Eros y Tánatos en la obra de Jorge Enrique Forero Quintero
Mi hermano Jorge Enrique Forero Quintero (Pamplona, Colombia, 1952) tiene alma de artista, no solo por su literatura —novela, relatos, cuentos…—, sino por su talento pictórico o sus habilidades musicales. Heredero de una tradición romántica y modernista, y del ineludible realismo mágico de Gabriel García Márquez, su obra indaga en la historia de Colombia y aquí en la historia del departamento de Norte de Santander, limítrofe con Venezuela, y la ciudad de Pamplona en particular.
La novela El pintor de la Catedral (2019), quizás su “trabajo más personal”, finalista de la XVII Bienal Internacional de Novela ‘José Eustasio Rivera’ de la Alcaldía de Neiva y la Fundación Tierra de Promisión, recoge buena parte de los intereses estéticos del escritor. En una simbiosis entre la literatura y la pintura, el narrador sintetiza así la historia de la ciudad de Pamplona que sirve de inspiración a su obra:
“En algún libro de historia estará escrito que en los pliegues de la cordillera oriental, en este valle estrecho, Pedro de Ursúa creyó encontrar el rincón más bello del nuevo mundo. Por ésta razón fundó allí la ciudad. Pero tal paraíso era engañoso. En un tiempo fue el centro de ricos mineros que usaron sus fortunas para fundar otras ciudades, luego fue la capital de la provincia y el oro alimentó la prepotencia de sus ciudadanos. Pero ya en el siglo XIX las minas se agotaron y el valle resultó ser muy estrecho para albergar una ciudad de verdad, con plazas, avenidas y jardines, y llegó su decadencia.”
En este lugar de la geografía colombiana, que pasó del esplendor a la decadencia, la dialéctica del amor, el deseo o el placer y la guerra, la violencia, la exclusión social y la represión persiste como en un mito original con el aditamento subjetivo de la culpa original.
Ya en “Retratos de la Violencia”, relato de Historias entre el amor y la muerte (2003), un narrador omnisciente precisaba: “Yo no quería saber más. Las generaciones de víctimas y victimarios, entrelazadas una con otras en un nudo intemporal, me recordaban tantas muertes cercanas, como si durante los últimos siglos el nacimiento feliz, la entrega del amor en mitad de la noche, el beso y la caricia entre un hombre y una mujer debieran pasar desapercibidos para sublimar en su lugar las guerras, los terremotos, los incendios y los odios que de padres a hijos se heredaban en círculos viciosos” (121).
En efecto, en la narrativa de Jorge Enrique, el espacio físico viene adosado por una especie de culpa atávica que tienen que sufrir sus ciudadanos: “… los hombres heredamos el paisaje que vimos por primera vez. Somos una versión gastada de ese lugar” (en “Isabel (Como la Reina de Inglaterra)”, Cuentos íntimos, 26); allí, “… de nacer los hombres adquieren para siempre su fisonomía escabrosa y en ellos parece concentrada su historia”. La cuestión es verdaderamente trágica: “No hay hombres inocentes, porque cada cual hereda la culpa en su propia sangre. Así como se hereda el nombre, la casa, el baúl de los recuerdos, las deudas, los rezagos de sabiduría y los rencores, también se hereda la culpa” (El pintor de la Catedral).
Tal perspectiva persiste en la obra de Jorge Enrique Forero y está presente, también, en sus cuadros (incluidos en esta reseña), que evocan los del pintor Luis Caballero Holguín (1943-1995). En ellos, cuerpos en sacrificio o en éxtasis, en medio del placer o del dolor, representan la dialéctica de Eros y Tánatos, de amor y muerte, de placer y guerra, que persiste en sus obras. De antiguo, desde la mitología griega, Eros representaba los deseos libidinosos, los del hambre y la sed, es decir, las pulsiones de vida; mientras que Tanatos alude a los impulsos de destrucción y agresividad, las pulsiones de muerte. Tal perspectiva fue desarrollada, sobre todo, por Sigmund Freud, para quien los términos Eros y Thanatos se refieren a dos instintos básicos, el de la vida, Eros, y el de la muerte, Thanatos.
“Manos que apresan” (2023), óleo sobre tela de Jorge Forero Quintero, imagen del amor y la tortura, del placer o el desgarramiento femenino. / De modo semejante, en esta obra, “Sin título”, Luis Caballero Holguín mezcla el éxtasis y el dolor con manos que aprisionan o acarician y cuerpos en cautiverio o en éxtasis.
La vida del escritor en medio de los conflictos nacionales
Mi hermano mayor, el segundo hijo de la familia Forero Quintero, fue bautizado así en honor de nuestro padre, Jorge Alirio Forero Rincon, y de Luis Enrique Quintero, el padre de Saida Margarita, abuelo materno, a su modo presentes como personajes en sus narraciones. La recreación de hechos vividos en la infancia y la juventud, y de personas de su entorno, no es accidental; es constante y fundamental en los textos del autor que responden a una vida vinculada de un modo u otro con el arte y con el dolor, con el pensamiento y el conflicto.
Desde niño, Jorge Enrique demostró que la pintura y la escritura se le daban, lo mismo que los números, el álgebra o la física. En 1969 obtuvo la distinción de Mejor alumno del colegio Provincial San José de Pamplona, el más importante de la ciudad, aquel que acogió hace años al poeta Teodoro Gutiérrez Calderón, al anarquista Biófilo Panclasta, al presidente Ramón González Valencia o a los poetas Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus que vivieron lo suyo y se expresaron de modos semejantes.
Para entonces el buen alumno de física o cálculo, leía a sus coterráneos y, entre otras obras “universales”, las novelas de Fyodor Dostoyevski o Alejandro Dumas que a su modo evocan la antigua relación entre Eros y Tánatos.
En efecto, en su juventud el escritor se interesó por la literatura clásica y, además, por las emisiones de radio que difundían a los grandes autores en la ciudad de Pamplona. Jorge Enrique participó en una de estas emisiones en los primeros meses de 1970, justo en el momento de la muerte de nuestro padre el 26 de abril de ese año, en un accidente de tránsito, cuando su vida familiar y personal dio un giro inesperado.
Entonces, nuestra madre viuda tuvo que ponerse al frente de la familia y trabajar en un medio hostil diseñado por y para hombres. Todo con el propósito de sacar adelante a sus nueve hijos.
En tal contexto, con gran dificultad pero siguiendo la tradición familiar, en 1971 Jorge Enrique viajó a Bogotá e ingresó a la Universidad Nacional de Colombia para estudiar Ingeniería Eléctrica y proyectarse hacia el futuro ayudando a sus hermanos.
La Universidad nacional venía de un cierre de dos años, decretado por el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970). Durante las visitas de los políticos estadounidenses Robert McNamara y John Rockefeller habían tenido lugar movimientos estudiantiles que el Ejército Nacional había sofocado ingresando a la Universidad. La cuestión no era excepcional, pero ilustra bien el ambiente político y social que se vivía.
Entonces, Jorge Enrique llegó a la capital y vivió en las residencias universitarias de la Ciudad Blanca (que desaparecerían poco después, en 1984) y desde allí fue testigo del ocaso del Frente Nacional (sistema que aseguraba el poder en los dos partidos tradicionales), del paulatino fortalecimiento de la Izquierda o del tímido rechazo juvenil a las costumbres señoriales del país con el advenimiento del hipismo y el rock.
Durante esos años, los gobiernos del conservador Misael Pastrana Borrero (1970-1974) y, sobre todo, del liberal Alfonso López Michelsen (1974-1978) se mantenían al margen del profundo conflicto social, sin solucionarlo; seguían las pautas de la sociedad estamental derivada del siglo XIX y asimilaban con beneplácito nuevas fuerzas económicas como el neoliberalismo y el narcotráfico que afectaban la organización social tanto como la cultura.
La disputa entre dos sectores de una clase dominante, la oligarquía tradicional y “empresarios en ascenso” (nuevos capitalistas y narcotraficantes millonarios), era un caldo de cultivo para la pintura o la literatura. El fuego secreto (1986), novela de Fernando Vallejo (1942) —para señalar solo una que denuncia las circunstancias—, da cuenta de las abruptas transformaciones de la sociedad, patriarcal y, sobre todo, estamental, hacia otras formas de organización social y conflictos irresueltos. El paralelo con este autor resulta pertinente, pues, como la obra de Jorge Enrique, ayuda a comprender el asombro mismo frente a ese ambiente de cambio social. No es gratuito que una obra de Luis Caballero ilustre la portada del libro de Vallejo, lo mismo que podría hacerlo de las novelas de Jorge Enrique, atravesadas por el erotismo y la muerte.
Para los años setenta del siglo XX, un nuevo espíritu transforma la sociedad: la confrontación de estudiantes con agentes del Estado, la militancia guerrillera o la denuncia social por parte de algunos sectores sociales incluyó torturas y desapariciones, y con ello, numerosos cierres de la Universidad nacional de Colombia. La graduación de Jorge Enrique como Ingeniero electricista se postergó hasta diciembre de 1978, durante el gobierno “liberal” de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), el gobierno del temible Estatuto de Seguridad, ordenamiento de la represión y el miedo, que a su modo “pacificó” la academia.
Como profesional, a Jorge Enrique no se le facilitaron las cosas: el joven ingeniero buscó trabajo en distintos campos, incluido el Hipódromo de Bogotá, donde realizó planillas deportivas y encuestas de diversa índole. Con suerte, dos años después de su graduación, comenzó a trabajar en la Empresa Nacional de Telecomunicaciones, TELECOM, con sede en Barranquilla, ciudad donde hacía años había tenido su sede el llamado grupo de Barranquilla del que había hecho parte el Nobel colombiano, Gabriel García Márquez. En tal contexto de desarrollo de las comunicaciones, pero también de agitación laboral y sindical, el escritor aprehendió la sensibilidad caribe que sin duda transformará su visión del mundo y su literatura, tanto como su pintura.
Como Caballero Holguín, Jorge Enrique viajó en distintas oportunidades a Europa y se apasionó por la pintura europea, sobre todo por la del siglo XIX, y, en especial, por la española que discurría por las mismas vías de amor y muerte, de pasión y guerra. Ribera, Velásquez, El Greco atrajeron su interés y provocaron una forma precisa de comprender el arte en tiempos de crisis social. La época oscura de Francisco de Goya, por ejemplo, inspira el cuento del mismo nombre “Goya”, donde la experiencia de una emigrante permite vincular Barranquilla con el Museo del Prado de Madrid. Este cuento empieza así. “María de los Ángeles llegó al salón quinto del museo y sintió, por fin, la sensación de estar en el punto exacto que había soñado desde los tiempos del colegio, allá en Barranquilla” (155). La relación entre la pintura española del siglo XIX se vincula de este y otros modos con la contemporaneidad caribe y con la obra de Jorge Enrique Forero, sobre todo en lo que he denominado la tensión entre Eros y Tánatos.
Luego de veinticuatro años en la empresa TELECOM, en 1990, periodo durante el cual fue testigo de la creciente privatización neoliberal del sector, Jorge Enrique retornó a la capital y obtuvo la jubilación de la empresa y con ello el tiempo necesario para emprender el trabajo sistemático tanto en la pintura como en la literatura. (En 2003 Álvaro Uribe Vélez clausuró la empresa nacional y le dio vía libre a la privatización del sector perjudicando a más de seis mil trabajadores.)
Con tiempo libre, Jorge Enrique culminó los cuadros y los textos que venían rondando en su mente desde hacía años con la peculiar clave del erotismo y la violencia, del amor y la guerra.
El amor y la guerra
Durante el siglo XX Colombia vivió un cruento conflicto social que, desde el punto de vista del escritor Forero Quintero no es más que la continuación de las tradicionales guerras civiles del siglo XIX. Los efectos de esa historia plagada de guerras, violencia y exclusión social, tiene en su obra una precisa representación; sobre todo la llamada guerra de los Mil días (1899-1903), que enfrentó de nuevo las dos fuerzas tradicionales del país. Sin duda, efectos como la secesión de Panamá, el triunfo de las fuerzas conservadoras de la sociedad y el militarismo del siglo XX, constituyen sus ejes narrativos. Allí, personajes de la más diversa naturaleza viven como pueden sus sentimientos y como pueden intentan sacar adelante lo más dulce de la vida: el amor, la sensibilidad, el deseo o el erotismo; un espíritu que intenta permanentemente sobreponerse a la violencia, la exclusión y la tristeza propias del contexto histórico.
“De alguna manera, los textos muestran una faceta de nuestra vida en medio de la guerra. Ningún colombiano podrá evadir la responsabilidad de hacerla más llevadera y más humana, si es que puede esperarse alguna vez una guerra que proteja los del derechos del hombre”, me escribió el 31 de mayo de 2002 con motivo de la publicación de Historias entre el amor y la muerte (2003).
El Tesoro y El pintor de la Catedral: dos novelas de amor y muerte
En su primera novela, El Tesoro (2016), Jorge Enrique Forero Quintero indaga en los efectos regionales de la guerra de los Mil días en el departamento de Norte de Santander y, en particular, en la ciudad de Pamplona. Las masacres, la miseria, la militarización en todos los órdenes de la vida son su materia prima. Así lo explica el autor: “… en mil novecientos se despertaron los demonios de la guerra y después de tres años, en Pamplona, no quedó un solo hombre sin heridas ni una sola mujer sin su vestido de luto” (124).
En la novela, Francisco Arana, un fotógrafo por tradición familiar, compra el secreto de la ubicación de un tesoro enterrado en la casa de un anciano militar, sobreviviente de la guerra de los Mil días. Meses después del asesinato del propietario, la casa es demolida y Arana logra apoderarse del tesoro. A partir de ese momento sufre una extraña enfermedad, “… el síndrome neuronal”, y en tales circunstancias advierte: “…estoy aquí para recordarle al mundo que por encima de la gente está el dinero y por encima del dinero, solo el dinero” (107).
Los médicos no logran descubrir la causa de la enfermedad de Arana, ni mucho menos establecer un tratamiento. El personaje inicia entonces un recorrido frenético en busca de la cura y con su agonía la novela ofrece una imagen de la historia regional. En efecto, su enfermedad marcha en paralelo con anécdotas de orden sentimental que son la médula del conflicto social.
El enfrentamiento de Rafael Uribe Uribe, guerrilla liberal de la época, con el poder “legítimo” de la capital provoca la crisis social de la región y es en los habitantes más vulnerables de la ciudad de Pamplona donde más se resiente: “Pamplona dormía asustada. Durante los últimos meses había visto pasar los batallones de contrincantes que expoliaban la ciudad y la sometían al capricho de los generales. Recientemente habían pasado los ejércitos de Camargo, de González Valencia y de Benjamín Herrera, las guerrillas liberales al mando de caudillos menores, y ahora el general Uribe estaba de paso y posiblemente cargaría con los residuos. … (p. 67).
La situación de Pamplona es catastrófica y ni siquiera una resolución política del conflicto mejora las cosas. Los efectos de la cruenta Batalla de Palonegro y el armisticio de Chinácota se comentan de este modo: “… para estas fechas ya no quedaban en la ciudad sino las mujeres y los niños menores de diez años y, por supuesto, seguían los ancianos que ya no podían cargar con las armas y el bastimento. Quedaban también los curas en sus parroquias y los sacerdotes de los colegios y del Seminario”.
En efecto, la religión y los sacerdotes devienen en elementos claves para entender las diferencias de los bandos en conflicto y la propia relación entre el amor y la muerte en un contexto de crisis: mientras los liberales buscan la libertad de cultos, los conservadores insisten en seguir a rajatabla las pautas del catolicismo, todo en perjuicio de la vida íntima de las personas.
Durante la guerra, algunos sacerdotes se unieron a la tropa y usaron las armas con pericia —como en el padre Antonio Quintero, párroco de El Carmen, “capellán del alto mando del ejército oficialista” (p. 67), mientras otros aprovecharon la situación para seducir mujeres solas o abandonadas que de tal modo sufrieron el conflicto: Rosario Calderón, mujer confinada en una habitación por los vaivenes de la guerra, se vuelve amante del cura Ospina y debe sufrir no solo la imposibilidad de su amor sino el rechazo social. La perspectiva entre Eros y Tánatos vuelve a repetirse aquí para demostrar la fatalidad de una culpa.
Con todo, el tesoro de Arana se erige en un símbolo del contexto de violencia y fatalidad mítica en perjuicio de los más vulnerables. Así, en un momento dado es Rosario —víctima de la culpa fundamental—quien le pregunta al cura Ospina: “¿No podrían ponerse todos de acuerdo y elegir un gobierno que nos permita vivir en paz?” (47). La utopía de una vida pacífica, de una paz que le permita a las personas desarrollarse libremente y, acaso, exorcizar esa culpa, deviene en imposible. La lectura fatalista de la historia regional y departamental, de la historia individual, confirma el mito. Y la perspectiva de esta novela no es excepcional.
Por su parte, la segunda novela de Jorge Enrique Forero, El pintor de la Catedral (2019), reitera la misma dialéctica de amor y muerte sin resolución posible.
En la novela El pintor de la Catedral, un peculiar pintor del siglo XX sufre una especie de maldición heredada de sus ancestros conquistadores de los tiempos de la colonia española en América en el siglo XVIII. Usando pinturas de oscura procedencia (de noches de amor con su amante, Carmen), ilustrando extrañas obsesiones, este personaje logra efectos inesperados en los muros y cielorrasos de la Catedral de Pamplona. Así, expertos traídos para evaluar el trabajo consideran que sus pinturas corresponden al siglo XVII. Al respecto, afirma el personaje: “… que fui el pintor de la catedral y que durante meses dibujé los racimos de la abundancia, las frutas, las espigas y las flores, y así mejoré la escenografía para la celebración de un rito absurdo en el cual un hombre se reparte entre sus discípulos”.
La calidad de las pinturas de la Catedral de Santa Clara de Pamplona provoca gran admiración: “El esplendor y el estado de conservación de las pinturas asombraron a los eruditos del arte colonial quienes las comparaban con los frescos de la casa del fundador de Tunja y certificaban, basándose en el estudio pormenorizado de las figuras, que el estilo y la composición seguía los postulados frecuentes del arte criollo del período colonial”.
Para lograr tan portentoso efecto, el pintor se inspira en la tragedia de un singular personaje histórico: Salomé Serrano, quien fuera víctima de la corrupción colonial, hace siglos, dejando una estela de rencor y deseo de venganza en su historia familiar.
La castellana Salomé había venido a América junto con don Pablo Figueredo y fue acusada injustamente por un “criollo de sangre limpia” de envenenar a su protector; todo con el objetivo de despojarla de sus bienes. Su testimonio escrito, los “cuadernos de Salomé Serrano” —como los pergaminos de Melquiades en Cien años de soledad— determinarán el minucioso trabajo del pintor:
“Las pinturas aparecerían algún día y deslumbrarían a los expertos. Las miniaturas que iluminaban la historia de Salomé Serrano eran la fuente de inspiración y las pinturas que Carmen me había regalado tenían la textura y la antigüedad necesarias para confirmar el engaño. Si todo sucedía como estaba previsto y algún día se descubriera mi obra nocturna, entonces podía decir que los libros con la historia de Salomé Serrano habían tenido la mejor utilización.”
Tanta fue la indignación de Serrano ante la injusticia, que en un momento gritó al juez venal que conocía la causa: “—Por tu mala sangre heredarás la tierra, pero con ella heredarás las fatalidades, y hasta tus últimos vástagos sentirán la culpa y pagarán muy caro el precio de tu villanía”. Tal maldición afectará a todo el linaje del pintor, al punto que, con su pintura, busca expiar la culpa.
La tensión entre Eros y Tánatos define así la narración, tanto como la culpa heredada. Como en un mito garcíamarquiano, como en Cien años de soledad, la novela El pintor de la Catedral describe una espiral en que las cosas se repiten y no encuentran ninguna solución. Una dialéctica con la que se describe la historia misma de Pamplona y de Colombia.
Tal fatalidad tiene sus representaciones literarias en otros trabajos del escritor.
Relatos entre el amor y la muerte
En el libro de relatos Historias entre el amor y la muerte (2003) Jorge Enrique indaga en historias particulares de la ciudad de Pamplona.
En “La Espera”, la historia de una mujer casada con un anciano rico que no acaba de morirse nunca, se sintetiza un contexto de guerras partidistas: “… los González habían comerciado con oro y plata, después con Carbón y finalmente habían traficado con las gobernaciones de las provincias del oriente colombiano, poniendo los muertos conservadores en las guerras del siglo XIX” (21).
Por su parte, en la colección de “El último sueño”, Jorge Enrique recrea la historia de la familia: incluye, entre otros, “La confesión”, un relato dedicado a Luis Enrique Quintero, que se había mencionado arriba, y “La sala vacía”, donde se puede leer la historia de Julia y Arturo Moncada que también sirve de base para las novelas El Innombrable y Amantes y destructores. Una historia del Anarquismo de quien esto escribe. La violencia que sufre la mujer a manos de su esposo constituye un caso que, tanto desde su punto de vista como del mío, sintetiza bien las fuerzas en pugna de la época y, sobre todo, el papel de la mujer ilustrada en el contexto histórico de los años cuarenta del siglo pasado.
En “Retratos de la violencia”, cuarto apartado de la colección, se alude, como en varias oportunidades, a las guerras civiles de Colombia y su impacto en la vida de la región: desde una actualidad histórica, se evoca un libro antiguo en que hay constancia de lo sucedido en la ciudad de Bucaramanga el 16 de agosto de 1875:
“Hoy las calles están revueltas por cientos de campesinos armados que se han regalado al ejército y esperan la llegada de Sergio Camargo. Los caudillos les han dado un poncho de colores, un machete que exhiben amenazantes y un trapo rojo que anudan al cuello y que les llena de orgullo. Ese gran ejército de mendicantes se prepara para salir de la ciudad en sentido contrario a nuestro camino. Por las noches se oyen en la plaza gritos de mujeres ebrias y gritos angustiados de hombres que han sido sometidos al escarnio público” (94).
Luego, en otro documento, en Pamplona, en marzo 23 de 1902, el personaje contemporáneo puede leer: “…Por la noche sus pesadillas despiertan a las mujeres con gritos de venganza e historias de barbarie en el campo de Palonegro. Dicen que fueron quince días con un machete destrozando las cabezas de los enemigos. Cuando no había insurgentes destrozaban los cadáveres para que los rebeldes escondidos en las montañas supieran que aún estaban dispuestos a dar la batalla. Por la noche a la luz de las antorchas seguían matando ya sin saber a quién” (109).
La historia del siglo XIX y su impacto en una actualidad del siglo XX constituye la médula de estas narraciones de Jorge Enrique Forero. Con el prisma del amor y la muerte, y una culpa heredada por generaciones, el narrador ofrece una perspectiva acabada de la historia amplia de Colombia.
Esta perspectiva de Jorge Enrique Forero tiene, además, tratamiento especial en sus cuentos.
Cuentos íntimos
Cuentos íntimos (Piélago, 2022), colección de cuentos ganadora del Primer Concurso de cuento Piélago Editores de Medellín, recoge los intereses temáticos y formales del escritor.
El primer cuento, “Isabel” es una denuncia contra el autoritarismo masculino que, sustentado en un prejuicio, se extiende a la vida entera. “Las primeras lecciones sobre el cuerpo del hombre me aclararon que su biología requería la violencia y que, además, la Iglesia católica y todos los santos autorizaban las relaciones carnales solo con el propósito sagrado de la reproducción” (21), precisa la protagonista en su diario.
Por su parte, en el cuento “La sangre no mancha” se perciben los colores del Caribe con el tono garcíamarquiano de la nostalgia y el dolor: “Muy lejos estaba su pensamiento. Corría las llanuras del Magdalena, y bebía el agua limpia de los jagüeyes bordeados de juncos. Oía el ruido del río y las voces de los pescadores y de los cargueros negros en los puertos de Mompox y de El Banco. Como un fantasma caminó el muelle ruinoso de Puerto Colombia y volvió a sentir la turbulencia del magdalena al encontrarse con el mar, en Bocas de ceniza (122).
La evocación del nobel colombiano puede rastrearse en “Aureliano Segundo”, indudable homenaje Gabriel García Márquez. Allí, el personaje de Cien años de soledad se presenta ante el escritor con el fin de recriminarle ciertos pasajes que en su opinión no le hacen justicia. En tal sentido, desde el punto de vista del narrador, “aquel personaje… no seguía la primera regla del oficio: los personajes de las novelas no tienen alternativas”. En esta historia, “… a pesar de los ruegos y amenazas, Gabriel se negó a corregir una sola palabra de su texto” (97-98).
Asimismo, en “Camino a los Carmelitas”, posiblemente una recreación de “Los funerales de Mamá Grande” del mismo García Márquez, “la “abuela es una loca que tiene cien años” (35) y la nieta “Quisiera llorar en un lugar en donde los pocos recuerdos agradables tuvieran una segunda oportunidad” (51). En este cuento la abuela desalmada decide de modo radical el destino de su nieta: “…las mujeres jóvenes como ella no tienen idea de los problemas que causan los hombres. Son como perros salvajes corriendo detrás de su presa, y después de que que ellos llaman amor lo único que queda en la boca es un sabor amargo imposible de curar” (54).
El tono y las temáticas de Gabriel García Márquez se encuentran también en otros cuentos como “El nombre de las cosas”, que alude al “octavo día de la creación” cuando “el Omnipotente se reclinó al fin en una nube e imaginó que los futuros habitantes de la isla serían los ángeles más felices” (99); y en “Coveñas al amanecer”, que transcurre en el puerto caribe, donde una prostituta intenta ver la mejor cara de su triste situación: “Rosario pensó que, en lugar de ser una puta amargada, debería dedicarse a escribir poesías” (168).
El paso del tiempo sin razón, el dolor y la nostalgia ante lo que resulta inevitable conforma la atmósfera de esta colección de “cuentos íntimos” que sintetizan hábilmente los intereses del escritor, cercanos por supuesto a su obra pictórica.
La denuncia social en medio de Eros y Tánatos
Respecto de la historia contemporánea, tres cuentos pueden dar una idea de la perspectiva política del escritor:
El cuento negro “Complot”, relativo al asesinato de un candidato presidencial que bien podría ser Bernardo Jaramillo Ossa (1955-1990), constituye una perspectiva original de la violencia en Colombia. De nuevo con la clave de Eros y Tánatos, el autor ofrece al lector una visión amplia de la historia de Colombia marcada por la persistencia de conflictos sin solución.
Por su parte, en “Camelia”, se recrea el famoso acuerdo fracasado el Caguán, cuando el representante de la guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, dejó esperando a Andrés Pastrana en una silla. “Por eso la silla del Comandante Uno apareció desocupada en los noticieros de televisión” (111). La imagen sintetiza la historia de Colombia marcada por la falta de comunicación.
Los denominados “falsos positivos”, eufemismo imperdonable de las infames ejecuciones de los militares de jóvenes para presentarlos como caídos en combate con las guerrillas, está presente en “De camisa verde” y en “La sangre no mancha”. En el primer cuento una madre busca a su hijo autista Carlos Andrés, desaparecido en Soacha, y lo encuentra en otra ciudad, Ocaña, “dado de baja” por el ejército como guerrillero muerto en combate. El detalle de la camisa verde, que no era la que él tenía, permite colegir que todo es un montaje en virtud del cual se le adjudican al muchacho delitos que no cometió. Por su parte, en el segundo cuento, un grupo militar detiene a un hombre para torturarlo y quitarle la vida, y presentarlo luego como caído en combate. “Con la muerte de Antonio la recompensa sería solo por los tres hombres caídos en combate. Máximo tres paquetes, aunque también podía contar con tres días de permiso con remuneración” (124).
Conclusión
El contexto bélico que ha determinado la vida de los colombianos está presente en la obra de Jorge Enrique Forero, identificada con el dolor de la gente y con la necesidad de llevar a cabo reivindicaciones justas para la mayoría.
Siguiendo las pautas de escritores de su generación (de Fernando Vallejo, por ejemplo), pero sobre todo del Gabriel García Márquez, Forero Quintero denuncia la fatalidad de una historia que se repite sin solución de continuidad: la persistencia de conflictos, la fatalidad de la guerra, la inequidad impiden el desarrollo de sentimientos y de expresiones humanas tan simples como el amor, el deseo y el erotismo.
¿Es posible vivir en paz con un gran acuerdo de todos y un gobierno justo?, se preguntaba Rosario, personaje emblemático de El Tesoro, y la cuestión ampliada por el escritor en su obra adquiere gran valor y actualidad para una Colombia en transformación.
Por todo lo anterior, la obra de mi hermano Jorge Enrique Forero se “emparenta” en temas y forma con la mía, sobre todo con Amantes y destructores. Una historia del Anarquismo y El Innombrable, novelas que beben de la misma tradición y con un espíritu semejante le dan un lugar preferente a la historia.