Numa Julián Calderón Jaimes y los votos sacerdotales
Numa Julián Calderón Jaimes (19 de julio de 1864-2 de mayo de 1911), presbítero de la Santa Iglesia Catedral de Nueva Pamplona, sirve de inspiración para uno de los personajes de mi novela El Innombrable (2021): el sacerdote Julio Calderón. Padre de dos hermanos que son la imagen misma de las dos fuerzas en conflicto, su presencia lleva la historia a una resolución inesperada. Entre liberales y conservadores, entre lo público y lo privado, entre el pasado y el futuro, entre las luces y las sombras ideológicas, él y los demás personajes cumplen un destino que sin duda se vincula con el destino de su país.
En la novela, María Margarita de las Nieves Fuentes, Mamaíta, la abuela de Margarita Castro, el personaje principal, introduce así la historia del presbítero:
“—Te contaré la historia a ti, solo a ti, que tanto te me pareces. Mi historia, tu historia, la que siempre quisiste saber. Es tiempo de que yo me libre de ella, al menos contándola. Y tiempo de que tú la conozcas porque algún día, quizás, esta historia también te sirva para liberarte. Escucha hoy, solo hoy, que para eso estás aquí conmigo. Esta es la historia de tu abuela… y también, escúchalo bien, es la historia de tu abuelo, el presbítero Julio Calderón” (El Innombrable p. 177).
Un personaje histórico que parece personaje de novela
Admirado en su época y con posterioridad, sin duda el personaje histórico, Numa Julián Calderón Jaimes, posee numerosas aristas que permitieron su incorporación en la novela El Innombrable. Su nombre mismo evoca al segundo rey de Roma, Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, que se casó con la hija del rey de los sabinos Tito Tacio, Tacia, hecho que lo convirtió en el concuñado de Rómulo. Entre mito y realidad, el nombre latino, Numa, se relaciona con numen, que significa divinidad o poder divino y etimológicamente se asocia con la paz y la armonía. También puede relacionarse con la palabra nummus, que significa moneda, relacionando así el nombre con las habilidades en la administración financiera propias de quien detenta el poder en un momento dado. Numa puede ser, incluso, la variante masculina de la voz latina norma, que quiere decir regla o escuadra, imagen que resulta pertinente a la hora de evaluar el legado de un personaje histórico tan sinuoso como Numa Julián.
Hijo del comerciante Elías Calderón (1849-1915) y Eufrasia Jaimes Ramírez (?), Numa Julián Calderón Jaimes fue el mayor de seis hermanos: Ricardo (1873-1940), sacerdote jesuita que estudió y vivió en Bogotá, al abrigo de sus parientes capitalinos; María Estella (1875-1945), monja, luego betlemita, que dirigiría su comunidad de monjas en la ciudad de Pamplona; Fructuoso (1879-1935), médico, representante al Congreso, diputado a la Asamblea y gobernador del departamento de Norte de Santander; Belisario (1867-1918), general de brigada en el ejército del Norte y Panamá durante la guerra de los Mil días, y Jesusa (?), llamada por sus contemporáneos “hermana de la caridad” por apoyar denodadamente las actividades de sus hermanos sacerdotes.
La procedencia de esta familia en el distrito de San Cayetano, al noreste de Colombia, constituye el primer elemento de interés para comprender el perfil del sacerdote y su inclusión en El Innombrable.
Luego de diversas expediciones de conquistadores españoles, el distrito de San Cayetano fue fundado oficialmente en 1773 por Calixto Lara y Pedro José Santander, antiguos colonos de la región. Poco después, en 1784 fue elevado a la condición de parroquia, con todas las prerrogativas del reconocimiento. Entonces,
“…su primer alcalde fue el notable vecino don Gregorio Ramírez de Soto Mayor, hermano del parroco [Miguel Ramírez de Soto Mayor]. Por muchos años, fueron alcaldes y jueces civiles, no solo don Gregorio, sino también don Juan Agustín Ramírez, don Pedro José Santander, don Francisco Libre y Salvador Colmenares. Fueron regidores y ediles, Antonio María Ramírez, Fernando Ramírez de Arellano, don Calixto de Lara, Luis Ignacio Santander y Salvador Colmenares” (Gaceta Histórica, p. 90).
El pueblo, ubicado en la ribera izquierda del río Zulia, en el límite entre Colombia y Venezuela, fue lugar de desarrollo comercial durante los últimos años del siglo XVIII, sobre todo por el cultivo del cacao que atrajo a colonos y labradores. De los primeros, los Calderón pudieron ser descendientes del fundador, Santander, y como arrieros que iban y venían por el virreinato de la Nueva Granada, desarrollaron allí sus negocios .
No obstante el arraigo, el siglo XIX le llegó como un huracán al distrito de San Cayetano puesto que este fue lugar de encuentro entre los ejércitos independentistas y realistas. La oposición de la familia Santander a las imposiciones españoles, entre otras, provocó el duro enfrentamiento. El pueblo fue “diezmado por la persecución realista” y con dificultad, en los años siguientes, logró su reactivación, no solo demográfica sino comercial (Febres Cordero, 11).
Poco después, una epidemia de fiebre violenta, derivada acaso de la construcción de la ferrovía de Puerto Villamizar que atrajo a trabajadores de todo el país, diezmó de nuevo el poblado y, por si eso fuera poco, el 18 de mayo de 1875, fue destruido como consecuencia de un terremoto.
Poco a poco, con muchas dificultades, San Cayetano se reconstruyó en el mismo lugar donde lo habían fundado los primeros colonos de origen español y, entre otros edificios, se consolidaron algunas tiendas como la del padre, Elías Calderón, que ofrecía café y otras mercancías que venían de Salazar de las Palmas y Gramalote, pueblos vecinos de la región.
Alguna versión oral —lo que se dice las malas lenguas—, establece que ese arriero y comerciante de café se hizo a un buen botín recolectando el oro que quedó por ahí en las casas derruidas por el cismo. De tal recolección puede devenir la condición privilegiada que la familia Calderón ostentó desde entonces, bienestar que le permitió, entre otras cosas, ofrecer educación a sus hijos, no solo en el campo de las letras y los números, sino en las artes musicales. Los vástagos tendrían una sólida formación en distintos campos, sobre todo en la ejecución de un piano que, por diligencia del padre, llegó a la comarca.
Con el tiempo, el desarrollo de la aldea vecina, Las Tapias, corregimiento Zulia desde 1899, llevó a la eliminación de San Cayetano como distrito, pero sin perjuicio del poder económico y político de los Calderón. Como autoridad municipal el párroco Elías Calderón (1870-1933), hermano del presbítero, aseguró su mantenimiento e impulsó el desarrollo de la comarca por varios años más.
Para el siglo XX, el pueblo devino al fin en un pequeño municipio del área metropolitana de Cúcuta, la capital del departamento de Norte de Santander (creado en 1910), llamado así en honor de Francisco de Paula Santander, prócer de la Independencia de la región, familiar del fundador de San Cayetano, Pedro José Santander.
La juventud de Numa, 1887-1893
Luego de su formación elemental en la escuela del pueblo, el respetado patriarca de la familia Calderón Jaimes envió a Numa Julián a formarse en el seminario conciliar de Pamplona, ciudad cabecera de la arquidiócesis, donde el joven debió encontrar, además de la instrucción eclesiástica, cierto movimiento cultural e intelectual que forjaría su personalidad. Allí pudo alternar con las autoridades religiosas y condiscípulos del plantel, es verdad, pero también con personas interesadas en la política, la literatura o la música, campos de conocimiento que sin duda forjarían su carácter.
Para la época, Pamplona era un foco cultural en la región y contaba con cierto desarrollo económico derivado principalmente del comercio del oro y mercancías de diversa índole, lo que provocaba la circulación de viajeros y de ideas de múltiple naturaleza. Al tiempo que la ciudad recibió oleadas de comerciantes, fue destino de inmigrantes europeos, padres eudistas de Francia o judíos sefardíes.
En tal contexto, Numa Julián fue ordenado sacerdote en 1887 por el obispo Ignacio Antonio Parra (1824-1908) a la edad de veintitrés años, lo que, sin duda, determinaría su destino. Este prelado había sido condenado años antes, en 1877, al destierro por azuzar los ánimos en contra de los liberales, pero con el triunfo de la Regeneración de Rafael Núñez (1885-1930) se erigió en líder del proyecto papal de romanización de la Iglesia católica (1880-1908), que incluía el fortalecimiento de esa Iglesia en Colombia y con ella del partido conservador. Conforme con las pautas de Pío lX (1846-1878), el obispo impulsó la educación religiosa en contra de los “errores” de las nuevas doctrinas enemigas de la iglesia (Parada). Así, Calderón escribiría luego, en 1905, lo siguiente:
“En los bandos opuestos hay unidad de acción y de ideas; en las filas católicas tiene que haber también esa unidad porque sin ella no hay orden ni disciplina que son los elementos primordiales para la lucha que se viene librando a palmo entre la verdad y el error, entre el bien y el mal” (Diario).
A la sombra de Parra, Calderón se desempeñó como Coadjutor en Bucaramanga y párroco de Sardinata y Salazar, poblados del Estado de Santander, donde tuvo especial acogida.
No obstante la enjundia del proyecto eclesiástico del obispo Parra, y de su comedida participación en él, el presbítero Calderón contaba con habilidades literarias y musicales que lo hacían especialmente popular entre la feligresía y en medio de gente de la más variada condición.
Calderón recitaba poemas de Jesús Jaimes A., García de Tejada, Antonio Almendros Aguilar o Faustino Martínez. Además, cantaba acompañado del piano las baladas de la época y tenía una conversación fluida que hacía las maravillas de los salones. De este modo pudo conmover a más de una de las mujeres de las distintas parroquias por las que pasaba y acceder a un mundo femenino que en principio estaba vedado para los religiosos. Su encanto natural y su habilidad para contar historias sorprendentes determinarían ese destino. Así lo recrea el personaje de María Margarita, Mamaíta, en El Innombrable, a propósito del relato mismo de su genealogía:
“—Él, el cura, contó nada más ni nada menos que era descendiente de Calderón de la Barca, no del poeta, claro, sino del hermano, de Diego, aquel que había venido de Cantabria a las Indias a buscarse la vida. Una tal Dolores Calderón… era su abuela. Eso decía. Pero la historia no quedaba allí, mija. Por si fuera poco, decía que esta Dolores, orgullosa de su estirpe, se jactaba además de que había sido una de las amantes del prócer de la Independencia Francisco de Paula Santander, el que había dado nombre al Departamento. ¡Imagínate! Julio, como yo empecé a decirle, contaba una a una las vicisitudes de Dolores, desde que había conocido al héroe en Cúcuta hasta los detalles de su estirpe. Como Santander había perdido un hijo, anhelaba otro, explicaba el presumido. El sueño de Dolores era casarse con Santander, aclaraba Julio, pero como el prócer ya estaba unido a doña Sixta Tulia Pontón y Piedrahita, ella comprendió bien pronto que no tenía mucho que hacer, o por lo menos no en el plano oficial. Así pues, se aseguró un hijo suyo. El cura se enorgullecía de esto y, según explicaba, hacía de cada uno de sus actos una especie de copia de los del prócer, su ancestro” (pp. 181-182).
Desde el punto de vista de María Margarita, Mamaíta, esa historia es una prueba más de la locuacidad del presbítero que no paraba mientes en mitificar su linaje y envolver con ello a su auditorio. Por eso continúa:
“La mujer, por tanto, continuó siendo la reputada Lola y su hijo Elías, el hijo del Hombre de las Leyes. El mítico nacimiento hacía de ellos personajes ilustres del pueblo, y aunque Santander no volviera a aparecer por la provincia o interesarse por el paradero de su hijo, ellos ya habían obtenido un estatus gracias a él. Tal vez por eso, Elías logró tener más dinero que su abuelo y lo aprovechó para educar a los cinco hijos que tuvo con Eufrasia Jaimes, su esposa, la dama más distinguida del pueblo, la tía de las Jaimes de las que te hablé. A algunos de ellos los envió a Bogotá, donde vivían sus tíos, el profesor Luis Felipe Calderón, entre ellos, Rector de la Facultad de Medicina de la Universidad, que participó en el levantamiento contra el corrupto presidente Rafael Reyes Prieto. De sus hijos, Fructuoso, el mayor, fue médico de la misma Universidad Nacional, escribió su tesis sobre la fiebre amarilla y fue gobernador de la provincia; Belisario, ospinista, se graduó con honores en la Escuela Militar de Bogotá, llegó a ministro de Defensa y como tal se hizo al negocio de importación de atuendos militares; Elías, el tercero, heredó el nombre del padre y también fue presbítero, y Dorotea, la cuarta, se fue de monja. Estos últimos, como religiosos, trabajaron siempre con el quinto hijo, Julio, mi Julio, acompañándolo en todas sus empresas, incluido Brighton o la reconstrucción de la Catedral de Cúcuta” (pp. 184-185).
Este peculiar perfil del que pudo ser el sacerdote Calderón se enriquece con los testimonios fidedignos de sus talentos, incluido el musical. Justamente, una vez en Pamplona (1897), el presbítero Calderón se desempeñó, entre otras cosas, como instructor de niños del coro de la iglesia del Carmen y en la Escuela de Canto Santa Cecilia. A la vez que impartía la catequesis ofrecía instrucción musical a los niños y, aún más, dada su habilidad en la interpretación del piano, llegó a ser reconocido entre los músicos y formadores de músicos de la ciudad durante el período 1880-1920. Para sus coterráneos, el nombre de Numa J. Calderón se suma a los del compositor nacionalista Celestino Villamizar González, el compositor y músico José Rozo Contreras, José Antonio Cortés, Dn. Manuel P. Parra, Cayetano Landazábal, Domingo Vera, Marcos Bautista, Augustus N. Patin, Pbro. Luis Antonio Vera, Carlos Peña, Pbro. Lorenzo Rivera, Francisco de Paula Rivera, Gerardo Rangel, Ernestina Jiménez, Bonifacio Bautista, Oriol Rangel, y Luis Uribe Bueno (Barriga Monroy, p. 53).
La importancia del presbítero Numa Calderón en el campo de la instrucción musical se puede resumir de este modo:
“El gobierno nortesantandereano no estableció políticas educativas que estimularan la educación musical de los niños, ni la formación de profesores de música durante el período 1880-1920. El gobierno descargó todo el peso de la educación musical de la época, en la iglesia, máxima conocedora del arte en Pamplona. Por ello, la primera escuela de música que se creó para los niños pobres, la Escuela de Canto Santa Cecilia, fue iniciativa de un sacerdote, Numa Calderón, quien dictó clases de música a los niños que asistían a la catequesis de una parroquia pamplonesa” (Barriga Monroy, 57-58).
Sobre este perfil del padre Calderón, radical en el púlpito y encantador en el espacio privado, señala Mamaíta en El Innombrable:
“—Sí, sí. ¡Ay, hija! Del padre intolerante del púlpito no quedaba nada: Julio no paraba de hablar de cualquier tema, sacro o profano, de forma jocosa y aún irreverente, y además, lo más extraordinario de todo: ¡cantaba! Acompañado del piano, que tocaba de maravilla, cantaba las canciones de moda. ¡Una dicha! Alternaba contradanzas, una habanera de Guelbenzu, creo, y el pasillo Adiós, si mal no recuerdo. ¿Te imaginas?” (p. 180).
En efecto, el presbítero Numa J. Calderón contaba con una energía y entusiasmo tales que, al margen de su fe, mantenía diversos espacios de actividad y socialización que lo hacían un peculiar presbítero en la parroquia. Además de la música, su interés por la lengua castellana, y, sobre todo, por la literatura del siglo de oro español, le permitieron ejercer como maestro en diferentes establecimientos de educación y desplegar de un modo u otro su habilidades literarias. Así, como poeta, se puede incluir aquí algo de su producción literaria:
Soneto a la inversa
Furiosa es la tormenta si vivimos
sin luz, sin esperanza redentoras,
si el ponto —cuyas iras resistimos—.
Con olas espumantes, mugidoras,
barre de nuestras playas toda arena;
solo Dios sus vorágines refrena.
Y esa playa arenosa es nuestra vida,
y el bramido del ponto que no calla,
cual eco horrendo de feral batalla,
al palenque de sange nos convida.
Mas cual nube donde el rayo anida,
lluvias derrama si la chispa estalla,
la fe, broquel divino, férrea malla
rutila pura sangre en lid reñida (La Unidad Católica).
Calderón Jaimes fungió, además, como director y redactor de La Unidad Católica, periódico del obispado fundado por Parra en 1881 (el primer número es del 15 de enero de 1882), que servía de órgano de difusión de las actividades de la diócesis , pero también de información de acontecimientos de diversa índole, como las visitas de personalidades a la ciudad, los eventos nacionales o internacionales y “publicidad de la Iglesia”.
Además de lo anterior, en diferentes oportunidades el padre Calderón demostró su voluntad de ayudar al prójimo. Así, apoyó con su trabajo y con recursos propios, la Asociación de Hermanitas de los Ancianos Desamparados (fundada hacía poco por el sacerdote español Saturnino López Novoa) que protegerían, entre otros, a personas mayores como Biófilo Panclasta a mediados del siglo XX.
Entre luces y sombras, el presbítero Numa J. Calderón Jaimes se erigió poco a poco en un personaje reconocido y acogido entre los suyos. Esto a pesar de que las circunstancias históricas cumplieron un efecto fatal en lo que a algunos de sus votos correspondería.
Primera etapa pamplonesa, 1893-1905
En un espacio geográfico afectado por las guerras, y, en particular, las de 1876, de 1895 y luego la guerra de los Mil Días (1899-1902), en la región santandereana cayeron muchos hombres, otros no volvieron o no respondieron más por sus familias, y los curas cumplieron papeles entre oficiales y domésticos que excedían los votos sacerdotales, sobre todo el de castidad.
Muy temprano, el desplazamiento constante entre su casa familiar en San Cayetano y la parroquia de Pamplona le debió permitir al presbítero Calderón consolidar relaciones no solo con feligreses de uno y otro lugar, de uno y otro bando, sino especialmente con mujeres de ambas localidades y de distinta condición.
Así, no resulta extraño que en 1890 nazca su primer hijo, Numa Teodoro, en San Cayetano, y poco después, Alejandro Gutiérrez Calderón, hijos de Brígida Gutiérrez, una antioqueña que al parecer también iba de un lado para el otro, de Antioquia a Santander, de Colombia a Venezuela. Frente a ella, y frente a la contundencia de la realidad, la familia Calderón Jaimes no tuvo más salida que hacerse cargo de los dos niños y lo hizo de la mejor manera. Ofreciéndoles una cuidadosa educación, tanto como el permiso que se les dio a ambos de usar el apellido paterno, demostraron su apoyo.
No obstante lo ocurrido, luego de esa experiencia, el contacto del sacerdote con las mujeres no terminaron. En Pamplona, durante esos mismos años, el presbítero Calderón mantuvo una larga relación con María Margarita de las Nieves Fuentes y de esta nacieron tres hijas más: Julia Otilia (1893), Ramona (1900), que murió casi al nacer, y Ramona Zoraida (1905), abuela de quien esto escribe.
Asimismo, por estos tiempos, monseñor Calderón mantuvo por lo menos otras dos relaciones más, con dos mujeres de apellidos Espinel y Osuna, y nacieron nuevos hijos. Manuel Espinel Calderón (1897-1970), entre otros, el futuro músico y compositor.
Tales hechos íntimos no afectaron el desenvolvimiento normal del prelado como párroco de la ciudad, con todas las prerrogativas que hecho conllevaba. Por decisión del obispo Ignacio Antonio Parra, el 3 de noviembre de 1893, fue nombrado Canónico Arcedián y Secretario Episcopal de la Diócesis de Pamplona, cargo que desempeñaría con habilidad por varios años.
Como tesorero y canónigo de la santa Iglesia Catedral de Pamplona, poco después, en 1896, Numa J Calderón emprendió lo que sería su gran obra filantrópica, por la que sería más recordado y homenajeado: con motivo del jubileo sacerdotal del obispo Parra, decidió hacerle un peculiar obsequio a su mentor. En efecto, el presbítero dispuso en su honor la fundación de un asilo para niñas pobres y abandonadas. De tal manera, ofreció nada menos y nada más que su casa quinta de vivienda para albergar al “las niñas de Pamplona pobres, huérfanas y desamparadas moralmente, que marchaban irremediablemente a su ruina moral más por falta de apoyo que por razón de su propia malicia” (Carta del presbítero Calderón al obispo Parra).
La quinta de Calderón objeto de la donación era conocida con el nombre de Brighton, otro de los nombres cabalísticos que rodean al presbítero tanto como su nombre de pila. Oficialmente, tal denominación designa a una de las ciudades más soleadas de Reino Unido, donde siempre brilla el sol ("Bright-on"), y proviene, en particular, de la evolución del inglés antiguo de 'Beorhthelmes tūn' (La granja de Beorhthelmes), que, en términos cristianos, significa “el que es amado por Dios”. La quinta aludía a esa historia y a otra aún más emblemática.
En la década de 1740 hubo en Europa una creciente popularidad de las curas de las aguas del mar (el doctor Richard Russell enviaba a sus pacientes a Brighton) y es posible que un inmigrante de ese origen, primer propietario de la quinta, haya nombrado así el lugar dada su humedad permanente. La presencia de una quebrada permitiría la construcción de baños en el asilo a los que se alude en El Innombrable, elemento fundamental para el desarrollo de la trama de la novela:
“Brighton: Casa de Agua. En 1896 el edificio y los solares aledaños —en los que afluye una rica y transparente corriente— fueron comprados por un presbítero de San Cayetano a una pareja de alemanes que años antes los había bautizado con ese nombre en cumplimiento de una antigua promesa: si encontraban lo que querían, fundarían un albergue para los pobres. Brighton representó así la fuente en que todo cristiano podía purificarse y, vulgarmente, el fruto de la guaca donde cualquier codicioso podía enriquecerse. Los Borek lograron ambas cosas y por eso ayudaron al pueblo. Con la fiebre del oro de los años setenta del siglo pasado llegaron a la región. Construyeron la casona con un pórtico encumbrado con la Sagrada Familia y desde allí hicieron caridad entre la gente, ofreciendo, entre otras cosas, las duchas públicas. Cuando las minas de oro se agotaron, vendieron el lugar a un precio módico con el fin de que se fundara el albergue que desde entonces funciona ahí. El presbítero adquirió el inmueble con esta condición y se asentó en la ciudad. Fundó el auspicio para niñas abandonadas y se reservó un apartamento en lo alto del terreno, junto al nacimiento de la quebrada que baja por un costado. Más tarde, cuando las deudas lo agobiaron, el presbítero decidió vender de nuevo el inmueble reservándose, eso sí, el apartamento del fondo del predio junto a las duchas. Las madres bethlemitas, recién llegadas al municipio, compraron la antigua casona a un buen precio. Siguiendo la tradición de los alemanes, comprador y vendedor llegaron al singular acuerdo de continuar con el auspicio para niñas abandonadas. Poco después, se dispuso que el Innombrable fuera su director y benefactor vitalicio y que las propias monjas betlemitas fueran las que atendieran el lugar. Desde entonces hasta hoy, cada día llegan más niñas abandonadas por sus padres a Brighton. El Asilo Sagrada Familia Brighton estaría bajo la dirección de las Hermanas Betlemitas quienes entran en Pamplona el 13 de Abril de 1896 tras la invitación del Padre Numa, quien no solo les sede generosamente su quinta sino que también les ayuda con la dotación necesaria” (77-78).
Entre realidad y ficción, este apartado de El Innombrable recoge algunos datos históricos y los dota de un nuevo contenido acorde con el objetivo de la novela. En efecto, la Comunidad Betlemita se trasladaría al lugar en 1906, cuando vino la R. M. Superiora General, María Luisa Salinas, quien recibió la escritura de la donación hecha por el benefactor.
Históricamente, por iniciativa de la madre general Ignacio González el presbítero Calderón se constituyó en padre y protector de las Betlemitas de Pamplona. El asilo empezó con veinte huérfanas y mientras vivió el sacerdote tanto las hermanas como las niñas gozaron de su protección y ayuda, circunstancia que puede servir de telón de fondo a otros hechos y aventuras del presbítero que le dan una connotación muy literaria.
De Pamplona a Cúcuta, 1905 a 1910
El 14 de enero de 1905, el presbítero da cuenta de un motín social en Cúcuta que denominó “Los sucesos del Catorce” en los cuales participó. Entonces, unas ochocientas personas se manifestaron en contra de la entrada de padres agustinos procedentes de Pamplona bajo su dirección. Contrario a lo que publicó El Trabajo, periódico de Cúcuta, respecto de los hechos, el prelado consigna que “personas ebrias, armadas de piedras, de botellas con licor, impidieron la entrada de los reverendos padres agustinos a Cúcuta”. Desde su punto de vista, a la altura del puente de San Rafael, sin razón alguna, la “chusma insolente” impidió su entrada, con “pasquines escritos en las paredes” y “mueras” a los sacerdotes y lograron su cometido. Este es su relato:
“Pregunté por las autoridades y se me contestó que no había en Cúcuta ese día sino el pueblo soberano. Indagué por el jefe del motín y me contestaron que era un concejal llamado Carlos Dávila. Lo hice llamar y me manifestó que venía en representación del Concejo, mostrándome un papel en el cual, decía, estaba la autorización del consejo. Por el momento no me lo entregó, y cuando empezaba a disiparse el tumulto, lo leí y no era sino un telegrama del concejo para el Presidente de la República, para el Delegado y para el Gobernador”.
Frente a las razones políticas que, según El Trabajo, justificaban el rechazo popular a los sacerdotes, instigadores de violencia en contra de los liberales, el presbítero Calderón insiste en que todo obedece a un “plan” injusto e irracional.
“No había prefecto en ejercicio. Cinco días hacía que el prefecto se despidió de Cúcuta con dirección a Bucaramanga y no dejó en posesión al suplente, ni este se posesionó sino el día siguiente del tumulto, a las once a.m.. Días antes el alcalde enfermó oportunamente y tampoco se había posesionado el suplente. El secretario del prefecto encargado del despacho no fue obedecido, según después me lo manifestó; el secretario del Alcalde solo hizo acto de presencia para que se borraran algunos letreros; el jefe de policía no pudo hacerse respetar y varios policiales dejaron su kepis para engrosar las filas del tumulto; los miembros del concejo se habían reunido para dirigir un telegrama a las altas autoridades que sirvió, como ya lo dije, de pretexto a los amotinados. El jefe del batallón declaró que no tenía autoridad para suministrar el recurso del batallón. ¡Qué casualidad, o qué combinado plan! El prelado Morales aparece, según telegrama publicado en el número 202 de El Trabajo, en Bucaramanga, el 15, luego se separó de Cúcuta por lo menos el diez del mismo mes. (Apartado este último tachado en el Diario).
En estos hechos queda clara la oposición que existe entre “Pueblo” y curas, entre administración civil y poder de la Iglesia, que persistió durante todo el siglo XIX y se extendió hasta el XX. En tal panorama el presbítero Calderón busca ejercer su poder pero no encuentra apoyo ninguno en la población, ni entre las autoridades, lo que provoca su indignación y protesta.
Más tarde, el peculiar carácter del presbítero Calderón lo llevó a emprender otras labores más gratas. En febrero de 1905, justo el año de nacimiento de Ramona Zoraida Fuentes, abuela de quien esto escribe, el prelado promovió entre la sociedad pamplonesa cursos nocturnos para niños de humildes condiciones. Aprovechando la buena voluntad de algunos de los ciudadanos de cierta condición, aprovechó la infraestructura educativa con que contaba la ciudad: “Tenemos además locales de escuelas que por la noche permanecen cerrados” (Diario).
Asimismo, a la altura de marzo de ese mismo 1905, contando con el apoyo de la misma feligresía, emprendió una “Biblioteca Mariana” recolectando libros de “buen leer”, entre los que se contaban, entre otros, algunos de Cicerón, Historia de las ideas estéticas de España de Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de todos los concilios de Boisset o Historia de la Literatura española de A de Los Ríos (Diario).
Como consecuencia de esas actividades, la carrera del presbítero Calderón tuvo pronto otra promoción. En representación del Obispo Ignacio Parra, monseñor Calderón (como se le llamaba comúnmente) participó en el Congreso Eucarístico de Caracas de 1907 con la ponencia “La visita reparadora a nuestro Amo el bendito Jesús”. El evento, realizado en el marco de la dictadura de Cipriano Castro (1899-1908), fue un espacio eclesiástico pero también de tensiones, entre políticas y sociales: incluían las relaciones entre las naciones representadas con Venezuela, la situación de la iglesia frente al poder del presidente y cuestiones relativas al dogma cristiano.
La ruptura de relaciones diplomáticas entre Venezuela y Colombia en 1901 y poco después con Francia en 1906, son solo una muestra del ambiente diplomático en que se desarrolló el Congreso. Aunque Castro mantenía diplomáticas relaciones con el ala conservadora de la política, la iglesia no era definitivamente su aliada más leal. El establecimiento del divorcio por iniciativa suya un año antes constituía una simple muestra del conflicto. En cuanto al dogma, la visita del prelado colombiano no fue recibida como el consuelo de Jesús a las almas venezolanas. La simple sugerencia de la transposición en la intervención del presbítero debió sentar mal a las altas jerarquías eclesiásticas de ese país, y aún peor a algunos de los asistentes, razón por la cual —de nuevo dicen las malas lenguas— Calderón tuvo que salir corriendo del lugar con el rabo entre las piernas.
Desde el punto de vista de María Margarita, Mamaíta, en El Innombrable, en el espacio del Congreso Eucarístico de Caracas Calderón cumplió su cometido pero en perjuicio de su seguridad:
“Como Santander, Julio quiso consolidar los lazos entre Colombia y Venezuela y firmó el primer convenio entre su iglesia y el ala católica más recalcitrante del Táchira” (p. 182).
El ocaso
De los últimos años del presbítero Calderón Jaimes hay poca información. Una carta del 5 de octubre de 1910 dirigida a su amigo, el presbítero Joaquín Colmenares (?), permite comprender la soledad de los últimos años y las dolencias físicas que lo aquejaban. Sin duda, la intensa actividad de los últimos años, sus numerosas empresas, exitosas o no, o bien, la muerte de su mentor y amigo, el obispo Parra en 1908, entre otros hechos, menoscabaron no solo su trabajo en la Diócesis, sino su salud. “Yo sigo mal, muy mal en salud; el desaliento es mucho; yo mismo no me reconozco”.
Por todo eso, Numa Julián Calderón Jaimes decidió desplazarse a mejores climas y se instaló en la parroquia de San Luis, en Cúcuta, donde murió el 1 de mayo de 1911. Allí reposan sus restos. Lo sobrevivieron sus padres, quienes recibieron numerosas expresiones de solidaridad de colegas y amigos.
Una deuda anónima escribió:
“Me fue dado contemplar tu cadáver con emoción desconocida y advertir en tu semblante más que las huellas de la muerte la final victoria de la gracia. No parecías hoja marchita caída del árbol de la vida, sino hermosa azucena trasplantada al paraíso y embellecida por las brisas de la eternidad” (Archivo Arquidiocesano).
Conclusión
Rescatar en todas sus perspectivas un personaje de la talla de Numa Julián Calderón Quintero constituye una dura tarea, sobre todo porque quien aquí lo ha intentado hacer busca comprenderlo en un marco histórico tan complejo como el siglo XIX en Colombia, plagado de guerras, enfrentamientos políticos o crisis económicas e ideológicas. La labor se dificulta aún más cuando existen actos de ese personaje que determinaron la vida del investigador. En este caso, este hecho determina un interés extraordinario a la hora de consultar archivos, observar fotos, leer cartas y, en general, consultar fuentes no solo oficiales sino íntimas. Todo debe hacerse con la voluntad de esclarecer un pasado familiar que, como en los mitos, constituye un peso y un legado. Comprender a un ancestro llega a ser entonces comprender a una familia, a una región o incluso a un país. El ejercicio de recopilación, reflexión y escritura deja de ser entonces una labor individual para proyectarse en la genealogía y, por este camino, en la sociedad. Bien haríamos todos los ciudadanos de un país o de un territorio cualquiera de plantearse así esta labor que es más que personal, social. La indagación familiar resulta muy enriquecedora, comprensiva y, sobre todo, sanadora. Acceder al campo de la empatía con un ser humano del pasado que determinó nuestra propia existencia sirve de mucho a la hora de tomar consciencia de nuestra propia vida.
Algunos trabajos citados
Calderón, N. J.: “Diario”. Archivo Arquidiocesano. Arquidiócesis de Nueva Pamplona. Vicaría General. Pamplona, Norte de Santander.
———“La visita reparadora a nuestro Amo el bendito Jesús”. In: AA.VV. (ed.): Memoria del año jubilar del SS. Sacramento y del congreso eucarístico internacional de la America Española, Caracas 1907. Caracas, Empresa El Cojo, 1908, 308-336.
Barragan Dominguez, Christian Danilo . “Institucion Educativa Bethlemitas Brighton”. http://repositoriodspace.unipamplona.edu.co/jspui/bitstream/20.500.12744/2188/1/Barragan%20_2018_TG.pdf
Barriga Monroy, Martha Lucía . La educación musical en Pamplona 1880-1920. https://www.redalyc.org/pdf/874/87400205.pdf
https://bethlemitasenelmundo.wordpress.com/tag/apostolado/
Febres Cordero,
Parada Gómez, Nelson. “Ignacio Antonio Parra: el obispo romanizador de la diocesis de nueva pamplona”. https://noesis.uis.edu.co/server/api/core/bitstreams/0cacb05b-bad9-4799-938b-896a877efd13/content
Ramírez R., Samuel. Pbro. “Reseña histórico-geográfica del municipio y parroquia de San Cayetano”. Gaceta histórica.
Agradecimiento
Agradezco a mi sobrino Álvaro Andrés Santaella Forero la ingente información que ha recopilado y me ha enviado sobre Numa J. Calderón. Sin su ayuda este artículo no hubiera sido posible.