La Comuna de Colombia de 2021
Justo 150 años después de la Comuna de París, un pueblo enardecido se levanta en sus calles y campos con sus propias barricadas con el fin de defender sus derechos y hacerse al poder que por naturaleza le pertenece.
Una verdadera Comuna vive Colombia, la Comuna de 2021. Son jóvenes, madres, mamás capuchas, niños, artistas, intelectuales, estudiantes, trabajadores, desempleados, anarquistas, socialistas, comunistas, en fin, “chusma inconsciente” como la de la canción de Evelyn Cornejo en Chile, que reclama sus derechos. Un nuevo país gestado en la exclusión, en el marginamiento, en el rechazo; un nuevo país que hunde sus raíces en los pueblos ancestrales, en los indígenas que por siglos se han negado a perder la dignidad. Este nuevo país debe tener una nueva bandera y un nuevo himno, inspirado acaso en el de la guardia indígena puesto que es ella quien sirve de ejemplo.
Ojalá que esta Comuna conforme el nuevo gobierno en reemplazo del más infame de los gobiernos y prevenga los errores de aquella Comuna de París: debe lograr el acuerdo en la pluralidad; no debe confiar en el establecimiento y la lógica del capital; debe mantener su espíritu antiimperialista, antioligárquico, antimilitarista y antiarmamentista; no debe entregar sus armas, que son sus celulares y sus aerosoles; debe cuidarse de las apropiaciones partidistas de sus conquistas, pues los partidos viven su ocaso; debe filtrar la información de los medios de comunicación, que son en realidad fines de manipulación y explotación; debe estar atenta a la acción de oportunistas que buscan ser sus caudillos ungidos; no debe respetar al sector financiero, que es el que desangra al pueblo, ni a los empresarios, que siempre quieren explotar pagando poco y delegando mucho, o a los mercaderes del conocimiento y la educación que durante todo el año hacen su agosto.
La Comuna de Colombia debe ser progresista, autogestionaria, multiestamentaria, horizontal, cuidadosamente republicana, antirracista y multipolar… con un gran contenido histórico.
Ante la aplastamiento de la conquista, se inmolaron los indígenas. Masivamente se lanzaron por despeñaderos. El poderoso hombre blanco, armado hasta los dientes, se quedaba no solo con sus tierras sino con sus posesiones y le imponía su cultura y sus dioses. Frente a él, los pueblos ancestrales prefirieron el suicidio a perder sus derechos y con ello su dignidad. Con el tiempo sus sobrevivientes acuñaron una idea fija: por esa dignidad, luchamos con los medios a nuestro alcance. De eso han quedado vestigios, solo vestigios, en los tres últimos siglos. Vestigios que renacen como un ave fénix del fuego de la historia.
Este renacer lo han demostrado los revolucionarios de los últimos días. En medio del Covid o los ataques del ESMAD han optado por manifestar su indignación. Poniéndose en peligro de muerte prefieren luchar y defender su dignidad. Las palabras indignación y dignidad se erigen entonces en los bornes de la libertad. El espacio donde debe surgir una verdadera independencia. Basta ya de elegidos que dispongan el destino de una patria.
El enfrentamiento de un joven a un tanque de guerra en Cali es solo una metáfora de lo que está sucediendo. Como Allison Lizeth Salazar Miranda golpeada y abusada por cuatro oficiales de Policía, condiscípulos, además, de su padre, policía también. Su suicidio es el eco de los suicidios masivos de indígenas durante la invasión de los conquistadores europeos. Suicidio por dignidad.
De ahí la importancia arquetípica del avance de la minga indígena en todo el país. De ahí el valor simbólico de su ataque a la imagen de Gonzalo Jiménez de Quesada en pleno centro de Bogotá. Dos tiempos se unen para identificar dolores semejantes sin solución de continuidad. Nombrar Avenida Misak a la antigua Avenida Jiménez sirve de vaso comunicante entre ellos. Lo mismo que la imagen del estudiante sacrificado por las fuerzas armadas, Dilan Cruz, y la escultura de John Fitzgerald en su honor. Este artista que hace poco se cosió los labios para denunciar la ignominia nacional ha erigido un homenaje a todos los estudiantes caídos durante siglos.
Los jóvenes tanto como los indígenas, colectivos sempiternamente atacados por el buldócer del sistema colombiano, se ofrecen a la lucha y como Davids avanzan con la certeza de que deben defender su dignidad y acabar con la injusticia. Su propósito es fundar al fin un mundo nuevo.
Quizá esa decisión se identifique con el mito cristiano. En la última cena, el nazareno sabía lo que se le venía encima y no obstante dirigió sus pasos al sacrificio. De ahí, supongo, la relación de los movimientos revolucionarios de mediados del siglo pasado con el cristianismo. La Teología de la Liberación fue el soporte religioso y revolucionario que sostuvo a Camilo Torres y a cantidad de sacerdotes que se enfrentaron al sistema y al Vaticano mismo. Hoy, muchos sacerdotes se dirigen también contra un Goliat. Saben que la lucha del más vulnerable es la más justa. Incluso si es desestimada una y otra vez por los poderosos. En esto, lastimosamente Colombia está sola.
Lo que pasa en Colombia solo a Colombia parece importarle y, lo más increíble de todo: solo a una parte de Colombia. Hay otra parte de este país, la más vergonzante, a la que parece no interesarle la historia, que no se indigna frente a la barbarie, que no se conmueve frente a la hecatombe. Justamente por esto los insurrectos hablan de “gente de bien” que acompañan a los represores. También esa gente es temible. Esa gente tiene su vidita, su bienestar, su estúpida comodidad y “quiere trabajar” para el explotador; piensa que aquellos que luchan son “vándalos” a quienes no les gusta el trabajo, “ñeros” que no hacen nada. Es esta gente de bien la que afirma, sin ningún reato de consciencia, que si le dieran la oportunidad mataría indígenas. La que en este momento pide mesura, tranquilidad, ecuanimidad, tolerancia, pero que si la ponen a decidir en un momento dado estaría de acuerdo con la eliminación sistemática de los “problemáticos”, los “resentidos”, los “mamertos” o los “comunistas”. Todo en una selección natural. Esa gente de bien se identifica con los nazis, con el Ku Klux Klan y los supremacistas norteamericanos, con los franquistas o los pinochetistas, con los israelíes que quieren acabar con Palestina. Esa gente de bien es aquella de la que hablaba Hannah Arendt, aquellos que “hacían su trabajo”, esos que representan la banalidad del mal. ¡Resulta tan sencillo conservar el metro cuadrado de confort, el empleíto público, la renta del bienestar, el Netflix, el móvil, la rumba del viernes, el Instagram y demás, manteniéndose al margen de la política!
Colombia es un país desconocido en la humanidad, a menudo referenciado como selva inhóspita. Quizá el hecho de que se considere en los anales como la democracia más antigua del continente, un país “en desarrollo” o el país de América Latina más comprometido con el eje de Washington sean garantía para una fría indiferencia por parte de esa gente de bien y de buena parte de la llamada “comunidad internacional”. Por eso hay que luchar, porque nadie vendrá a salvarnos. En Colombia puede haber una guerra civil de siglos, guerrillas de años, dirigentes corruptos de familias anquilosadas en el poder desde hace centurias y unas fuerzas militares que arrasan para su acción homicida con más o menos un 30% del presupuesto nacional. La historia republicana no es más que la historia de reivindicaciones frustradas, del dominio de una casta y del mantenimiento de privilegios. Múltiples constituciones no han sido más que el corsé legal para mantener las diferencias.
Lo que más me duele a mí es que los muertos colombianos no son los de 1989 en China. Sus desaparecidos no son los desaparecidos chilenos o argentinos que tuvieron eco en Italia o España y su sufrimiento no cubre los titulares de las noticias occidentales. Entre cocaína, salsa, Shakira o Carlos Vives Colombia se identifica con la superficialidad y el artificio, con la felicidad, el fútbol, las reinas de belleza o la salsa, esa pantalla que impide ver el hoyo negro que desde hace años carcome a su gente y que se empecina en profundizarse.
Más de 50 personas asesinadas, 600 víctimas de violencia física, por lo menos 1430 personas detenidas de manera arbitraria, violencia sexual contra 21 mujeres, más de 520 personas reportadas como desaparecidas y más de 30 víctimas de agresiones en los ojos por disparos efectuados por la policía van en lo corrido de las manifestaciones.
¡Es tiempo de cambiar, Colombia! Tiempo de Comuna. ¡Viva la Comuna!