resultado. Pero no fue así.
La actitud de Belisario Betancur de 1985 no resulta sorpresiva (ojalá lo hubiera sido), tenía ya antecedentes. Betancur fue el único diputado que en 1950 respaldó a nuestro más famoso fascista, Laureano Gómez, como presidente constitucional. Luego, según se dijo, militó a conveniencia en las filas del general Gustavo Rojas Pinilla e hizo parte oportunista de la ANAPO. Más tarde, cuando le resultó útil se retiró de ese movimiento para oponerse a su fundador pero volvió a él para pedir su apoyo en las presidenciales de 1982. Puede decirse entonces que el vaivén definía al hombre que fue. De ahí en adelante se puede seguir una carrera con tal impronta. El hombre sencillo, diplomático, el amable, el liberal, como lo catalogaba su primera esposa, Rosa Helena Álvarez Yepes, hacía simplemente lo que le era útil en un momento dado.
En tal sentido, hace poco (22 de diciembre de 2018), con motivo de la muerte del expresidente, Julio César Londoño hizo lo que se hace a menudo a propósito de Belisario: subrayó el origen humilde de Betancur (del que hizo gala a menudo) como causa de su imposibilidad de oponerse a esa parte dominante de las fuerzas Armadas que decidieron lo ocurrido en el Palacio (El Espectador). Para mí, con todo su historial, en 1985 el sencillo hombre que era Belisario solo siguió su talante de siempre y a lo que era ya una norma de la política colombiana: la apariencia. Para decirlo en dos palabras: no creo que su decisión de noviembre de 1985 obedeciera a su origen humilde. A pesar de este origen, Betancur había ascendido en la política nacional. Su ambición lo llevó a conciliar con distintas fuerzas, incluso con las que parecían sus antípodas. Así lo hizo siempre. Como era de esperarse, con tal perfil, en noviembre de 1985 no tuvo dignidad ni como persona ni como jefe de Estado. Y lo ocurrido no lo transformó como hombre o presidente. A los pocos días fue sindicado de no haberle dado ninguna importancia a la inminencia de la hecatombe de Armero y, junto con Iván Duque Escobar, ministro de minas de la época y padre del hoy subpresidente de Colombia, fue considerado responsable de lo ocurrido. La política, las “instituciones”, los intereses eran más importantes que lo importante, el tal pueblo.
Para mí, ese talante de Belisario Betancur tuvo suprema revelación cuando tuve la mala fortuna de acercarme a él. Como miembro de la Academia de la Lengua y parte de la Junta directiva del Instituto Caro y Cuervo, instituto en el que trabajé en 1995, pude verificar de cerca su poder, sobre todo en el campo administrativo y editorial. Su manipulación de las nóminas estatales era absoluta. Tanto como de los premios, las becas o las publicaciones en Colombia. Nombraba y echaba a las personas que consideraba debían mantenerse o no en un cargo, tuvieran o no las condiciones para ejercerlo. Otorgaba sus privilegios a sus amigotes, ayudaba a sus protegidos. Lo mismo de siempre. Y, según pude constatar luego, así perduró hasta este siglo. En 2003, con motivo del IV Congreso de la Lengua, de nuevo el azar me permitió constatar su poder omnímodo e injusto. Sus dádivas a España y a los contratistas internacionales sin duda le procuraron premios, distinciones, nacionalidades, editoriales y hasta títulos Honoris Causa de Estados Unidos. Todo eso se sumó a su interés profundo en las banalidades: el lujo, los hoteles de cinco estrellas, los tiquetes ejecutivos.... Y hablar de todo esto no me resultó inane: su poder llegaba hasta los centros culturales de Colombia y España y uno de ellos me censuró definitivamente por haber hablado de su responsabilidad en la resolución infame de lo ocurrido en el Palacio de Justicia en 1985. De eso no se puede hablar, y menos en perjuicio de la vaca sagrada que ya hace parte del poder en España.
Con todo esto, en 2013 el azar me permitió al fin un acercamiento personal a su grandeza, presidente Belisario Betancur. Con dificultad, en un vuelo Medellín-Bogotá pude abordarlo. Luego de sobrepasar la barrera de sus guardaespaldas, accedí a su persona. Supongo que usted, BB, creyó que yo le hablaría de su excelente gestión presidencial o acaso le pediría una recomendación para la Fundación Carolina o un autógrafo. Lo que yo buscaba, sin embargo, era algo más simple: entregarle en sus propias manos, aquellas que preferían el whisky, la poesía y las mujeres, mi novela Desaparición. Le advertí que allí quedaban consignadas mis más íntimas apreciaciones de ciudadano frente a su censurable proceder a propósito de lo ocurrido en 1985; que esperaba que lo leyera y sintiera remordimiento por su decisión o indecisión de entonces. Por supuesto, usted se quedó estupefacto. Quien era yo para hablarle así. No hacía parte de los López, ni de los Santos ni de nada. No era nadie. Ni siquiera era español, blanco o extranjero, como para escucharme. Solo un Gustavo Forero. ¿Forero? ¿De cuáles? Con dificultad, usted recibió el ejemplar y manifestó su displicente agradecimiento. De hecho, como deshaciéndose de algo impuro, se lo entregó inmediatamente a uno de esos guardaespaldas que bien lo custodiaban y retomó la marcha con Dalita. Yo me quedé mirándolo mientras el séquito se alejaba: su lento paso, su bastón... ¿Puede un hombre tener tanto poder?, me pregunté. ¿Puede en efecto este hombre haber determinado mi vida como lo hizo? Recordé entonces los dos días de noviembre de 1985 que provocaron mi escepticismo frente a las instituciones colombianas, el día en que en la Universidad Externado se hizo un homenaje a los magistrados caídos en el Palacio y se repitieron sus huecas palabras: que todo había sido por salvaguardar las instituciones, que bla, bla, bla (contado en mi novela Amantes y destructores); recordé a mi amigo Jose Rey del grupo de teatro La Tramoya indignado frente a los repetidores del engaño. Recordé mi exilio y mi soledad en España, donde comprendí su poder trasatlántico que se confundía con el apoyo filantrópico a las causas sociales; recordé las minucias de su vida personal que llegaban a mis oídos por diferentes fuentes, sus estupideces, sus alardes sexuales, sus intrigas, sus amiguetes…; recordé mi paso por el Instituto Caro y Cuervo, mi desilusión de la cultura, del ambiente literario, del mundo de los escritores palaciegos; recordé las razones por las cuales había llegado a desdeñar la cultura oficial, todo reconocimiento del poder. Sí: usted influyó en mi vida, Belisario Betancur. Para mal. Me mostró lo que todo el mundo sabe: la corrupción del poder, la mentira de los partidos políticos, la banalidad de la política, la arbitrariedad de sus decisiones, la realidad del estado militarizado, de ese mundo del cual me he querido sustraer. Recordé porqué en 1995 huí de este país y solo hasta 2003 regresé porque siempre temí como temo ahora a sus dirigentes.