Comentario inicial sobre mis diarios
Los cuadernos que conforman mis diarios, escritos a mano desde 1974 hasta 2002, pueden ser lo más importante de toda mi labor como escritor, pues revelan una fusión entre escritura y vida imposible de alcanzar en las demás expresiones literarias. La experiencia de escribir un diario posee una intensidad que no tiene una novela, una pieza teatral o siquiera un cuento —determinados siempre por la revisión, la corrección, la eliminación de apartados, la agregación de oraciones…— y esto constituye algo así como un milagro, una revelación, una epifanía. Una obra literaria no tiene casi nada de espontáneo o irreflexivo como el Diario. Este es pura naturaleza, discurrir libre de la consciencia, consignación directa de lo que en realidad sentimos y por lo tanto somos. Esto es lo que asegura su frescura y valor. La sencillez del acto de consignar lo que nos pasa en el día se identifica con la simpleza misma del cuaderno en que se escribe; el papel, el gesto íntimo del manuscrito, del manu scriptum, se acompasa con la vida, como ocurre hasta cierto punto con el teatro. De ahí la importancia de una conservación física del material y el cuidado que yo mismo le he tenido a mis cuadernos, que son testigos trashumantes de mi vida.
Estos cuadernos estuvieron siempre conmigo y fueron de aquí para allá en distintas mudanzas, y principalmente en mis errancias intercontinentales de 1995, 2002 y 2020. Siempre bajo mi custodia. Guardados en gavetas, cajas o bolsas, cruzaron el Atlántico tres veces: la primera, en 1997, cuando solicité a mi hermana Ligia su envío por correo desde Bogotá y llegaron a Salamanca, donde adelantaba mis estudios de doctorado. Entonces consideré fundamental su compañía: estaba en un proceso de aprendizaje, de “madurez viril” en la terminología de Georg Lukács, y los requería como punto de referencia. Luego, la segunda, en 2003, cuando volvieron a Colombia. Gracias a La Poste, la oficina de correos de Francia, regresaron a su lugar, al armario de mi casa materna donde habían estado hacía años, del cual saldrían luego a Medellín, donde nos instalamos mi familia pequeña y yo en 2006. La tercera, a finales de 2019 y principios de 2020 (transporte lento por razones del covid), cuando Ángela, Irene, Eloísa y yo, esa familia pequeña, abandonamos Colombia y empezamos una nueva vida en Alicante. Junto con mil enseres de gran valor sentimental (el baúl de mi tatatarabuela con documentos de época; la mesa de comedor de mi bisabuela, donde escribí parte de mi obra, o los cuadros antiguos de mi familia…), ocuparon su lugar en la gran mudanza. La proeza hace parte de su historia. Algunos me acompañaron en mi travesía del Mediterráneo, a Marruecos, o viajaron por Polonia, Portugal, Estados Unidos o Alemania. Durante todo ese tiempo ocuparon lugares extraños o distintos depósitos y solo excepcionalmente fueron encomendados a algún amable albacea. Eventualmente fueron releídos por mí cuando el vertiginoso flujo vital que los producía me lo permitía.
Solo hasta 2023, en medio de la excepcional tranquilidad de Alicante, asumí la tarea de revisar estos cuadernos, evaluarlos y transcribirlos, enfrentándome entonces a problemas como su extensión, su interés, su fragmentación, etc., etc.. y su clasificación. A pesar de que originalmente no tengan un orden preciso, apoyándome en su propia estructura y en su extensión, los he dividido por épocas: la que va de mi llegada a Bogotá, en 1974, hasta 1983, año de mi graduación como bachiller; mi experiencia como estudiante de derecho en la Universidad Externado, donde, ante todo, tuve el feliz encuentro con el teatro, de 1984 a 1988; y mi experiencia universitaria y profesional hasta 1995, cuando trabajé en el Instituto Caro y Cuervo y obtuve la beca del gobierno de España para hacer el doctorado en Salamanca. En este momento se produce un gran cambio en mi vida: la llegada a Europa y, sobre todo, mi vida en París, de 1998 a 2002. Este último año conocí Ángela y decidí volver a su lado a Colombia. Fue su encuentro fundamental, su amor, lo que provocó una gran paz en mi vida. Tanto que la brecha existencial que representa el diario se subsanó. Desde entonces, apenas escribí noticias personales u opiniones sobre hechos o libros a la manera de Diario.
Mis diarios son profusos y, a veces, farragosos; y, aunque siguen ese orden cronológico, hay distintos periodos con distintos tonos, por llamarlos de alguna manera, y sobre todo, carencias o “huecos” insubsanables entre los años o meses reportados. Si fui cuidadoso en consignar eventos que consideraba importantes, a menudo no di noticia de otros que también lo eran, o esta fue superficial. A veces abandoné y retomé de un modo u otro la consignación de los hechos; rechacé la labor o simplemente la consideré tiempo perdido. En oportunidades, me rebelé a su dictado (la disciplina de escribir se me tornaba en un peso, como un trabajo). No obstante, su asiduidad natural es evidente en mi temporada en París —de 1998 a 2002—, cuando literalmente los cuadernos me resultaron imprescindibles para vivir. Sí: imprescindibles. El nivel de conflicto, de incomodidad espiritual de esa época, me exigía la escritura diaria, una especie de psicoanálisis. Por eso escribía casi simultáneamente la experiencia que vivía. Me era urgente consignar lo que pasaba y su evaluación directa. Así asimilaba todo. El desplome de las torres gemelas de New York el 11 de septiembre de 2002 y el impacto que provocó el hecho en la comunidad árabe y en mí son un buen ejemplo de esto. Fue en este periodo de París en que escribí más y más sinceramente, sin ningún prejuicio, sin temor a un futuro lector. Ni siquiera pensé entonces en los problemas que tanta franqueza me pudiera generar (cosa que ocurrió en más de una oportunidad), ni en los peligros que un juicio me pudiera suponer. No era una buena época para la libertad de expresión en Francia, ni en el mundo, y participar de ciertas ideas estaba prohibido. Tal vez por esto los escondí con pudor y me deshice de ellos enviándolos a Colombia antes de mi viaje de retorno a Colombia.
En todo caso, he tratado de conservar incólume la fidelidad de este testimonio íntimo. En mis cuadernos solo he eliminado lo que no considero de ningún interés para ese potencial lector que está del otro lado del tiempo y el espacio y no me conoce, ni ha sido testigo de todas mis motivaciones. Mucho material solo tiene valor para lo que consideré mi crecimiento personal. Cantidad de páginas de reflexión respecto de distintos temas me han parecido engorrosas en el momento de la transcripción, en el límite de la inutilidad, lo mismo que largos comentarios de obras literarias, artículos de prensa, películas, exposiciones que atrajeron mi atención en su momento, pero, en realidad, rebasan el sentido de un Diario, tal como lo he querido establecer. He creído que lo importante es dar cuenta de una época y de una perspectiva de ideas, hechos o personas. Vivir como espectador o incluso como singular personaje de hechos tan importantes como lo ocurrido en torno al holocausto del Palacio de Justicia en Bogotá, en 1985, que suscitó mi novela Desaparición; o el cambio de milenio en París, para poner solo dos ejemplos, poseen una importancia espiritual, histórica o cultural para cualquier lector que quiera acercarse a mi persona o a mi obra.
Creo firmemente que la experiencia vital de personas como yo, de cierta condición y extracción social, y de mi contexto —Pamplona, Colombia, América Latina…— no ha sido suficientemente conocida. Siempre eché de menos la lectura de diarios de personalidades de tal espacio cultural que por una u otra razón me resultaban atractivas. Personas importantes para mí. Un breve borrador de diario de Julia Fuentes, la tía de mi madre, Margarita, me dejó como quien prueba, solo prueba, un plato exquisito que se ha dejado de preparar por siglos. Un plato que no se pudo continuar y mucho menos culminar. Percibir una sensibilidad cercana pero extraña, familiar pero incomprensible, provoca una sensación extraordinaria que va del hambre a una especie inusitada de nostalgia. Estoy seguro de que un hombre del siglo XIX, de un mundo agreste como el colombiano, veía el mundo de una manera que sería incomunicable hoy, incluso para nosotros los colombianos contemporáneos. Desde el siglo XX y más en el XXI, el mundo se ha hecho uniforme, monolítico. La cultura, el poder, los medios de comunicación han hecho de la humanidad un grupo homogéneo con ideas semejantes y juicios comunes. Leer manifestaciones naturales de seres humanos de mi familia, de mi mundo, de mi origen, sin mediaciones, ha sido una labor antropológica de gran valor para mí. Solo en un profundo ejercicio de comparación de ideas y sensaciones podremos advertir la superficialidad de algunas ideas, la masificación de ciertos hábitos, la relativa importancia de ciertos temas. El hombre contemporáneo posee una vanidad que a mí me resulta grosera. Cree que el mundo es como él lo ve y niega otras representaciones. Los discursos dominantes y los centros culturales niegan la voz de ciertas personas o ciertos tiempos. El discurso histórico, que ha seguido desde hace siglos pautas precisas de escritura y la narración literaria, no me parecen del todo confiables. No hay nada como percibir en directo la sensibilidad de un artista, su mundo en directo, su visión.
La lectura de los diarios de Anaïs Nin en los últimos años ochenta del siglo pasado influyeron muchísimo en este ejercicio de introspección que en todo caso supone el Diario y aquí mis diarios. Fue mi gran amiga de La Tramoya, Marisol Meneses, quien me la presentó. El encuentro fue tan intenso como el que viví con mi entrañable amiga. Tal vez el parecido entre estas dos mujeres fue el que provocó mi conmoción. Como se verá en los diarios de entonces, fueron estos años y la influencia de estas mujeres los que afirmaron mi sensibilidad. Si crecí con siete mujeres a mi alrededor y me rodeé de muchas más durante mi vida, Marisol y Anaïs apuntalaron muchísimo mi espíritu artístico. Mi origen, mi masculinidad, mi condición de escritor tuvo en estas dos increíbles personalidades una especie de licuado que me prepararía para París, el final del milenio y la vida adulta en general. La imagen del 31 de diciembre del 2000 celebrando en las calles de París el advenimiento del milenio sintetiza esta experiencia. La multitud está de fiesta, yo tengo la grata compañía de Diana Marinica, mi novia rumana, y Wilson Jiménez, mi gran amigo colombiano de entonces, y unidos a la turba caminamos por la ciudad ebrios y llenos de expectativas. Varios temen que los ordenadores sucumban por una falta de programación en cifras, que los árabes ataquen a Occidente, que seamos deportados del primer mundo; pero nosotros guardamos la ilusión de que los próximos mil años serán mejores que los que dejamos atrás. Observamos la torre Eiffel y brindamos por el cambio de 1999 a 2000 sin inconveniente alguno. Incluso ampliamos ese brindis con la policía que controla a la muchedumbre. Esta fue la fiesta de las mutaciones, de las transiciones.... Un mundo nuevo se avecinaba y nosotros creíamos que era mejor. Para mí, desde el 2002, cuando conocí a Ángela, lo fue. Todo cambió gracias a ella. Con el espíritu festivo y fundador de ese día quisiera que fueran leídos los diarios que siguen a continuación.