Bogotá: Villa de ratas
La Justicia colombiana parece impermeable a cualquier reforma: quienes deberían cambiar estas instituciones requieren su propia transformación sustancial: de ratas del río a seres humanos en una sociedad legal.
Soy profesor, investigador y escritor de novela de crímenes, pero a menudo constato que transcribir la realidad colombiana en una narración produciría un relato inverosímil en esta clase de literatura y lo aproximaría a la novela fantástica o a la tragedia. Baste mencionar el caso del proceso seguido contra el ex magistrado del Consejo Superior de la Judicatura Henry Villarraga, quien se vio obligado a renunciar a su cargo en noviembre de 2013 por ofrecer sus favores administrativos (acaso eufemismo del delito de Cohecho que está tan de moda en estos días por la condena al ex ministro Sabas Pretelt) al coronel (r) Robinson González del Río, condenado en 2014 por nexos con bandas criminales y preso además por presuntas irregularidades en contratación y, sobre todo, “falsos positivos” ocurridos en Neira, Caldas en 2007. Ahora en abril, casi un año después de los hechos, cuatro magistrados del mismo órgano de la Judicatura, Angelino Lizcano Rivera, Pedro Alonso Sanabria, Julia Emma Garzón y Ovidio Claros, acaban de ser citados por Nicolás Guerrero, representante investigador de la cuestionada Comisión de Investigación y Acusaciones de la Cámara de Representantes, a versión libre, con el fin de proceder a dictar al fin una decisión.
La versión del magistrado liberal Henry Villarraga respecto de sus nexos con el coronel Robinson González del Río (hijo del general retirado del ejército Rito Alejo del Rio, también detenido por sus vínculos con los paramilitares), supera cualquier novela de crímenes y deja numerosos cabos sueltos que quien se interese por el asunto debe completar con su fantasía: postulado por el entonces presidente Álvaro Uribe, Villarraga fue nombrado por el honorable Congreso de Colombia como Magistrado del honorable Consejo Superior de la Judicatura. Obtuvo el grado de Teniente de las fuerzas armadas y en su despacho contaba con el apoyo de otro teniente, José Elkin Herrera (que dada su eficiencia él “robó” —es decir, sonsacó— a las mismas fuerzas armadas para su despacho, según informó el propio Villarraga a los medios de comunicación), como magistrado auxiliar para “mejorar” su desempeño. Estos honorables magistrados dirimían los casos de conflicto de competencias entre la justicia civil y la penal militar, aunque, según las palabras de Villarraga, solo consolidaban la postura “jurisprudencial” (avalada por más de “100 [providencias] anteriores”) de enviar las causas en contra de militares por ejecuciones extraoficiales a la justicia Penal Militar. Con tal propósito, y gracias a la intermediación del hermano del coronel (de nuevo la familia del Río en la historia), Winston González del Río, Jefe de Medios del representante Simón Gaviria, Villarraga se citó con Robinson González del Río en su despacho y en la cárcel de la guarnición militar de Puerto Aranda (esta diligencia borrada del sistema gracias a la pericia del mismo coronel). Este astuto coronel González del Río le ofreció la suma de 400 millones de pesos a Villarraga por asegurar el traslado de su causa al campo de la justicia militar, solicitud que en términos del mismo magistrado no constituiría del todo un delito (excepto por lo del dinero), pues solo implicaba actuar conforme a la honorable jurisprudencia señalada. El caso tuvo tantos efectos que por él incluso resultó salpicado el general (r) Leonardo Barrera, que tuvo que abandonar su cargo al ser vinculado con el proceso por sus declaraciones en una conversación con el inefable González del Río.
Pero la historia, surgida a partir de conversaciones grabadas entre los implicados, no termina allí: tiene algunas ruedas sueltas (que podrían ser —por qué no— su causa eficiente) e ilustran la tragedia: el hijo del magistrado Villarraga, Fernando Villarraga –—hoy de 27 años—, quien aún no ha podido graduarse de abogado (supongo que en una de nuestras excelentes facultades de derecho donde enseñan sobre todo ética), también quiso entrevistarse en la cárcel con el coronel González del Río, pues “necesitaba comentarle una cosita” atinente, según se ha dicho, a su tarjeta militar. Para algunos más suspicaces, posiblemente, la cosita fuera otra mucho más importante, una verdadera cosota. Hace años, el muchacho, Fernando, había heredado no se sabe de quién una empresa que, junto con Carlos Uriel Sánchez, posteriormente Registrador del Estado Civil, apoyaba el proceso electoral de 2012, que tuvo que cerrarse por algunos sonados escándalos en que tuvieron parte las propias fuerzas armadas. A esto se suma, siguiendo con los suspicaces, lo de una licencia otorgada al honorable magistrado Henry Villarraga (otra posible causa), que tuvo como consecuencia inmediata el nombramiento de su reemplazo, Álvaro Rojas, “palomita” que le aseguró a este último una pensión millonaria a cambio de una precaria jubilación como simple juez de la república.
¿La investigación en la Comisión de “Absoluciones” de la Cámara de Representantes de este magistrado por estos asuntos puede hacer parte de lo que llamo la anomia, es decir, la ausencia de sanción como parte de la regla general de nuestro sistema judicial? No se sabe.
Como los columnistas Felipe Zuleta y Aura Lucía Mera advirtieron a propósito de este y otros casos de corrupción administrativa, Bogotá puede asimilarse a un nido de ratas y no solo por ser la sede del Congreso. También por acoger en su sucio seno a algunos magistrados del Consejo Superior de la Judicatura, de la Justicia Penal Militar y, en buena parte (como lo demuestran Jorge Ignacio Pretelt, ex presidente de la Corte Constitucional, que al parecer hizo algo semejante a Villarraga, y es investigado por la misma Comisión de Acusación, y compañía) de la Justicia colombiana, que parece impermeable a cualquier reforma: en efecto, quienes deberían cambiar estas instituciones requieren su propia transformación sustancial y esto resulta muy difícil: de ratas del río a seres humanos en una sociedad legal.