Domingo negro: elecciones presidenciales en la Colombia inhumana
El domingo negro vencieron, pero ocho millones de personas creyeron en una nueva oportunidad para las estirpes condenadas a años de soledad sobre esta tierra.
A pesar de su oscuridad, lo que dejaron las elecciones presidenciales del domingo 17 de junio de 2018 en Colombia fue claridad respecto de las fuerzas sociales en pugna: unas a favor del establecimiento y otras en contra, unas en pro de los privilegios y otra de ideales republicanos. La primera compuesta por élites económicas, terratenientes, ganaderos, empresarios, fuerzas armadas, clero, pastores y ovejas; y otra de subalternos, afrodescendientes, indígenas, curas progresistas, algunos militares (de bajo rango, seguro), intelectuales, personas de la comunidad LGTBI, víctimas, artistas, explotados y, en general, lo que he llamado antes el Tercer Estado colombiano: los marginales , los excluidos, los que ni siquiera ejercen su derecho ciudadano al voto por temor, por escepticismo o por simple imposibilidad de hacerlo. El domingo negro vencieron los primeros, pero ocho millones de personas creyeron en una nueva oportunidad para las estirpes condenadas a años de soledad sobre esta tierra.
El urgente compromiso con la sociedad llevó a esos ocho millones de opositores a tomar partido y enfrentar el falso dilema de los extremos. En efecto, las dos fuerzas en pugna no lo eran pues no son iguales, ni, mucho menos, lideradas por hombres semejantes, como lo presentaba cierta publicidad engañosa. Del mismo modo que no fueron iguales la monarquía y el republicanismo, la dictadura y la democracia, y líderes como Luis XVI y Voltaire, Pinochet y Allende o Laureano Gómez y Jorge Eliécer Gaitán. Ese domingo negro se buscaba responder a la evolución misma de la historia y a la reivindicación de los derechos de las mayorías largamente burlados. Lo claro en Colombia es que desde hace por lo menos doscientos años una minoría detenta el poder en perjuicio evidente de esas mayorías.
Al respecto, resultó caricaturesca la forma en que algunos liberales sustentaron su opción en las urnas: el respeto a las diferencias, la cacareada tolerancia, el imperio de la Libertad y otros pruritos "democráticos" les sirvieron de parapeto para no comprometerse. De esta actitud ya existen numerosos ejemplos en la historia y difícil es tomarlos como republicanos: en Francia, durante la tiranía de Napoleón Bonaparte III (que denunció Víctor Hugo en Historia de un crimen) y luego, en el régimen de Vichy. Fueron pocos los franceses que en este último, en 1940, se manifestaron en contra del avance del fascismo. Lo mismo que en 1973 en Chile pocos se opusieron a la mano dura en perjuicio de los derechos humanos de la población. O contados los que atacaron a Franco en España y a la dictadura argentina cuando perseguía a los "subversivos" y se apropiaban de sus hijos. En estos casos, algunos liberales se mantuvieron "ecuánimes", "sensatos", "equilibrados" frente a los verdugos y la historia, a menudo liberal ella misma, acabó por enmascarar su hipocresía. En estos casos, cuando estuvo a punto de caer el régimen injusto, esos liberales buscaron donde guarecerse y de a poco se les incrementó su carácter de "resistentes". Lejos de serlo constituían en realidad un regimiento de oportunistas que percibieron el fracaso de los fascismos como ocasión propicia para sus intereses.
Los liberales colombianos tuvieron que decidir en las urnas el domingo 17 de junio de 2018, en el umbral de la dictadura, y también escogieron sus intereses, sus negocios, su comodidad, por encima de la vida de muchos y del bienestar social que podría derivarse de los acuerdos de paz. Sopesaron con sangre fría quién tenía la mayor oportunidad de ganar y, sobre todo, de asegurar que las cosas continuaran tal como están. Lo más práctico para ellos resultó ser asegurarse un lugar en medio de la hecatombe. Eso enseñan los manuales de la tolerancia y el buen gusto liberales, los gurúes neoliberales. Lo mejor siempre es irse con el ganador. En el futuro se podrían argumentar razones de un "voto en blanco", pero en ningún caso un voto en contra del sistema. Con cara gano yo y con sello pierde usted, dicen en la calle. De todas maneras, el compromiso con los valores dichos liberales nunca ha llegado a tanto como para poner en peligro el interés personal, la comodidad y, sobre todo, la propiedad. Esta es justamente la frontera entre el liberalismo con las ideologías socialista y comunista que, en Colombia, por tradición, han sido proscritas (nadie quiere que se le vincule con ellas porque eso puede significar la muerte). En esta ocasión, los "mesurados" hablaron de "lo que más le convenía al país", lo "más sensato" y, en todo caso, "lo más equilibrado". Gustavo Petro se convirtió entonces en el monstruo que atenta contra ese falso equilibrio y, ante todo, contra la sagrada propiedad, tal como lo satanizó la ultraderecha. En un país de propietarios de tierras el peligro de la expropiación que el político estaba lejos de proponer y mucho menos de ejecutar se erigió como argumento en contra. Incluso el Tercer Estado colombiano despojado históricamente de toda propiedad y, más aún, de la de la tierra, se identificó con ese absurdo y anacrónico discurso, tal como los miserables de la colonia lo hicieron en un momento dado con los principios “sagrados” de Nuestro Señor y Su Majestad El Rey. El temible Centro Democrático sabía de estos atavismos nacionales. Sabía del sustrato ultramontano, medular y perenne, de buena parte de la población maleducada en el catolicismo, el conservadurismo, la exclusión o el racismo; sabía de la acogida que tenía en la gente con mediocre educación hablar de dios, patria, familia y demás tópicos que sustentaron las dictaduras de las que se ha hablado arriba. A esto se sumó la eficiencia de las redes sociales contemporáneas, las posverdades y el cinismo ideológico que le hacían el juego y repetían sin cesar los valores arcaicos que distan muchísimo de la realidad posmoderna. Aquí surgieron entonces promotores voluntarios de la basura mediática, clientes formados en centros comerciales, en malls educativos, consumidores de clase media que utilizan el facebook, el twitter, el whatsapp u otros mecanismos democráticos con el impacto social que se soñaron los granujas de la colonia. De todos modos, no es difícil azuzar a buena parte de Colombia, la peor, la que desde hace años se ha querido dejar atrás y se resiste a pasar; la Colombia inhumana a la que importa bien poco el Tercer Estado, la democracia, la igualdad o la solidaridad.
Justo en tal liberalismo se encuentra el deleznable César Gaviria que, como cualquier politiquero que se respete, fue capaz de doblegar lo que le quedaba de dignidad de presidente o de líder de un partido con el fin de conservar un espacio de poder: el necesario para asegurar a su ignorante estirpe. O la “liberal” Vivian Morales, que tenía que garantizarse, también, su pedazo del pastel, en perjuicio incluso de lo que se cree son sus principios religiosos. El amor al prójimo puede convertirse muy rápido en odio a quien no reporte utilidad, diría ella. ¿O habrán creído sus fieles que semejante liberal profesa una religión y su anexión al Centro Democrático obedece a principios de alguna índole? El inquisidor Ordoñez podrá darles una respuesta. Ahí están de prueba sus persecuciones infames por motivos seudoreligiosos. Dios los crea y ellos se juntan.
En este panorama infame no puede elidirse al Innombrable, o a Quien ya tú sabes. Antiguo liberal, encarnación misma de la polarización entre los colombianos, su causa, si de origen personal se habla. Encarnación porque representa con creces esa Colombia cruel que se niega a desaparecer e impedir que el país progrese: la excluyente, la clasista, la racista, la homicida, la masacradora. Nada mejor que el símbolo de la motosierra en sus manos para ilustrarla. Esa bestia infame a quien Fernando Vallejo ha dicho muy bien que es la nueva medida del mal. Esta encarnación de ese mal se ha encargado de perseguir a sus enemigos y, poco a poco, a quienes no lo son y, acaso, en el futuro, a aquellos que puedan serlo y, porqué no, a sus amigos y, al fin, a todos. Podría comerse a sus víctimas, eliminarlas en su oficina, violarlas en un hotel de lujo, cambiarlas por dos centavos, venderlas por una oración a la Virgen, en la que, seguro, tampoco cree y como a los camanduleros de la infamia solo le interesa para fines proselitistas. Esa medida del mal es quien nos ha acompañado desde hace años, desde cuando favorecía los viajes de sus amigos los narcotraficantes, esos tiempos infaustos en que conformaba ejércitos privados y los armaba; desde el tiempo en que con cara de ángel promovía las guerras por doquier, las masacres; cuando perseguía a jueces y magistrados, a intelectuales, cuando chuzaba, perseguía y eliminaba. Este Calígula terrorífico que es capaz de todo es en realidad nuestro nuevo líder. Un Morillo revivido, un Rafael Núñez reencauchado, un Laureano fortalecido que nos conduce sin vergüenza al abismo del horror.
Con este panorama ¿qué podemos esperar? La hecatombe. Lo que vivimos. Líderes sociales eliminados, salas especiales de juzgamiento para asesinos, dinero para los corruptos, tierras para los expropiadores, negocios para los hampones. Lo mismo de nuestros últimos cien años. Por acabar con el tiempo cíclico es que las ocho millones de personas que queremos un país diferente debemos luchar. Como los indígenas, por siempre y sin la seguridad de triunfo.