En El Día De Los Muertos, Mi Homenaje A Alfonso Reyes Echandía
La exclusión de los civiles, propia de nuestra singular democracia, determinó la culminación trágica de la toma guerrillera ocurrida en 1985 del Palacio de Justicia de Colombia. Si el M19 había iniciado la lucha, el Estado colombiano fue el responsable de la resolución trágica puesto que su objetivo de salvaguardar la vida de todos los colombianos hasta donde le fuera posible no se cumplió. Frente a esta dinámica, que se tornó en regla general, yo reitero con mi maestro Alfonso Reyes Echandía ¡Que cese el fuego!
I.
Me sumo con esta reseña al homenaje a Alfonso Reyes Echandía que le han hecho Alberto Donadio y Alfonso Reyes Alvarado y Yesid Reyes Alvarado, sus hijos, en el libro Que cese el fuego. Homenaje a Alfonso Reyes Echandía (Medellín: Sílaba, 2010). Este libro parte de la base de las últimas palabras del magistrado expresadas en medio de la hecatombe del Palacio de Justicia de Colombia en 1985, cuando el Ejército reaccionaba a punta de bala frente a la toma del grupo guerrillero M 19: “necesitamos dramática y urgentemente que cese el fuego por parte de las autoridades, estamos rodeados del M-19 en varios pisos, en el cuarto piso” (15). Desde la perspectiva de Donadio, la historia ha demostrado la trascendencia de estas palabras y, sobre todo, su relación con el curso que siguieron los acontecimientos por no escucharlas: el centenar de muertos y la decena de desaparecidos, así como la cantidad de muertes, masacres y desapariciones que surgieron como denominador común de la historia colombiana de ahí en adelante. Reyes Echandía “Pidió el cese al fuego para el momento, y lo pidió como necesidad imperiosa de todos los tiempos, como norma vital para cualquier sociedad civilizada” (43), afirma Donadio. El clamor no tuvo ninguna acogida. Además de que el presidente Belisario Betancur no respondió la llamada telefónica que en dichas circunstancias le hizo el insigne magistrado, según Alfonso Reyes Alvarado y Yesid Reyes Alvarado el propio rector de la Universidad Externado, Fernando Hinestroza Daza, “dio su aquiescencia al Presidente de la República para que ordenara las operaciones militares que terminaron con la muerte de más de un centenar de rehenes en el interior del Palacio de Justicia” (91). Al final, este sería, como muchos en Colombia, un crimen impune. Con base en la ponencia del inefable Horacio Serpa, “un experto en defender y absolver presidentes sin distinción de credo ni filiación partidista” (69), la Comisión de acusaciones del Congreso declaró la inocencia de Belisario Betancur. “No hay evidencias de que el presidente o los ministros hubieran intervenido materialmente en ningún acto violatorio de la ley penal. … Ellos no dispararon armas ni comandaron operativos, pues de eso estuvieron a cargo un general de la Policía y uno del Ejército” (68), reseña Donadio. Hoy, Alfonso Plazas y Jesús Armando Arias Cabrales, generales retirados del Ejército, han sido condenados, pero resta mucho para entender que hubo justicia. Al final, “La bala nueve milímetros hallada en el cuerpo de Reyes Echandía no correspondía a ninguna de las armas utilizadas por el M-19 para el asalto” (35) y su escalofriante necropsia incluida al final del libro demuestra lo evidente: miseria moral la de autoridades que cegan la vida de un hombre como Alfonso Reyes Echandía, y miseria moral la de un sistema que deja en impunidad a todos los responsables de este crimen.
II
Luego de mi novela Desaparición (Bogotá: Ediciones B, 2012), que a su manera cumple con tal objetivo, quiero sumarme a este homenaje al profesor Alfonso Reyes con esta breve reseña de mi contacto con él.
Durante el año de 1985, fui discípulo de Alfonso Reyes Echandía en la cátedra de Derecho Penal en la Universidad Externado de Colombia. Para la época, yo tenía 17 años y cierta vocación de abogado. Quería formarme como tal, pero, a decir verdad, vacilaba en medio de una realidad terrible que me empujaba a otros intereses. Conocí entonces a Reyes Echandía como profesor y no como abogado o magistrado, lo que resulta fundamental para mi condición actual de profesor universitario. Aunque ya algo en mí me hacía sospechar del Derecho, con sus clases el profesor Reyes me dio cierta fe en el camino de la enseñanza. Su visión del hecho punible me parecía metódica y sencilla y se confundía en su simpleza con una ilusión de orden en medio del caos. Él empezaba su clase puntual, a las 7 de la mañana, y por espacio de dos horas definía conceptos como tipicidad, antijuridicidad, imputabilidad y culpabilidad, que ahora me parecen unas elementales normas de convivencia social. Con su voz de hombre sencillo, hablaba sobre todo de punibilidad en medio de una especie de ajedrez entre la razón y el crimen. Con el tiempo, y como fruto de mis investigaciones, este sería el campo que más me interesaría y, desde el punto de vista de profesor y escritor, el punto que permitiría desarrollar mis estudios académicos y mis textos literarios en torno al concepto de anomia social como base evidente de nuestro sistema. Hablo de una más o menos generalizada carencia o degradación de normas sociales, es decir, de una situación en virtud de la cual la relación primordial de causa efecto que debe existir entre un delito y la sanción cada vez más se pone en duda.
Para entonces, quienes madrugábamos —muy pocos, hay que decirlo— escuchábamos al profesor Reyes Echandía exponer sus ideas sobre la sanción con la serenidad y precisión de quien tiene fe. La mayor o menor confianza en la ley puede definir todo un sistema. Sin embargo, en la realidad la ausencia de sanción en una democracia hace del Derecho un espejismo. Por eso, mientras Reyes Echandía hablaba del hecho punible, Donadio habla de crimen de lesa humanidad. La impunidad genera más violencia y los acontecimientos del Palacio de Justicia habrían de demostrárnoslo. Llegar a crimen de lesa humanidad implica ausencia de sanción para un hecho punible de índole nacional. De la impunidad particular se llega a una de tal entidad que implica la responsabilidad del género humano mismo.
III
Justamente el 6 de noviembre de 1985 en que empezaron los acontecimientos de la Plaza de Bolívar, yo tenía examen final de la materia del profesor Reyes Echandía, Derecho penal. Los estudiantes esperábamos su llegada y, poco a poco, como consecuencia de lo que oíamos que sucedía abajo, en la Plaza, una gran zozobra se apoderaba de nosotros. Sentimos entonces la Colombia real que no se parecía a la ley. Nadie nos daba razón del examen, pero hasta la Universidad llegaban los ecos de las detonaciones ocurridas en el centro de la ciudad por la toma del Palacio. Nunca antes ni después había visto yo la terrible tensión entre academia y violencia que persiste en Colombia. Nosotros, los estudiantes de Derecho, no sabíamos a ciencia cierta si esperar la prueba o asumir alguna actitud política frente al conflicto: bajar al centro de la ciudad a ver qué pasaba, por ejemplo, o intervenir activamente en los hechos. Oponernos al uso de las armas para resolver los conflictos.
Yo bajé a la Plaza de Bolívar, más o menos al mediodía, y ya estaba cercada con las cintas de seguridad de las autoridades a las que se había referido el profesor Reyes Echandía. La pauta militar ya lo definía todo, pues el cruce del fuego dominaba el lugar y lo hacía la imagen misma del caos. A la altura de la calle 12 con octava, vi a la periodista Gloria Gómez que, armada de su micrófono y seguida de un camarógrafo, pretendía entrar y hacer el reporte de lo sucedido, pero pronto la perdí de vista. Los medios de comunicación ya hacían su trabajo, pensé, y eso era una esperanza. No sé si ella lo logró. Desconozco su reportaje. Un partido de futbol sería más importante que la transmisión de la hecatombe por orden misma de la Ministra de Comunicaciones de la época, Noemí Sanín. Más abajo, en el marco de la plaza la gente se agolpaba para ver lo que podía, acaso por la sensación de que si no lo hacía jamás sabría lo que realmente sucedió. Contenido por las cintas de seguridad, cada uno de esos ciudadanos quería aproximarse al lugar de los hechos y tener su propia versión de lo que ocurría. Como los demás, yo intentaba acercarme, y, como los demás, quería entender lo que pasaba a partir de mi propia mirada. Acaso cumplir de este modo alguna función. Los rumores advertían de una toma de la guerrilla, pero poco se sabía en semejante confusión. Las detonaciones asustaban a todos y nos dispersaban; la inquietante calma de un instante nos atraía de nuevo, y tampoco entonces sabíamos qué hacer. Fueron las autoridades las que definieron los hechos, las mismas autoridades a quienes se refirió Reyes. Ellas iniciaron el “despeje” y con ello la preparación de todo para la decisión final. La exclusión de los civiles, propia de nuestra singular democracia, determinó la culminación de los sucesos. Si el M19 había iniciado la lucha, el Estado colombiano fue el responsable de la resolución trágica puesto que su objetivo de salvaguardar la vida de todos los colombianos hasta donde le fuera posible no se cumplió. Frente a esta dinámica, que se tornó en regla general, yo reitero con mi maestro Alfonso Reyes Echandía ¡Que cese el fuego!