Una semblanza de mi padre: Jorge Alirio Forero Rincón
Mi padre es un misterio. Desde la fecha de su nacimiento hasta las circunstancias de su muerte en un accidente de tránsito, todo lo suyo me ha resultado siempre desconocido. Por cada dato que busco, por cada anécdota que quiero saber, he tenido que hacer una pesquisa, una encuesta a familiares, amigos o testigos; indagar entre quienes lo conocieron; arar en mis nebulosos recuerdos. Así, poco a poco, he reunido algunas fichas del rompecabezas, incompleto siempre y lleno de recovecos, los recovecos de mi propia identidad.
Probablemente, Jorge Alirio Forero Rincón nació en Lourdes, municipio del departamento de Norte de Santander, Colombia, el miércoles 5 de julio de 1922, y, con seguridad, murió cuando el autobús en que iba cayó en un abismo de la carretera 55 de Pamplona-Chitagá del mismo departamento, el domingo 26 de abril de 1970. Desde este día, mi madre quedó sola con nueve hijos a cuestas.
El acta de bautizo de Forero Rincón es del viernes 30 de marzo de 1923 y el párroco que la suscribe es Raimundo Ordoñez Yañez, un tío suyo, quien ofició el sacramento. Como era costumbre, este se realizó poco después de su nacimiento, en el mismo pueblo, Lourdes, que ese mismo sacerdote había fundado poco antes, en 1905. Como un “conquistador”, según lo llama el himno local del municipio, Ordoñez Yañez había logrado talar monte y establecer la población en medio de lo que antes era selva tropical y haciendas cafeteras. Posiblemente los terrenos escogidos adquirieron así título de propiedad y legitimidad para él y otros colonos familiares suyos como José Ordoñez, Clímaco Ordoñez, Secundino Yañez, Francisco Peñaranda Ordoñez, Jerónimo Peñaranda y Lino Bayona, que acaso los habían poseído “pacíficamente” hasta entonces o simplemente se los apropiaron antes por su labor en la tierra o sus habilidades en el cuidado del ganado para el consumo o el comercio. Los indios —chitará o motilones—, los propietarios originales y, por supuesto, legítimos, poco tendrían que ver con el asunto o simplemente ya habrían sido diezmados por el “hombre blanco”. Entonces, “El gobierno aseguraba la posesión con Escritura Pública como colonos descubridores de tierras baldías” (Mil abuelos Peñaranda, 125).
“Hijo de Tulio Aristides Forero Ferro y Mercedes Rincón Ordoñez”, esa partida de bautizo de Jorge Alirio establece, además, que los abuelos paternos eran Aristides Forero Rodríguez e Isaías Rincón, otro colono, de quien heredé mi segundo nombre. Sus abuelas eran Balbina de la Cruz Ferro Morales y Francisca Ramona Ordoñez Peñaranda, prima del párroco. Sus padrinos, Abraham y Abigail Yañez (hermanos, hijos de Secundino Yañez y Margarita Peñaranda), también familiares. Por estos detalles del acontecimiento se puede inferir que Lourdes era una comunidad endogámica, como acaso puede serlo todavía, con una particular historia de inmigración y asentamiento español y hebreo, entre otros. A falta de registro civil de nacimientos, solo se contaba con partidas de bautizo de curas como Ordoñez Yáñez que establecieron un “orden” —el orden de la “civilización” y el “desarrollo económico”— en esas tierras agrestes. Los registros “curales” eran los documentos oficiales de la época y, sin duda, como en este caso, respondían tanto a la diligencia del sacerdote como a sus intereses familiares o particulares. Probablemente los niños indígenas no eran sistemáticamente registrados, como los hijos de uniones “irregulares” o de comunidades no católicas. La cuestión daría para numerosas investigaciones sobre el papel de la Iglesia en la organización oficial del Estado o el valor de los documentos en la historia nacional. Ojalá algún día algo así se haga.
Jorge Alirio fue el tercer hijo de la familia. El primero era César Tulio y el segundo Quintiliano Segundo. La última sería Mercedes Forero Rincón, que nació algunos años después. En la misma partida de bautizo religioso de mi padre se anotó luego su matrimonio con mi madre, Zaida Margarita Quintero Fuentes, el miércoles 25 de enero de 1950 en Pamplona. Los padrinos de este enlace fueron María de Jesús de Torres y Bernardino Jaimes, acaso familiares del presbítero Numa Julián Calderón Jaimes. Mi madre había sido bautizada el miércoles 24 de julio de 1929 por su tío Pedro Gregorio Antonio Quintero Prada, de quien he hablado en otro texto, también sacerdote, en la iglesia parroquial de Salazar de la Palmas, Norte de Santander y, de nuevo, los detalles del enlace darían para una interpretación de la historia y, por qué no, una novela.
Algo de todo esto lo expongo al principio de A la intemperie, donde señalo detalles de mi familia paterna y de la fundación de Lourdes, el pueblo de origen; y al final de Amantes y destructores. Una historia del Anarquismo, donde sintetizo un leitmotiv de la novela relativo a la presencia permanente del padre en la vida del autor/personaje y menciono el accidente automovilístico que acabó con la vida de mi padre y de las demás personas que el domingo 26 de abril de 1970 iban en un autobús por la carretera 55 de Pamplona a Chitagá, justo por un lugar llamado Peñas Pulido.
El accidente en Peñas Pulido
Grosso modo, el accidente automovilístico que acabó con la vida de mi padre ocurrió en las horas de la tarde, en esa carretera de Chitagá a Pamplona, en un lugar llamado popularmente Peñas Pulido, que era más que una peña un abismo. Desplazándose a pueblos vecinos, mi padre trabajaba como odontólogo los domingos. Allí, un consultorio improvisado, alquilado para el efecto, y una sillita humilde servían para atender a quien lo necesitara con el instrumental que llevaba en su maletín profesional. De este pueblo de Chitagá, en particular, traía a casa, además del dinero recaudado, verduras, queso, peras con que algunos pacientes le pagaban su asistencia odontológica. Salía muy de mañana y llegaba a eso de las seis de la tarde a su hogar. Ese día, sin embargo, el autobús en que regresaba a su casa en Pamplona cayó en el abismo de la cordillera oriental, derivación de los imponentes Andes suramericanos. Junto con unas veinte víctimas más, murió por “fractura de cráneo y fracturas múltiples”, según “certifica” el doctor Héctor Higuera Bastos, uno de sus amigos. El acta de defunción del lunes 27 de abril se levantó por “denuncia” de su medio hermano, Adolfo Forero Joves, ante el juez del circuito de la localidad Luis A. Rojas A. y tiene como testigos a Rodrigo Lizarazo, otro de sus amigos, y María Silva, de quienes apenas tengo alguna noticia.
Al escribir lo anterior recuerdo la versión de Cecilia Romero de Montañés, una amiga de la familia, respecto de lo sucedido: ese día, domingo 26 de abril de 1970, su esposo (¿Humberto Montañés Villamizar?), quien también trabajaba a destajo en Chitagá, volvía con su hijo enfermo. Dándose cuenta de la situación, mi padre no dudó en cederle su puesto en el taxi que habitualmente usaba para regresar a Pamplona. Él tomaría el autobús, según le explicó con amabilidad a Montañés, y así él y su hijo podrían llegar más rápido a su casa y, si era el caso, al hospital de Pamplona. La generosidad de mi padre llevaría a los tristes acontecimientos.
El precipicio de la cordillera era tan profundo que con dificultad se rescató algo de las víctimas, acaso ni las manos completas. Quienes lograron llegar al lugar para emprender la búsqueda, un funcionario de la Defensa Civil de Pamplona (de apellido Cárdenas) y otros colaboradores, utilizaron cuerdas para halar los cuerpos y recolectaron así lo que pudieron depositándolo en una bolsa de plástico para enviarlo al hospital. Lo que quedaba del de mi padre —su rostro, parte de su cabeza y su mano izquierda— se intentó reconstruir allí y enseguida fue depositado lo mejor posible en un ataúd, cubierto en buena parte por una mortaja blanca que no impactara demasiado a sus deudos. Luego, en medio de su llanto, mi madre preguntaría dónde estaban las manos de su esposo (en el ataúd solo se veía la parte de su mano izquierda sobre la sábana mortuoria), a lo que lógicamente no obtuvo respuesta alguna. A ella solo le entregaron una bolsa con sus tirantes y lo que quedaba de su corbata manchada de sangre, cosas que se conservarían por mucho tiempo en un baúl de la casa. Yo veía estos objetos a veces, cuando curioseaba su contenido, y la simple visión me provocaba una profunda impresión. Aunque no sabía entonces detalles del hecho, ahí estaban las pruebas de su ocurrencia.
El lunes 27 de abril se llevó a cabo el concurrido funeral, adonde asistieron ocho de sus hijos —la mayor, Gloria, vino de Bogotá, donde estudiaba Derecho, y a mí me dejaron en casa de los Bautista—, sus hermanos y medio hermanos, incluido Humberto Forero Joves, que llegó avanzado el desfile y retrasó el entierro. A ellos los acompañaron amigos, estudiantes de los colegios de la ciudad, de la universidad, antiguos pacientes, compañeros de proyectos políticos, de asociaciones, doña Flor, la dueña de la tienda donde mi padre se tomaba sus cervezas, etc., etc.… una multitud que acompañó el féretro en ese multitudinario funeral que habría de culminar en el cementerio del Humilladero, en el panteón de la familia Bautista, que amablemente cedió un lugar, donde reposaron sus restos durante cinco años.
“Por qué todos visten de negro”, cuenta mi hermana Carmen que pregunté ese día, cuando ella me vistió con mi suéter amarillo de siempre, uno tejido por mi madre. “No sé, no sé…” respondió ella, una jovencita de solo trece años de edad; y después, frente a mi pregunta por el paradero de mi padre, de la que sí me acuerdo, alguien —acaso Mariela de Bautista, amiga de la familia— me explicó que “Había ido al cielo”. “¿Cómo?”, le increpé, y ella acotó: “En un gran columpio”.
Esa imagen de ascenso o levitación del columpio habría de perseguirme siempre, sobre todo cada vez que veía uno de estos juegos infantiles, cuando me subía en uno o cuando mecía a un niño en él. Una imagen que me persigue todavía…
Algo de lo que sucedió luego de la muerte de Jorge Alirio Forero lo escribió mi hermana Ligia en su diario: “Luego de la muerte de mi padre, vino el largo duelo. Durante mucho tiempo, solo duelo. Todos, madre e hijos, vestidos de negro, sin música, sin televisión… solo salíamos al cementerio a llevarle flores a la tumba”.
Entonces, la familia y la casa misma entraron en decadencia. El dinero era muy escaso y la pena de mi madre era tal que lloraba a menudo frente a la imagen de la Virgen. Fue tan impactante su llanto y el de mis hermanos, que aún lo recuerdo; sobre todo el llanto de mi madre y Ligia enfrente de la cuna donde yo dormía, en la habitación principal de la casa.
Este periodo de la vida familiar fue tan duro que, según contaba mi madre años después, solo podría compararse con una historia de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, novela que a su pesar leyó entonces. Ella se sentía como la viuda Rebeca en su casa abandonada:
“Aureliano Triste andaba buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera … y se interesó por el caserón decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza. Preguntó quién era el dueño. Alguien le dijo que era una casa de nadie, donde en otro tiempo vivió una viuda solitaria que se alimentaba de tierra y cal de las paredes, y que en sus últimos años solo se le vio dos veces en la calle con un sombrero de minúsculas flores artificiales y unos zapatos color de plata antigua, cuando atravesó la plaza hasta la oficina de correos para mandarle cartas al obispo. … Había pasado tanto tiempo desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal, que todo el mundo daba por sentado que la dueña de la casa y la sirvienta habían muerto mucho antes de que terminaran las guerras, y que si todavía la casa estaba en pie era porque no habían tenido en años recientes un invierno riguroso o un viento demoledor. Los goznes desmigajados por el óxido, las puertas apenas sostenidas por cúmulos de telaraña, las ventanas soldadas por la humedad y el piso roto por la hierba y las flores silvestres, en cuyas grietas anidaban los lagartos y toda clase de sabandijas, parecían confirmar la versión de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio siglo” (251).
Como en tantas oportunidades, la prosa de García Márquez recoge con precisión el realismo mágico que define la tragedia colombiana. Para el caso de mi familia, esta tiene, además, una peculiar representación en la placa profesional de mi padre.
De una placa profesional a una informativa pasando por dos lápidas
Lo ocurrido con la placa de odontólogo de mi padre resume bien la envergadura de la tragedia familiar y acaso un destino que yo no sé explicar o entender: luego de su boda de 1950, y de un tiempo en Sardinata donde mi padre trabajó como odontólogo, en 1951 mis padres llegaron a establecerse en Pamplona. El nuevo odontólogo ofreció allí sus servicios profesionales al público: “Jorge Forero, Odontólogo. Cirujano dentista de la UN. Odontología infantil. Extracciones difíciles”, decía su tarjeta personal. En tal sentido puso, además, una placa en la entrada de su domicilio, una casa que les había alquilado el gobernador del departamento, Carlos Vera Villamizar, donde se instaló la familia y su consultorio. Allí habrían de nacer mis cinco hermanos mayores y consolidado su trabajo profesional.
Poco tiempo después, en 1958, mis padres cambiaron de residencia. Se fueron a vivir a una casa vecina, adquirida, entre otras cosas, con el fruto de su trabajo y, por supuesto, debieron trasladar la placa para ponerla a la entrada del nuevo despacho, un inmenso espacio de la casa adecuado para el efecto. Allí llegaron los pacientes conocidos y los nuevos que se iban acumulando gracias a su trabajo diario.
Doce años después, mi papá murió en el accidente automovilístico, tuvimos que vender la casa y retirar la placa profesional de odontólogo, que resultó en casa de los Bautista como mesa auxiliar.
En efecto, por diversas circunstancias, sobre todo económicas, en 1974, tuvimos que vender la casa, abandonar Pamplona y emigrar a Bogotá. A falta de oportunidades en la ciudad, mi madre tuvo que buscar este destino. Un año después, los restos de mi padre serían trasladados del panteón de los Bautista de El Humilladero a la iglesia de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Chapinero (cerca de donde vivíamos en la capital, en la Avenida Caracas con calle 53). La losa original con la inscripción funeraria de mi padre se la debieron entregar entonces a mi madre porque desde esa época la vi en el baúl de siempre, en aquel en que se conservaban sus tirantes y su corbata, envuelta en una tela negra como sudario.
En 2004 esa losa se convertiría en la lápida de la tumba de mi mamá con una nueva inscripción que yo mismo redacté: "Descansa en paz, mujer, madre y héroe".
Años después, cuando los restos de mi madre fueron trasladados a una pequeña cripta de los Jardines de Paz de Bogotá, donde todavía se encuentran, la lápida volvió a nosotros y el anverso se transformó en la placa de la casa de Las Margaritas, la antigua casa de mi familia materna, con otra inscripción que de nuevo redacté sintetizando (al cálculo) los nombres y fechas de las mujeres que vivieron allí. De este modo, la losa de mármol que había estado en el panteón familiar del Humilladero volvió a Pamplona.
Lo que sucedió en el ínterin, la vida misma de mi padre, damnificado del destino o del subdesarrollo (como advierte Biófilo Panclasta al hablar de las carreteras de Colombia), sus ideas o acciones, queda en el misterio o solo en mis libros y en escritos como este donde aparece fugazmente reseñado. Desde entonces, ni mi madre ni mis hermanos me hablaron de mi padre, y lo comprendo: el dolor se amplifica en las personas cuando sucede una tragedia y se busca acallarlo por todos los medios. Solo algunos conocidos me hablaron de él, pero fragmentadamente. Mis temporadas en Pamplona, en Cúcuta, en otros lugares del departamento con el propósito de averiguar el misterio me ayudaron a unir esos fragmentos de la historia, recoger trazos de su experiencia y armar mi propia versión, siempre sesgada, de su historia.
Desde mi punto de vista actual, entre el heroísmo de mi madre, responsable de nosotros, los nueve hijos, y las circunstancias de la muerte de mi padre en el precipicio se perdió un “legado” real, ese que deja un padre en circunstancias “normales”, sin tropiezos, en el día a día. Tal vez por esta razón, en mis textos evoco, en particular, lo que sería este legado, esto es, una noticia pausada y desgranada de lo que debió vivir mi padre durante la triste república conservadora, luego de El Bogotazo (El Colombianazo, en realidad), en la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) y después, durante el excluyente Frente Nacional (1957-1970). Ese mundo misterioso de su vida, del que no he tenido un real conocimiento, o por lo menos una idea fiable, deviene entonces en fruto de especulaciones, de interpretaciones de aquellas versiones fragmentadas, de lecturas de testimonios o de rumores… y últimamente de algunas de sus cartas… Solo así he podido reconstruir una historia que es entrañable biografía.
Infancia
Algunas anécdotas de la infancia de mi padre resultan sorprendentes y me impulsan a establecer este perfil: cuando Jorge Alirio tenía cuatro años, el martes 21 de diciembre de 1926, llegó al mundo su hermana Mercedes y su vida cambió. La madre perdió la vida un día después del parto, el miércoles 22, y el padre, don Tulio Aristides, mi abuelo, apenas resistió el dolor y la soledad y pronto volvió a casarse. Lo hizo el 2 de enero de 1928 con Ana Rosa Joves Lineros (1907-2001), hija de Luis Felipe Joves y Filomena Lineros, vecinos de Lourdes. Pedro León Peñaranda y Concepción Yáñez sirvieron de testigos, nombres y apellidos mismos que sugieren más de endogamia original. La cuestión resulta interesante si se piensa que Forero no era un apellido común en Lourdes ni en el departamento de Norte de Santander y hasta hacía poco por un primer enlace se consolidaba como otro grupo de colonos.
Mi abuelo Tulio Aristides Forero había llegado a Lourdes como comerciante procedente de Sutamarchán, Boyacá, quizá como arriero vendiendo sus mercancías, quizá huyendo a Venezuela de una jovencita engañada, y por consejo del cura Raimundo Ordóñez decidió asentarse en el lugar, casarse con la sobrina de aquel y fundar una familia con su propio patrimonio. Acaso con la muerte de mi abuela Mercedes, única hija de Isaías Rincón, su proyecto tambaleó y por eso lo intentó de nuevo. En todo caso, con una y otra compañera se hizo una vida, logró la propiedad de la tierra, desarrolló su negocio de comercio del café y así consolidó allí su estirpe. Si el enlace con Mercedes Rincón Ordóñez le había permitido la entrada a la sociedad lourdense y, en particular, al grupúsculo del poder de los antiguos colonos, una herencia y el matrimonio con la distinguida joven Rosa Joves Lineros favoreció su permanencia en él.
En breve, la nueva familia Forero Joves estableció sus pautas y, en primer lugar, fue necesario educar y corregir a los hijos Forero Rincón y, en especial, a un pequeño, muy morenito él, que se subía al techo de su casa porque desde ese lugar veía las mismas cosas de modo distinto o que iba al sanatorio donde estaban hacinados los enfermos de lepra a llevarles comida. El “morado”, como le decían desde esos tiempos a Jorgito por su color de piel, no era un niño cualquiera. Acusaba una vivacidad y un temperamento dignos de alabanza o prevención, según se valorara de uno u otro lado. Tal vez por esto, muy pronto se delegaron funciones de autoridad en el hermano Quintiliano Segundo, responsable desde entonces de sus dos hermanos menores, por lo menos en lo que a acompañamiento familiar se refiere (y luego económico). Por su parte, la niña Mercedes, la menor, colaboró en el cuidado de los vástagos que vinieron con ese prolífico segundo enlace: Humberto, Matilde, Gustavo, Alicia, Filomena, Amelia, Rafael, Ida, Adolfo y Eduardo Forero Joves. El siguiente paso fue disponer el internado de los varones Forero Rincón en el colegio José Joaquín Ortiz de Tunja, en el departamento de Boyacá, donde habrían de terminar su formación secundaria. Allí mi padre inició su formación en 1938, a la edad de dieciséis años, y se graduó como “Bachiller en Filosofía y Letras” el 16 de noviembre de 1944. Enseguida, con el fin de que obtuviera una formación que le permitiera “ganarse la vida”, fue a Bogotá, a estudiar Odontología en la Universidad Nacional.
Bogotá 1945-1950
Poco sé de los primeros años de mi padre como estudiante universitario en la capital. Solo imagino el impacto que pudo tener al llegar a la “gran ciudad” de medio millón de habitantes procedente de una pequeña ciudad de provincia. Sobre todo del 45 al 48, del paso de la llamada república liberal a la exacerbación de la violencia partidista y el punto inflexible de El Bogotazo (el 9 de abril de 1948).
De 1948 en adelante, unas cartas de amor primorosamente guardadas por mi madre me han ayudado en la labor de desentrañar parte del misterio de la vida de mi padre. Son cartas de ese periodo, llamémoslo de conquista amorosa, más o menos de 1948 a 1950, dirigidas de Bogotá a Cúcuta, donde vivía ella con su familia. Estas cartas fueron escritas en una triste soledad, como señala a menudo el autor, en distintos cafés de la ciudad, y demuestran gran pasión y optimismo por un futuro feliz que, según su trágica percepción, le resultaba esquivo.
En El Innombrable recreo el día en que mis padres se conocieron en Lourdes, en una diligencia judicial que se realizó a instancias del abogado César Tulio Forero Rincón a la que asistió Zoraída Quintero (Safira en la novela), mi tía, secretaria de un juzgado del Circuito, en compañía de su joven hermana, Margarita. Es ella, Margarita Castro en la novela, quien relata así el encuentro con el estudiante que venía de Bogotá y debe tener conocimiento, entre otras cosas, de los asuntos patrimoniales de su familia:
“Está próxima la cosecha de café y yo recojo algunos granos. Me acompaña Jorge, ¡otro Jorge!, un familiar del propietario de la hacienda. Estudia Medicina en la Universidad Nacional de Bogotá. Según dice, pronto se graduará y volverá a esta, su tierra. Insiste en que es un gusto conocerme —una fórmula eficaz de gentileza para abordarme— y que se alegra de que hubiera querido acompañar a mi hermana Safira en esta diligencia de reconocimiento de linderos. Él recoge algunos granos como yo. Con suerte obtengo algo de esta tierra, dice. Es del abuelo y, de pronto, dividida entre tíos, padre y hermanos, algo me quede. Sonríe al hablarme. No parece tener mucha fe en la herencia, pero siento que al mirar la tierra lo hace con cariño. Las grandes fortunas exigen hijos únicos, aclara sonriendo. Cuando le pregunto si conoce a su tocayo Jorge Gaitán Durán, de la universidad, me contesta con una pregunta, ¿el revolucionario?, y él mismo se responde: ¡Todo el mundo lo conoce! Un millonario marxista con el mismo nombre del Negro. ¡Qué poder de síntesis! Pues al parecer hay muchos Jorges importantes, le señalo. El Negro, el poeta y tú. Él aclara que el nombre no es lo importante, lo esencial es el apellido. Ninguno de los tres tiene uno importante. Con dificultad, cualquiera de los tres podría abrirse camino con él. El Negro lo demostró, ¿verdad? Con creces, digo. Aunque el color oscuro de su piel también tuvo que ver con lo que pasó. Y sé porqué te lo digo: a mí también me llaman negro. Aunque comparado con Gaitán, soy azul. Se ríe de su apunte y sus ojos brillan con picardía. En todo caso, agrega después, los tres somos muy distintos y yo quiero diferenciarme. No quisiera, ni remotamente, parecerme a ninguno de ellos dos. Ni mártir ni poeta. Y, retomando mi pregunta, que sí parece importarle, agrega que en últimas todos los paisanos de su generación se conocen en Bogotá, adonde normalmente los padres «los mandan a estudiar». Entonces pienso que no todos o, por lo menos, en ese grupo al que se refiere no se encuentran los muchachos de otras condiciones sociales, como mi hermano Manuel. O como otros que no conozco, pero que tampoco estarán y que no serán tan blancos como Gaitán Durán. Debería decirle que mi hermano Manuel no tuvo la oportunidad que a él le parece tan obvia, pero me resisto. Ni siquiera le pregunto si lo conoce. A fin de cuentas, Manuel no va a la universidad y desde su punto de vista sería un marxista. Prefiero entonces que siga hablando de sí mismo como al parecer le gusta. “ (141-142).
Luego de ese encuentro de mis padres en Lourdes, empezó la comunicación por cartas entre los enamorados. La pasión de mi padre y la voluntad de mi madre hicieron que estas se multiplicaran. Guardadas más tarde en una caja de “Elastic Impression Cream”, un aditamento odontológico de Dental Perfection Co., de Glendale, Calif, USA, de hace años, que sin duda era el contenedor de una herramienta de trabajo del odontólogo, atada con una primorosa cinta roja, alimentaron desde siempre mi curiosidad. Sabía por mi madre que la peculiar caja contenía esas cartas, pero nunca me animé a pedirle que la abriera o que leyésemos juntos este testimonio inigualable de su pasado.
Luego de la muerte de mi madre, en 2004, por los vaivenes de la vida, la caja epistolar resultó en mis manos, junto con otros documentos antiguos, en el baúl de Salomé Fuentes, otro de los baúles de la casa: el de mi bisabuela (como señalo en Amantes y destructores). Una herencia particular que solo luego me abriría las puertas a la imaginación. En efecto, por mucho tiempo consideré que varios documentos que reposaban en ese baúl estaban vetados para cualquier persona, incluido yo, que no era en estricto sentido su destinatario. Los documentos importantes de las abuelas, sus libros, sus diarios o sus cartas eran cosa personal, pensaba; le pertenecían a quién los hubiese guardado o recibido.
No obstante lo anterior, por un azar del destino y por los vericuetos de las herencias, el baúl con esos documentos resultaron en mi poder. Me pregunté, así, por qué se guardaban preciosamente, por qué se conservaban, para qué los tenía; si no era por su vocación de perdurabilidad y en consecuencia su posterior lectura, qué sentido tenía preservarlos y mantenerlos; en síntesis, cuál era la razón para que hubieran superado la prueba del tiempo y del fuego que un propietario les hubiera podido dar. Alguna razón difícilmente discernible había para su conservación, me respondí; y para que yo los tuviera en mi poder. Alguna razón indiscernible aseguraba la legitimidad de mi posesión, si no deliberadamente, por lo menos legalmente. Podían ser y lo eran ya un documento histórico, parte de un legado, una posible respuesta al misterio de mi padre que se había ido formando con los años. En todo caso, por diversos caminos del destino incluso las cartas de mi madre estaban en mi poder, es decir, me pertenecían. Así, por diferentes argumentos de esa y otra índole justifiqué su tenencia y, dado mi rotundo y sentimental interés por conocer a mi padre, mi autoridad para acceder a ellas. De este modo, sorteé el obstáculo de mi prudencia y me animé a leerlas cualquier día de 2023.
Uno de los muchos párrafos sentimentales podrían sintetizar el espíritu de quien escribe y el tono de buena parte de esta correspondencia epistolar:
“Ha pasado ya largo tiempo y ya me parece que ha sido más, que hace siglos que te dejé de ver, que tu memoria te ha de fallar, y que tal vez, ya sean casi para ti, estas cartas, como aquellas historias en que se adoraba por la escritura, que el escritor se estigmatizaba en la escritura, y era la ficción. De ello se encargaba la fantasía, de figurarlo en su figura física. De ahí que las mentes se figuraban al ser amado a su antojo, aquel aquel que edificaba la mente, para luego al conocerlo tomar otra impresión. ¿Seré yo acaso la víctima de mi ausencia, y yo en cambio el que deliro en hablarte en este idioma escrito?”.
Este es el tono de la mayoría de las cartas de mi padre a mi madre. Un tono que poco a poco fue encontrando en mí a su lector también enamorado.
No obstante, al margen de tal intimidad, buena parte de estas cartas permiten evaluar elementos de importancia histórica y, para el caso del presente escrito, biográfica: así, en una misiva del 18 de febrero de 1949, mi padre se queja de la “Bogotá, ingrata” y le informa a mi madre del cambio urgente de domicilio y de su nueva dirección: Carrera 10 No 22-33, en pleno centro de la ciudad. No le es fácil encontrar un lugar de residencia amable en medio de la hostilidad de la urbe y por seguridad suya y de sus cosas está obligado a cambiar de casa. En otra del 25 de marzo de 1949, le anuncia visita en Semana Santa, evento trascendental para la cultura nortesantandereana. Dice así que comprará billetes de ida y vuelta en avión a fin de aprovechar lo más posible las festividades de Pamplona, lo que da cuenta de una condición privilegiada en tiempos en que este desplazamiento era excepcional. Aunque no se le pudiera considerar rico, su familia, o bien, su hermano Quintiliano le podía ofrecer este privilegio de pasar las vacaciones en familia y visitar a su novia.
En otra carta del 10 de junio de ese mismo 1949, luego de reiterarle su amor, mi padre le cuenta a mi madre que fue designado por el “Partido” (por el Dr. Villarreal) como “delegado presidencial” en Sogamoso, donde resulta necesario emprender labores proselitistas. Esta carta da cuenta de su activa militancia en el Partido Conservador y de sus labores como representante en provincia. No obstante la “distinción”, de allí tuvo que salir antes de las 18 h del día en cuestión pues fue amenazado de muerte. Aunque no dice cuál era su tarea en esa ciudad, manifiesta la peligrosidad de la experiencia… circunstancia que demuestra la tensión política de la época. Asimismo, en otra carta del 29 de octubre de 1949 habla de la “lucha política” que le sirve de contexto y que incluye “balas” nocturnas, y en otra, del 9 de noviembre, expresa su angustia en medio de la “zozobra que se vive” en la ciudad. Habla de una “revolución” en Bogotá y de “gentes que se movilizan locas al capitolio repleto de guardias y soldados armados”. Luego de lo ocurrido en la capital el 9 de abril de 1948, hubo numerosos movimientos sociales y el del 27 de octubre de 1949 ha sido poco estudiado. El ambiente revolucionario derivado de El Bogotázo perduró hasta bien avanzada la década de 1950, tal como intenté plasmar en El Innombrable.
Más tarde, en otra carta del 16 de noviembre de 1949, mi padre anuncia su regreso a Cúcuta el próximo 10 de diciembre, con el fin, de nuevo, de “aprovechar las fiestas regionales”. Advierte así el hecho de que tomará un vuelo para llegar lo más pronto posible a la ciudad.
Poco a poco, las cartas dan cuenta de aspectos interesantes de la vida social y política de mi padre y del desarrollo de la relación hasta la promesa de matrimonio. Así, en un momento dado le escribe a mi madre un dato que demuestra el grado de confianza entre ambos: “…te diré que he trajinado en la política, más que allá ¡ríete de mi verbo! He echado más que en su teoría Landazábal, ¡imagínate!”. Este Landazábal, Fernando Landazábal Reyes (1922-1988), pamplonés, era ampliamente reconocido por su oratoria y había participado en los hechos del 9 de abril, defendiendo el Palacio presidencial de lo que en la época denominaron la “turba” o la chusma”, es decir el pueblo. El militar alcanzará la condición de general, se desempeñará como ministro de Defensa en el gobierno de Belisario Betancur y tendrá una oscura importancia nacional: atribuyéndole la responsabilidad de la violencia nacional al Partido Comunista por apoyar a la guerrilla, se opondrá gravemente a los acuerdos con el la guerrilla del M19 y con ello será un ingrediente más para lo ocurrido en el Palacio de Justicia en 1985.
Por su parte, en una carta del 6 de enero de 1950 mi papá confirma la fecha de matrimonio con mi mamá, el siguiente jueves 26 (en realidad se realizó un día antes). Y luego, en otra carta de marzo de 1950, ya casados, mi padre le promete a mi madre enviarle un giro para su viaje de Cúcuta a Bogotá. Aunque él le dice que sus circunstancias son muy difíciles, y teme que ella “sufra”, está muy feliz con el pronto reencuentro (luego de la boda del 25 de enero anterior, supongo, y el poco tiempo que pudieron compartir juntos luego de su boda). “Eres la mejor criatura que el destino colocó en mi camino”, le escribe en marzo de 1950. “…volveremos sobre nuestro pasado solo para comprender la magnificencia de nuestra obra”. En realidad, luego del matrimonio, mi madre viajó a Bogotá y juntos enfrentaron los inconvenientes propios de uno de sus domicilios (el de la calle 53 con Carrera 13 para el efecto).
El contenido y la propia letra de estas cartas… algo tan personal… me identifica con mi padre tantos años después… así lo siento… Son tan conmovedoras y están escritas con tal sensibilidad que me han acercado estrechamente a él y me han permitido establecer este perfil. ¡Qué sensibilidad la suya! ¡Y esa letra! ¡Tan parecida a la mía!
Ya casados, en Pamplona, mi padre comenzó a consolidar lo que creyó su lugar. Tuvo familia, ejerció su profesión, encontró amigos, se hizo a una casa grande y con habilidad de equilibrista pudo ofrecerle educación, techo y alimento a su prole. Fueron veinte años de esfuerzos y satisfacciones que tienen su representación más vivida en los nueve hijos, la primera de 1951, y el último, yo, de 1967, que gracias a él intentamos establecer nuestro lugar en el mundo. En todos estos años de madurez fue esposo, padre, profesional y líder. Un líder con gran consciencia social.
La actividad social
Entre las numerosas actividades de Jorge Alirio Forero Rincón están las derivadas de su labor profesional y cultural. Él se desempeñó como odontólogo particular y también de la Sanidad de Pamplona, y como profesional de la ciudad, cuando no había muchos, buscó el bienestar de la población allí donde hacía falta. Así, como socio del Club de Comercio intentó sensibilizar a sus conciudadanos respecto de los graves problemas de Pamplona: el aislamiento o la ignorancia. En el mismo sentido hizo parte de corporaciones cívicas y culturales del departamento ejerciendo una importante labor que le granjearon la Orden José Rafael Faría Bermúdez y el reconocimiento de la asociación San Vicente de Paul que le rindió homenaje en vida y varios años después por su valioso aporte.
Uno de los logros más importantes de la vida de mi padre, Jorge Alirio Forero Rincón, sin duda, fue el impulso que, junto a otras personalidades de la ciudad, le dio al proyecto de creación de la Universidad de Pamplona. Para él, la educación era una necesidad en su contexto y no solo en el campo de las carreras tradicionales, sino, sobre todo, en las que concernían a la formación de las nuevas generaciones, es decir, el magisterio. En tal sentido, fue uno de los fundadores de la institución en 1960 y uno de sus más importantes impulsores en los años siguientes a fin de obtener el estatus de universidad en el contexto nacional. La institución obtuvo su nacionalización en 1970, justo el año de la muerte de mi padre, mediante el decreto N° 0553 del 5 de agosto de 1970 y poco después, el 13 de agosto de 1971, el Ministerio de Educación Nacional facultó a la institución para otorgar títulos en calidad de Universidad, según Decreto N° 1550.
El gusto de mi padre por la música vallenata y, en especial, por la música de Escalona, le permitió tener contacto, además, con los jóvenes procedentes de la Costa Atlántica que llegaban a estudiar a la Universidad de Pamplona y difundir su cultura. En su casa, se hicieron frecuentes fiestas, serenatas, reuniones, conciertos de músicos y cantantes… pues eran años optimistas y sin duda constituyeron la época más feliz de su vida.
Para mi padre, Pamplona requería grandes cambios, aunque, desde su punto de vista, los gobernantes apenas se dieran cuenta de ello y no emprendieran las acciones necesarias para lograrlos. En “Pamplona huérfana. El clamor de un pueblo”, texto publicado en La opinión (29 de octubre de 1966), denunció el desdén del gobierno central y departamental (bajo la presidencia de Carlos Lleras Restrepo y la gobernación de Gustavo Lozano Cárdenas, ambos liberales) por la ciudad y el hecho de que sus ciudadanos “van a la deriva”:
“…ciudad huérfana ante los poderes centrales y departamentales, muda en las corporaciones legislativas y administrativas, sin cuotas de poder ante las autoridades departamentales cuyo deber y obligación de repasar el mapa geográfico es imprescindible para comprender que esta ciudad, capital provincial y eclesiástica, es eje y núcleo de inquietudes y problemas no solo en lo material, sino en lo intelectual y moral, que no puede convertirse por desidia o por olvido, de la noche a la mañana, en un pueblo más, en feudo o despensa de lides electorales, en un mísero renglón perdido en los capítulos indescifrables del presupuesto nacional o departamental. …
Apatía, desgano y resignación ante lo actual, pérdida de fe, y lo más alarmante, del más elemental espíritu público, innato sentimiento de toda colectividad o sociedad por primitiva que sea.
Hace falta una cruzada, el reclamo justo de que se nos atienda, puede ser una bandera, lo primordial es unirnos, compaginar y hacer propia la consigna de salvarla del abandono, reclamar con dignidad ante poderes que parecen sordos, exigir, no como limosna, participación en el manejo de los destinos públicos, representación de ella por sus propios hijos que sientan hasta la médula su amor por ella, que sepan de sus angustias y las hayan palpado para solucionarlas. Debe ser consigna para futuras luchas, imponer el deber que hay para con ella, obligar en gesto diciente a los actuales elegidos en las corporaciones públicas a dejar los ajetreos de la politiquería, trapisonda y cambalache demagógico, y completamente en desuso y desacreditado por su desueto en la época actual de realidades tangibles, a trabajar por los intereses, esos sí urgentes de solución en una política moderna de acuerdo a su altura histórica”.
El tono de esta columna sintetiza muy bien el papel de Jorge Forero, líder social y líder en el campo de la política.
La política
Como su padre, Tulio Aristides Forero Ferro, desde muy joven, mi padre, Jorge Alirio Forero Rincón, se había interesado por la política y en Pamplona tuvo la oportunidad de ejercer esta peculiar labor social. Miembro del Partido Conservador desde hacía tiempo, desde tal tribuna realizó numerosas actividades proselitistas y obtuvo diversas distinciones: en medio de la dictadura de Rojas Pinilla, logró desempeñarse como concejal de Pamplona (1956-1957) y luego, durante el llamado Frente Nacional (periodo de alternancia de los dos partidos tradicionales), con dificultad dadas sus limitaciones económicas, se desempeñó como diputado en la Asamblea Departamental de Norte de Santander. Durante esos años, enfrentó con ahínco sus responsabilidades, desarrolló una rica labor social, apoyó campañas políticas e impulsó a candidatos presidenciales, departamentales o municipales que consideró beneficiosos para el municipio, el departamento y el país. En especial, siguió las campañas de líderes nacionales de su partido, V. gr. Gilberto Alzate Avendaño o Evaristo Sourdis Juliao, y de la región, como las de Lucio Pabón Núñez y Eduardo Cote Lamus, tal como se recrea en El Innombrable. En tal dinámica, casi al final de sus días pretendió acceder a la Alcaldía del municipio, honor que le ganó su amigo José Ananías Bautista Jaime.
Como he escrito en El Innombrable, la desafortunada importancia de Lucio Pabón Núñez en el país, apodado con justicia Lucio Pavor Núñez, dirigente conservador, me impide celebrar su encuentro con mi padre. No obstante, debo mencionarlo y señalar de paso que en Norte de Santander se impulsó muchísimo la campaña política a favor de este oscuro personaje. Varios conservadores adhirieron a sus campañas y lo apoyaron, sin conocer, posiblemente, los detalles de su gestión.
Conclusión
Indagar en el misterio de mi padre es una de esas empresas en que he pasado buena parte de mi vida. El accidente fatal del domingo 26 de abril de 1970 determinó mi propia vida y, por tanto, mi interés en la suya: ese hecho exigió la migración de mi madre a Bogotá, donde iniciamos de nuevo una vida; nos obligó a hacernos a otra cultura, que es siempre aquella del lugar al que se llega, aunque sea en el mismo país; y nos llevó a luchar centímetro a centímetro un lugar sobre la tierra. Aunque por todo eso, y por no sé que razón inconsciente, yo no he sentido que ninguno haya sido mi lugar. Acaso por eso, también, emigré a España, temporalmente en 1995 y definitivamente en 2020.
Numerosas inseguridades persisten en mi espíritu a pesar del paso de los años. Sigo con mi inaprehensión de siempre, o desaprensión o yo qué sé… con mi desarraigo, con mi deslocalización… con un ansia desaforada de aventuras y movimiento: nunca me he sentido en mi lugar, ni parte de algo o propio de algo… de un país, de un pueblo, de una patria… en mi lugar… o una cosa parecida a eso. Solo mantengo hambre de experiencias, de conocimiento, de sentido… Hoy adjudico todo eso a ese accidente de tránsito del domingo 26 de abril de 1970 que cercenó mi raíz. Creo que una lógica así opera en el inconsciente.
Acaso solo el hecho de ser padre me ha permitido atenuar ese sentimiento y restablecer en lo posible esas “relaciones” que son naturales entre las personas y entre las cosas… La relación que debe haber entre el padre y la seguridad, entre su amor en la infancia y la capacidad de vivir en la madurez... entre su muerte “normal” y el armónico desarrollo de la vida posterior. Creo que resultan necesarias las relaciones entre padre e hijo, entre un legado familiar y la sociedad; entre el ciudadano, su legado y su contexto, la apropiación de su espacio o los derechos y servicios que debe proporcionarle un estado justo. El acompañamiento inicial, ese afecto primigenio, la sensación de seguridad o de justicia, la vida en común y la muerte serena deben vincularse en alguna dimensión con la capacidad de dar afecto, con la capacidad de echar raíces, de fundar una familia, de acompañar un hijo, de sentirnos en nuestro lugar o algo así… en últimas, con la capacidad de iniciar un proyecto, de acabarlo; de defender una idea… de luchar por una idea, por un modelo político… de dar la vida misma por un hijo… ¡Tantas cosas! Todo eso que se construye día a día…
Cada día lucho por esas cosas que me parecen esenciales y trato de encontrar en ellas un sentido. El padre recobrado a cada instante me acompaña y me permite avanzar hacia mi propio yo.
(Agradezco a mi sobrino Álvaro Andrés Santaella Forero la ingente información que ha recopilado y me ha enviado sobre mi padre. Sin su ayuda este artículo no hubiera sido posible.)
Trabajos citados
Centro Nacional de Memoria Histórica. Hacer la guerra y matar la política. Líderes políticos asesinados en Norte de Santander. Informe. 2014.
Forero R., Jorge. “Pamplona huérfana. El clamor de un pueblo”. La opinión. 29 de octubre de 1966.
García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. RAE, 2007.
Pabón García, Luis Alfonso. Lourdes. 100 años. Un pueblo, una leyenda. Cúcuta, Gráficas Sol: 2005.
Peñaranda Vermeire, Heli. Mil abuelos Peñaranda. Leyendas de la Gran Familia Peñaranda Yanez Ordóñez. S. D.