La plusvalía del servicio doméstico: ¿Así es la vida?
Todavía hoy el “servicio doméstico” supone un trabajo que genera una inmensa e impensable plusvalía, al punto de servir de base fundamental para el gran edificio de la injusticia que es el sistema de producción mundial.
Tatiana adora su país. Su boda es en Cartagena de Indias. Tiene más de cuatrocientos invitados y cuenta con noventa y cinco sirvientes, incluida Marleny, la mujer que apoya el equipo de limpieza de la cocina. Solo algo así podría suceder en Colombia. La hermosa novia regresó hace poco de un liceo en Suiza donde estudió el bachillerato y unirá su vida a un empresario francés. Su familia y el empresario temen la llegada del Comunismo al país pero por ahora se sienten seguros. No quieren que Colombia sea como Cuba y Venezuela, donde no tienen que comer. Marleny piensa lo mismo puesto que los últimos movimientos sociales han afectado su trabajo. Los embotellamientos le han impedido llegar a las casas donde trabaja y ganarse lo del día. Este último trabajo le salió de pura suerte. Si llega el tal Comunismo van a expropiar y ella no quiere que la expropien. Aunque no tiene nada, ni sabe qué significa la palabra expropiación, todos dicen que si llega el Comunismo no tendría trabajo, y que es gracias a familias como la de Tatiana que ella asegura su sustento. “Gracias a gente como ellos, usted puede trabajar en la cocina y ver toda esta belleza de fiesta”, le dice la coordinadora del personal de servicio doméstico. “Es como un cuento de hadas”. Tatiana tiene cuatro vestidos de novia de distintos diseñadores de Europa y llega en un carruaje con un cochero y dos caballos al espléndido hotel donde se celebra el enlace. La coordinadora del servicio le ha dicho a Marleny y al grupo de cocina que cuando la novia agradezca a los que han “tenido trabajito el día de hoy” el grupo de cocina podrá asomarse a la celebración. “Esta es una fiesta por todo lo alto”, dice la mujer. “Una boda como la de los reyes de España”. Y tiene razón. A Cartagena de Indias vienen hasta invitados de la nobleza europea y todos saldrán en Jet Set. Esta será la evidencia más brutal del infame y asqueroso sistema donde unos como Tatiana y los suyos están arriba, muy arriba, y otros como ella, como Marleny, están abajo, muy abajo. Y todo tan natural. Así es la vida.
La Colonia española estableció en América Latina un sistema feudal de servidumbre del que el continente entero no se ha podido desprender. En reemplazo de sociedades jerarquizadas donde los oficios determinaban la posición social, muy pronto los conquistadores españoles establecieron un nuevo orden donde los poderosos se imponían por su origen y la fuerza de sus armas y los indígenas se hacían sus sirvientes sin más poder que su trabajo personal. Con el tiempo, y con el desarrollo de la esclavitud, la sociedad se acostumbró a esta dinámica: quienes tienen el poder deben ser atendidos por personas que deben ejecutar para ellos las labores más duras: cuidar las grandes fincas, sembrar la tierra, cuidar las huertas, acarrear los productos y, en la intimidad de la hacienda, ofrecer los servicios para la comodidad del señor. Desde la gran economía hasta el mundo doméstico fueron determinados por esta lógica de pocos propietarios y muchísimos sirvientes. Los primeros se acostumbraron a disfrutar los servicios de los demás, la mayoría, sin consciencia de la ilegitimidad intrínseca de su poder o el elemental deber de remuneración. Muchos servicios se hicieron gratuitos –incluso terminada la esclavitud o la Colonia— y las instituciones culturales, la iglesia, la escuela o la familia, se aseguraron de que esta absurda dinámica se mantuviera. Fue tan eficaz la “formación cultural” de los individuos que todavía hoy algunos creen que están llamados a mandar, a “administrar”, a gerenciar, y que la masa en general debe trabajar y obedecer, así, per se, sin asomo de duda o reatos de consciencia. Por eso existen de un lado el extremo de los vividores, todos esos que dependen del rendimiento de la tierra o de los negocios legales e ilegales, y las masas empobrecidas acostumbradas a obedecer y a servir. Desde este punto de vista, aún hoy, la sociedad podría definirse a partir de dos grandes clases sociales, los cómodos de arriba y los explotados de abajo, como denunció Mariano Azuela a principios del siglo XX. Entonces, una tibia clase media se forjaba y su economía tanto como su mentalidad se iba adecuando de una manera u otra a tan básica división. Este proceso se aceleró en los años 70 cuando los regímenes mundiales mostraron su definitiva vocación liberal, pero solo en los últimos años del siglo XX, y con gran dificultad, ha surgido una verdadera conciencia de clase que les permite entender a esos de abajo su fatal condición. Los líderes de una reducida clase media han denunciado que resulta literalmente imposible ascender en la jerarquía social y que, a pesar de su sacrificio y mérito, lo más probable es su supervivencia en el mundo de los de abajo. Como en la Colonia, los criollos de hoy –élites blancas y propietarias ante todo— conservan el poder y no existen mecanismos de ascenso social. Quien nace abajo allí se mantiene. De esto se ha hablado en especial en los primeros años del siglo XXI, cuando algunos intentan socavar el viejo orden a través de movimientos sociales que desempolven las antiguas ideologías.
En efecto, Karl Marx (1818-1883) hablaba de plusvalía para precisar el “excedente monetario originado por el trabajo humano presente en cualquier acción productiva”. La cuestión, aplicada al servicio doméstico, dio para acalorados debates en torno a los límites del trabajo asalariado en medio de un capitalismo salvaje. La cuestión tiene suprema pertinencia hoy, al hablar de inmensos colectivos que ejecutan servicios domésticos y están ávidos de cambios fundamentales en la organización social. Estos empiezan a socavar la base misma de la pirámide social pues buscan acabar con los masivos servicios domésticos que favorecen a élites cada vez más reducidas con mayor aprovechamiento del capital humano.
Todavía hoy el “servicio doméstico”, como en Colombia se denomina anacrónicamente el trabajo de personas, mujeres en su mayoría, en labores de limpieza, preparación de alimentos, cuidados de niños, etc., supone un trabajo que genera una inmensa e impensable plusvalía, al punto de servir de base fundamental para el gran edificio de la injusticia que es el sistema de producción mundial. Por años este servicio ha inflado de un modo exponencial las arcas de los de arriba que consideran tal “prestación de servicios” como una forma más de relación laboral, cuando en realidad dista muchísimo de lo que esta se puede considerar en el derecho. Por años, en Colombia las empleadas de este servicio doméstico, llamadas peyorativamente muchachas del servicio o sirvientas, no ganan siquiera el salario mínimo legal y todavía hoy el reconocimiento monetario que se les hace es una parte de él puesto que al valor monetario global al que “legalmente” tienen derecho se le descuentan costos de servicios o alimentación que se le ofrecen en el lugar de trabajo como “parte del servicio”. Esto cuando no se toman ese techo y la alimentación como único reconocimiento por su trabajo. Tan absurda es la situación que muchas mujeres ni siquiera tienen ese salario mínimo y mucho menos lo que serían costos laborales anexos a su prestación de servicios personales: seguridad social, salud, pensión. Normalmente estas personas ofrecen sus servicios al destajo, por días o por horas, sin protección extra alguna. Viven al día, y a menudo dan gracias por eso, y por contar con una comida o un techo mientras los ejecutan. Como paños de agua tibia, la legislación burguesa continúa haciendo malabares para mantener este anacrónico servicio, que sigue siendo la excepción a todas las reglas laborales. El sistema y los patronos se las ingenian para hacerlo más eficiente y eludir lo que consideran cargas laborales. Muchas mujeres acompañan toda la vida a las familias, protegen a los niños, cocinan, lavan, planchan, pero los patronos no pagan un salario justo ni lo correspondiente a la seguridad social. En el ocaso de sus vidas, ellas, las muchachas de servicio, se dan cuenta de que no gozan de una pensión o de servicios de salud derivados de su trabajo. La regla en este inmenso campo social es la desprotección, la evasión de las mínimas obligaciones laborales, la injusticia y, como en lo demás en Colombia, la impunidad.
Lo que resulta más inquietante, sin embargo, es que gracias al trabajo de todas esas mujeres explotadas por generaciones los de arriba logran sus objetivos económicos, evitan los oficios materiales, se mantienen al margen de la cocina o de los baños y delegan en ellas el cuidado de los niños, todo en beneficio evidente de sus propias finanzas o de un sistema infame que de las más diversas maneras enriquece a quienes de antemano son ricos. “Al trabajador se le paga menos de lo que realmente produce” –decía Marx—. Así pues, “la diferencia entre lo que realmente produce y su salario es lo que se conoce como plusvalía. Esta plusvalía constituye la ganancia extra del empresario. Este plusproducto o plusvalor al ingresar al mercado se convierte en mercancía y se vende, convirtiéndose en dinero que no retorna a los bolsillos del empleado en manera de sueldo”.
En estas personas que realizan el servicio doméstico descansa así buena parte de la pirámide social que en Colombia es bastante puntuda. Sin mayor reconocimiento por nadie, ni siquiera de los adalides teóricos de los cambios sociales, las condiciones de esta plusvalía persisten. Incluso muchos de los bienpensantes se pueden sentar confortablemente en sus despachos porque hay una mujer que se encarga de la limpieza de sus domicilios, la preparación de sus alimentos, la limpieza de su baños o el cuidado de sus hijos; “… el valor no pagado del trabajo del obrero crea un plusproducto del cual se hace propietario el patrón. Se origina así la esencia de la explotación o acumulación capitalista”, señalaba el famoso filósofo alemán, y la cuestión no es solo teórica sino de lo más práctica.
En efecto, yo mismo puedo dar cuenta del problema. Mi familia tuvo servicio doméstico. Se trataba de mujeres humildes, jóvenes procedentes del campo en su mayoría. Un campo que expelía a sus habitantes que se veían en medio de fuegos cruzados y no tenían más salida que esta ruta de la explotación. Las guerrillas, los militares, los paramilitares, los narcos, etc., etc., todas las fuerzas llevaban a ingentes procesos migratorios que iban a dar, entre otras iniquidades, a los servicios domésticos de las grandes ciudades. Para nosotros como familia eso se mantuvo hasta que mi padre murió, en 1970, hecho que cambió radicalmente nuestra economía y nuestra forma de vivir. Desde ese momento no pudimos darnos el lujo de tener servicio doméstico.
En la capital, adonde mi familia fue desplazada por falta de oportunidades y por la violencia de la región, las familias contaban sistemáticamente con estas mujeres en quienes delegaban las labores más duras de la casa. Derivados, sin duda, de esa moral arribista, feudal y señorial a la que se refiere un escritor como José Antonio Osorio Lizarazo, que le dedica buena parte de su obra a estas mujeres dedicadas a los servicios domésticos, estos servicios domésticos hacían parte de una condición de clase. Entonces, a falta de poder económico, y en detrimento de lo que se consideraba una condición fundamental de la presunta clase media a la que pertenecía, los miembros de mi familia tuvimos que realizar las labores domésticas del hogar. Algunos de mis hermanos –por una u otra razón— se rebelaron al cambio de circunstancias y se abstuvieron de realizar las labores domésticas, mientras los demás, una minoría, de un modo u otro acordes con el cambio, nos fuimos acostumbrando a ellas y a reconocer el gran valor de quienes las ejecutaban. El hecho puso en duda además la condición machista de nuestra cultura. Mi hermano mayor no realizó labor alguna y mi otro hermano, solo seis años mayor, fue enfático en señalar que estos oficios eran de mujeres. Así pues, en mi mamá y en algunas de mis hermanas recayó todo el peso del trabajo material y, pronto, yo, un adolescente, improductivo, empecé a cumplir este rol.
Para el año 2003, la situación nacional continuaba siendo deplorable. El desempleo cundía, la precariedad de los trabajos era la regla y la familia que fundamos mi esposa y yo tuvo que adecuarse a las circunstancias sociales. Yo tenía que mantener un empleo y mi consorte hacerse cargo de las faenas interminables del hogar. Entonces retomamos el anacrónico privilegio de contar con personas que nos echaran una mano de cuando en cuando. Gracias a ellas, yo podía adelantar mi trabajo, ocuparme de mis libros, y de una forma clasista y burguesa asegurar mis propios ingresos. Pocos en realidad si se tiene en cuenta la infamia de la industria editorial, que no participa sus dividendos con los escritores, y mucho menos en Colombia, la aplanadora de los derechos sociales. ¡De plusvalía a mi favor, entonces, bien poca! La derivada de las mujeres que nos acompañaron por esa época debe reposar en las arcas de Planeta o Random House.
En estos términos quiero exaltar el valor de una mujer que nos acompañó durante un tiempo: Marleny. Su experiencia de vida es tan extrema que ilustra a la perfección lo señalado arriba. Frente a la miseria de su hogar del extrarradio de los desplazados, desde los diez años se vio obligada a trabajar. Cuarenta años llevaba en esto cuando la conocimos. Como ocurría a menudo, fue abusada por los dueños de las casas en que trabajó (otro anexo del problema), hecho que contaba como quien cuenta una evidencia. Lo que le pagaban los patronos –cuando lo hacían— apenas le daba para comer. En general, los amos –como los llamaba— consideraban que ofreciéndole comida y un techo sufragaban sus servicios. Con dificultad, Marleny ahorraba para hacerse un techo. Al morir su madre le había dejado “el aire de la casa”, según decía refiriéndose a la azotea de la vivienda donde se podía construir e intentó hacerlo. Ahorraba todo cuanto recibía para comprar el cemento y los ladrillos y con sus propias manos elevar los muros que cortaran ese aire. Así pasaron los años. En medio de su odisea, tuvo distintos compañeros que la abandonaron y varios hijos que pronto le exigieron el pan diario. Así, en medio de sus afanes pasaron los años sin muro alguno en el aire. Vivió con sus hijos en habitaciones que pagaba a diario y muy pronto ellos encontraron sus propias vías de sustento, en el menudeo, la recolección de basuras o, para las chicas, el inefable servicio doméstico. Hace poco, la vida le pasó factura y Marleny no pudo realizar más servicios domésticos. Como consecuencia de un aneurisma cerebral perdió sus capacidades y tuvo que “arrimarse” donde una hija que tuvo que velar por ella con sus magros ingresos del servicio doméstico.
Marx está, a pesar de todo, a la orden del día. El mundo ha entrado en una mecánica de ricos y pobres, que es el sofisticamiento más absurdo de la lucha de clases. Ahora de lo que se trata es de ¡Sálvese quien pueda! y los más vulnerables son los que están cayendo por todas partes sin trabajo alguno. Esos ejércitos del hambre formados, sobre todo, por todas esas mujeres que buscan trabajo como empleadas domésticas tienen que luchar cada día para asegurarse el pan y sobrevivir. Los de arriba están empeñados de hacer del mundo un lugar para su solaz, con choferes, sirvientes, criadas, jardineros, guardias de seguridad, acompañantes, instructores, bufones o vigilantes. Todos estamos obligados a adecuarnos a sus nuevas condiciones del servicio y buscar un mísero espacio donde producir y con suerte respirar.
En España una familia compuesta por cuatro personas supone muchísimo trabajo. Una hora de servicio doméstico aquí equivale a unos quince euros, lo que se le pagaría a una persona por un día y medio de trabajo en Colombia. Así es la vida, afirman los más cómodos.