Una temporada en Cuba: el canto del cisne
Mi idea de Cuba se ha construido a partir de mitos: José Martí, la tardía Independencia de España, Bahía Cochinos, el Bloqueo, el antiimperialismo, Casa de las Américas —el premio concedido a mis colegas Pablo Montoya o Pedro Agudelo—, el son cubano, Silvio Rodríguez y, sobre todo, la Plaza del Che de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, una de las pocas universidades públicas del país, donde estudié de 1987 a 1991. En este lugar transcurrieron movimientos estudiantiles, protestas, tomas de “encapuchados” y manifestaciones proselitistas, incluidas las de Sendero Luminoso izando sus banderas rojas.
El 8 de octubre de 1976, en reemplazo de la estatua de Francisco de Paula Santander, “héroe” de la Independencia colombiana, que resultó decapitada, los estudiantes pintaron la imagen del guerrillero argentino en el muro de la biblioteca de la Universidad y rebautizaron la plaza con la interjección que desde entonces identifica a Guevara. Oponiéndose al estado de excepción declarado por el presidente liberal Alfonso López Michelsen, los hermanos Alfredo y Humberto Sanjuán pintaron esta imagen. El guerrillero asesinado en Bolivia solo dos meses después de mi nacimiento y la revolución cubana ganaron su lugar en mi inconsciente gracias a la Plaza del Che. Por lo menos hasta 1997, cuando el Che y Cuba adquirieron otra connotación: en ese año asistí en París a la Fête de l'Humanité o Fête de l'Huma, evento organizado cada año por el periódico L'Humanité, el Partido Comunista y diferentes vertientes de la izquierda francesa. Allí me di cuenta de hasta qué punto la apología de la figura histórica y la defensa de una ideología se podían engullir la realidad de los habitantes de un país y, para el caso, de quienes sufrían la realidad de la Isla. Ante mis ojos, Cuba, el Che, la revolución o el socialismo se identificaron entonces con el sueño de esa izquierda bien pensante del primer mundo empeñada en exaltarse a sí misma por encima de la cruel realidad. El Che se vendía allí como imagen de libros, videos, películas, camisetas, agencias de turismo, ceniceros, lapiceros, gafas… y Cuba, como el espacio idílico de la revolución, el comunismo y Fidel.
De lo anterior queda poco. Colombia vivió en estado de excepción, más o menos hasta 1991, y por su participación en el movimiento estudiantil, según su familia, los hermanos Sanjuán desaparecieron el 8 marzo de 1982 a manos del F-2 de la policía. Justamente, en 2016 la imagen del Che fue desaparecida de la Plaza de la Universidad Nacional —dicen algunos que porque es necesario darle un espacio a la política de la paz derivada de los acuerdos— y la maravillosa Fête de l'Humanité en Francia mantiene una excelente programación y numerosos invitados de la más progresista condición, inundada eso sí de publicidad que hace de la cultura consumo.
En 2014, en mi cuento “Profesora de Filosofía” la estúpida seducción de un vano filósofo extranjero a una gentil camarera local que también resulta filósofa pone en entredicho la relatividad del pensamiento, las ideologías y los estamentos sociales a propósito del mundo y la Isla. “Eso es parte de mi trabajo para los turistas. Nada más”, explica la mujer poniendo en evidencia la condición a la que han llegado los intelectuales en un país marginalizado donde el turismo y la prostitución definen su economía.
Con esos y otros supuestos, desde hacía años había querido ir a la Isla (curioso cómo a menudo esta palabra se entiende por su referencia a Cuba habiendo tantas islas por ahí) sin poder concretar el proyecto. Por años, para un colombiano como yo este fue un viaje difícil, no solo por las conexiones aéreas (que no existían) sino por las consecuencias que podrían derivarse de él: tener el visado correspondiente y el sello de entrada en el pasaporte podía poner al viajero en el índex del sistema y perjudicar su entrada posterior a Estados Unidos y su aliados. Si uno se aventuraba al hecho, decían, lo mejor era no dejar constancia alguna del viaje, es decir, asegurarse de que el pasaporte no fuera sellado. La cuestión se volvía, como todo sobre Cuba, política y hasta peligrosa.
Mi viaje a Cuba en octubre de 2017 obedeció, pues, a la invitación al Encuentro Latinoamericano de Novela Negra “Fantoches”, en la ciudad de Santa Clara, “dedicado a Argentina en el 50 aniversario de la caída del Che”. El desarrollo de mi investigación sobre la novela de crímenes en América Latina (que incluye un extenso apartado sobre la Isla), el apoyo de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) y del Proyecto Cultura Comunitario La piedra Lunar, se sumaron al patrocinio del Grupo Estudios Literarios, GEL, de la Universidad de Antioquia, en la que trabajo, y a cierto cambio geopolítico favorable para la imagen del país en Colombia. También a la suerte, el destino, al voluntad… en fin, quién sabe a qué otra cantidad de factores.
Aunque por años el gobierno de la Isla no estampaba la visa en el propio pasaporte, esta vez el mío quedó con la fecha y hora de entrada. Con la compra del billete obtuve la visa de turista y, luego, cuando llegué a la Isla, me dieron un visado cultural, una “Visa Habilitación” del D.I.E, por una entrada y autorización a permanecer por 30 días, conforme a mi condición de escritor y profesor, que me permitía participar en el Festival. Esto último no es un detalle: me hubiera avergonzado ser turista en Cuba: la lógica absurda del turismo ha hecho de ella y de buena parte del tercer mundo imagen de prostíbulo o bar repugnante (España o Marruecos incluidos).
El Festival “Fantoches” de 2017 (cuyo nombre se inspira en los fantoches de 1927 que escribieron la primera novela negra en Cuba a varios manos) me permitió actualizar mi imagen de Cuba para llevarla a un lugar que, a su vez, sin duda, se modificará bien pronto dada la rapidez de la vida, la historia y la memoria.
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A mi llegada a la Isla, veo el aeropuerto José Martí como alguno de provincia colombiana, distinto a los inmensos aeropuertos de Buenos Aires o México, los de Santiago o Bogotá, pero nada del otro mundo. Lo especial de este es que con tanta información y, sobre todo, por la mala información, se erige como la entrada a un “mundo desconocido”, algo así como la puerta a un país árabe para un occidental.
Me sorprende en primer lugar la llegada simultánea de extranjeros, sobre todo europeos, de aquellos que vi hace años en la Fête de l'Humanité, arribando al trópico de la revolución con sus botellas plásticas de agua pura, sus inefables sandalias de verano, sus sombreros panamá y su evidente expectativa con La bodeguita del medio.
Con mi maleta de libros para entregar a los colegas (los de la colección Medellín Negro, que dirijo), de inmediato hago el cambio de divisas correspondiente y constato que me dan poco más de ¡114 CUC (peso cubano convertible, la divisa para los extranjeros) por 100 euros!, casi uno a uno, cosa que no deja de preocuparme. ¿Me alcanzará el dinero que llevo para los días en que estaré en el país? ¿Será todo tan caro como anuncian algunas mercancías con ese CUC?
Pido una guía de la ciudad en el mostrador de información, pero no hay o debo comprarla a 1 CUC en otro sitio, al que no me dirijo puesto que quiero salir ya del aeropuerto. Soy alérgico al helado aire acondicionado (que está allí y estará por todas partes) y este me expele. Mi aversión al frío (y más si es artificial) es total y luego de unas seis horas de viaje mi expectativa por conocer el país me exige hacerme pronto a él.
De acuerdo con las instrucciones de quienes me invitan, tomo un taxi hacia La Habana... un taxi con el consabido aire acondicionado. Desde la ventana del automóvil (un sedán cualquiera), acuden a mis recuerdos de la fría gauche caviar de París (desde mi tercer mundo hasta el proletariado francés me parece gauche caviar), mis fugaces referencias de los numerosos guerrilleros colombianos asilados aquí en diferentes momentos de la historia, mis cursos sobre literatura cubana y, hoy por hoy, los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las FARC, hecho este último que sin duda sirve de trasfondo para los recientes cambios en torno a los viajes a la isla y el sello en mi pasaporte.
El taxi helado avanza en medio de la autopista extraña de este enigmático país. Me lleva un conductor que no habla demasiado y solo responde a mis breves preguntas con lo que considero los tópicos dominantes para turistas. El Che, las playas… Afuera, bajo el sol inexorable, se ven los automóviles Ford de época, muchísimos de ellos destartalados como no aparecen en la publicidad occidental o en las imágenes idílicas de la Isla de la Fête de l'Humanité. El tráfico fluye como no ocurre ya en Bogotá o en Medellín, donde la afluencia inaudita de automóviles contamina el ambiente, el aire y la vista.
En la ruta voy viendo numerosas fotografías del Che o de Fidel con sus consabidas frases o emblemas alusivos a la revolución y al hombre nuevo, y, por una curiosa asociación de imágenes, recuerdo la fotografía omnipresente del Rey Hassam II en Marruecos cuando estuve allí hace ya varios años.
Ya en el perímetro de la ciudad, el conductor me va indicando los ministerios, el de agricultura y el de cultura, algunas plazas, las vías y el edificio de la Universidad de Cuba, donde funciona el programa de Letras, una magnifica construcción del siglo XIX que me recuerda la Facultad correspondiente de Salamanca en la Plaza de Anaya. Recuerdo la trascendencia de la literatura cubana en los estudios literarios —los míos incluidos— y las investigaciones de Carmen Ruiz Barrionuevo, mi directora de tesis doctoral; otro ejemplo de este patrimonio mental y mítico respecto de Cuba.
A continuación, bordeando el magnífico malecón (que inspiró mi cuento “Tarjetas de Isla Perdida” y evoca también la absurda Cartagena colombiana de miseria y prostitución), llegamos a la Avenida Italia (Galiano) y buscamos su cruce con la calle Ánimas donde mis anfitriones me han reservado un hostal, es decir, un apartamento particular que, gracias a la autorización del gobierno, ha podido convertirse en albergue de extranjeros. Uno más de los muchos que veré durante mi periplo en la Isla. Desciendo del automóvil y pago la bicoca de 25 CUC por la carrera, tanto como en Madrid, México o Bogotá.
La llamada economía realmente ha llegado a ser mundial, o global, según se diga, y a pesar de cualquier aislamiento, como en Marruecos o Argelia, en Túnez, esto de pagar un precio “global” es una verdad de Perogrullo. En Cuba existe esa onerosa moneda pero también un peso nacional para uso local que equivale a la vigesimocuarta parte de un dólar, divisa que sirve para el pago de los salarios, la compra de la comida o el pago de los alquileres. La divisa de la vida real de los cubanos. 24 a 28 Cuc —es decir, la divisa de los extranjeros— es más o menos el sueldo mensual de un empleado público y 1 Cuc es equivalente a un dólar. Un taxi del aeropuerto al centro para un extranjero vale lo mismo que el sueldo mensual de un cubano.
Con esa rara y hasta molesta condición de turista que a pesar de todo poseo, sigo evocando similitudes: la Calle Galiano me recuerda la Mohammed Avenue de Casablanca, donde hace años, por mero azar, tuve la fortuna de conocer a quien fuera durante un tiempo el amante furtivo de Roland Barthes, una loca de tacones y pelucas, como se describió a sí mismo, orgullosa de serlo y ávido de transmitir su sabiduría. A primera vista, siento que este es un lugar semejante, un lugar de seres alternativos como él, un espacio de nostalgia y epidermis (esta palabra me surge en ese momento y a menudo durante la temporada), de historia e irreverencia, de límites y excesos.
Ahí, en el cruce de la Galiano con Ánimas, supongo, empieza realmente mi aventura epidérmica: hasta donde sea posible, en la corriente de mis mitificaciones, intentaré despojarme de todo prejuicio, y, como Santo Tomás, tocar una llaga y solidarizarme hasta donde pueda con el dolor, el sufrimiento de ese cristo que puede ser también el pueblo cubano.
Cuba exige pensar de otra manera, sentir de otra manera. Basta ya de la deducción, de la imposición de ideas, de la ilustración de doctrinas, me digo. La cuestión debe ser, en buena parte, epidérmica: sentir en carne propia lo que sienten los cubanos. ¿Difícil? No. ¡Imposible! Solo ellos saben de su dolor, de su fe, de su situación, de lo que queda de revolución, de socialismo y de Che.
Por mi parte, siento que, incluso por sobrevivencia, estos días debo sentir así y, por tanto, despojarme de palabras como política, revolución, socialismo o democracia, evitar las comparaciones, otorgarle un lugar como pueda a la solidaridad, la empatía y la identificación. Escuchar. Sentir lo que veo; sobre todo, sentir dentro de la lógica de los cubanos. Basta de informaciones.
Con esta nueva metodología, si se puede hablar así de la experiencia que me propuse, mi espíritu va abriéndose paso al encuentro con la realidad. En el trayecto voy confirmando que, a pesar de toda voluntad, resulta casi imposible separar esta de la percepción. Yo quiero intentarlo, por mi bien, por el de la vida o, si fuera posible, por el de mi función transmisora de esa otra realidad, de esas voces que subrepticiamente van llegando a mí del lado de la simple vida. La visión tiende a definir la realidad, a desprenderla de su contenido, a maquillarla o incluso a traicionarla, pero deben existir hálitos de verdad por ahí escondidos. Aquí en Cuba no quiero ser un turista, quiero ver esa realidad que hace del país un inestable epicentro mundial de las fuerzas en pugna y transmitir hasta donde sea posible una percepción honesta de su naturaleza. El ejercicio, claro, resulta muy difícil, pues pone en entredicho la inteligencia, la objetividad y, sobre todo, la sensibilidad. ¿Cómo se puede ser del todo sincero si siempre está de por medio el lenguaje y con él la ideología? ¿Cómo se puede ir al margen de discursos o de la cultura que siempre buscan explicar y definir la vida? ¿Cómo transmitir la voz de todos los que me hablan a su modo, quienes ni siquiera hablan o aquellos que se atreven a hablarme y seleccionan con sumo cuidado lo que me dicen? ¡Cómo hacer todo eso y conservar la calma!
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En Ánimas, una mujer de unos noventa años, de origen español, se me aparece como imagen inicial de la experiencia. Habla mucho, pero no le entiendo sus palabras. Entiendo, eso sí, su ánimo bromista, su tono dicharachero. A su modo, con tal expresión, me da la bienvenida. Es muy blanca, parece lisiada y no para de mecerse en su silla, donde luce excesivamente incómoda. A su modo, interviene en la conversación de quienes estamos a su alrededor (el casero, su hijo, sus amigos y yo) y todos apenas reparamos en sus palabras. Mientras estoy ahí junto a ella sus intervenciones van en aumento. Acaso percibe que me intereso por lo que dice y habla aún más. Yo me esfuerzo por entenderla pero no lo logro. Fuera de algunas palabras, que son bromas, no encuentro ilación en ellas, son como fragmentos de un sistema que no encuentran conexión. Algo de metafórico debe haber en este primer encuentro, pienso ahora.
El impacto que me deja esa primera visión genera en mí una curiosa ambición de comprender de esa otra manera, epidérmica, aquello a la que me he referido. La intuición debe reunirse con la experiencia en este sentido. Estoy en La Habana y quiero dominarla de tal modo (como si esto fuera posible). ¿Se trata de la misma ambición que pude haber tenido en Bogotá, procedente de Pamplona, o en Madrid, en 1995 cuando llegué de Bogotá? ¿O en París, en 1997? Esto me puede estar sucediendo de nuevo en Cuba: una inmersión en lo por mucho tiempo prohibido.
Camino, entonces, por Galiano, por Ánimas, por Lagunas, por Virtudes… las calles cercanas y, en especial, por callejones y meandros anexos. Poco a poco, me siento en otra época, en otro mundo, en una realidad paralela, como dice mi primer anfitrión, Álvaro Castillo, otro de los invitados al Festival, un colombiano-cubano que reúne razón y sensibilidad. A través de sus ojos siento que La Habana es un New York de 1906, un Buenos Aires de los años veinte, una especie de Bogotá de los años setenta a punto de caer.
Al llegar al Paseo Martí (Prado) pienso que La Habana es también como Barcelona pero con una bomba de por medio. Como si se caminara el día siguiente al bombardeo: edificios magníficos, estaciones, palacios y castillos de finales del siglo XIX y principios del XX a punto de colapsar. ¿Caerán hoy encima mío?, me pregunto. La visión es extrema y hago entonces una asociación fidedigna: La Habana está atrapada en su historia, a punto de caer frente a los ojos de todos. Lo digo por contraste: en Bogotá o Medellín es difícil ver la historia al lado: las edificaciones “modernas”, de los años setenta del siglo XX a lo sumo, dominan el paisaje al punto de perderse la sensación de un pasado, de un origen o causa. En Colombia, la ciudad no parece venir de algo, por lo tanto no se sabe para dónde va. La Habana muestra de dónde viene pero anuncia un pronto colapso que nadie puede dimensionar. Difícil explicar el contraste. Eso se siente.
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Al día siguiente, el encuentro de los escritores es cerca a la Asociación de Escritores y Artistas de Cuba. Todos juntos iremos a Santa Clara. Mientras Álvaro y yo esperamos a nuestros anfitriones y a los argentinos intento desayunar. No encuentro dónde. Son las 9:30 y solo hay una pequeña plaza de mercado cercana donde venden café, jugo de naranja y pan. El primero, fuerte; el segundo, poca fruta y mucha azúcar; y el tercero, delicioso. Para completar, en la plaza encuentro un turrón de ajonjolí. Me aprovisiono de otros que me servirán en el camino. El tema de la alimentación se mantendrá como telón de fondo: en la Isla hay pocas frutas, las reses son propiedad del Estado y comemos carne siempre; me hace faltan verduras distintas a la acelga y el pescado; las bebidas son generalmente refrescos muy azucarados y agua embotellada. El ron circula por doquier.
Definitivamente la dieta cubana es diferente a la colombiana y la delgadez de los cubanos, su paradójica longevidad, su afición al ron dan cuenta de esto. La libreta alimentaria les garantiza a todos los cubanos azúcar, sal, arroz, fríjoles, huevos, aceite, café o leche. No obstante, me sorprende el hecho de que al festival acuden personas mayores, hasta de 95 años, y de que a vuelo de pájaro en La Habana o Santa Clara no se ven muchos niños ni personas de 25 a 35 años. Solo en el malecón de la capital, en la noche, unos cuantos adolescentes y jóvenes oyen reggaetón en grabadoras antiguas. Me pregunto si el exilio generalizado, el Periodo Especial, que llevó a tantos a abstenerse de ampliar la familia; el mito de la seguridad, que se ensaña contra la vida de algunos delincuentes; el aborto legalizado, que previene a su manera el aumento de la natalidad; o la vigilancia de los Comités de Defensa de la Revolución, que vigilan desviaciones ideológicas con sus propios medios, tendrán que ver con el asunto. Oigo expresiones de satisfacción ante el orden en el país, pero no quiero pensar que eso implique, como en Colombia, el sacrificio de los jóvenes.
Santa Clara tiene otro cariz. Lorenzo Lunar y Rebeca Murga son los mejores anfitriones que uno pueda desear: desde nuestro encuentro, están pendientes de todos y cada uno de los detalles para la comodidad de sus invitados. Han dispuesto una excelente programación del evento, coordinado numerosas actividades amenas e interesantes y están pendientes de los hostales, los desplazamientos y las comidas. A ellos se suma al fin la compañía de los escritores Raúl Argemí, Fernando López y Lucio Yudicello, estos dos últimos con sus encantadoras mujeres, Mercedes y Gladys, y de Álvaro, el librero y escritor colombiano que, sin duda, se ha hecho cubano por adopción y guía espiritual para colombianos como yo durante un viaje que parece más una iniciación. Con ellos asimilo de una manera más fácil el impacto de la Isla en mi confuso inconsciente.
Como en La Habana, el Huracán Irma ha hecho lo suyo aquí en Santa Clara. El techo de una escuela ha salido volando y el muro correspondiente ha sido derruido. Las playas más cercanas, a las que en general se dirigen los turistas que pasan por aquí, han sido clausuradas. Hay animales muertos en ellas, dicen. Aunque no se han presentado los graves daños de otros lugares, y la administración de la ciudad tanto como la comunidad han reaccionado rápidamente, se siente todavía el impacto del fenómeno. Un huracán no es cualquier cosa y en circunstancias de posguerra como estas que se han apoderado permanentemente de Cuba podría arrasarlo todo.
A pesar de estas difíciles circunstancias, las conferencias y actividades del Festival se desarrollan en un ambiente original, mágico, de sensibilidad y solidaridad como el que cualquier escritor desea.
Si se trata de sensaciones, la música cubana es lo más intenso para mí: como el cisne, Cuba canta, y canta todo el tiempo, canta magníficamente, sin parar; canta bellísimamente en su propia oscuridad, al margen de un mundo indiferente a su dolor, con una dictadura, el manido bloqueo, el embargo o lo que sea que la rodee y un Caribe infausto que amenaza con hundirla. Son los ritmos negros, los mestizos, los castellanos, la trova, la conga, todo tratando de ganarse un espacio en medio de la vida, un lugar entre la muchedumbre, en los hoteles, entre los turistas. La música parece una isla dentro de la Isla. Resulta más rentable ser músico que médico o ingeniero, cantante que enfermera, como prostituta que profesor o contador, y en la música se oye el lamento por esta inversión de todo.
Este canto de cisne en que está empeñada la Isla es lo que debió constituir hace años su rebeldía frente al poder del blanco; simbólicamente, es lo que, hace unos días, pudo ser el llamado ataque acústico contra los norteamericanos de la embajada sordos ante su dolor. El cisne no para de cantar porque se está muriendo y quienes lo rodean solo piensan que es hermoso su canto. No se conmueven como deberían, no se dan por aludidos respecto de lo que en realidad está sucediendo. Sí, es hermoso su canto pero pronto puede finalizar si las cosas siguen como van. Este año, la Asamblea General de la “Organización de las Naciones Unidas”, ONU, votó otra vez (¡van 26 años en lo mismo!) a favor de la suspensión del embargo contra Cuba. Solo Estados Unidos e Israel votaron en contra porque “el pueblo sigue privado de sus derechos humanos y libertades fundamentales”. Así, el embargo se mantiene y lo que mandan los que tienen el poder lo siguen quienes no lo tienen. Mientras tanto, un graffiti en La Habana dice: “Bloqueo: el mayor genocidio de la humanidad”. La "o" final de la palabra bloqueo es una soga de ejecución.
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A continuación, nuestro viaje a Remedios me resulta otra faceta de la experiencia. El pintor Fernando Antonio Betancourt Piñero es el anfitrión y la dirección de la Uneac y la dirección Municipal de Cultura se encargan de organizar las cosas. Asimismo, son anfitriones Joel, nuestro amable coordinador del hostal, y Luis Manuel Pérez Boitel, Premio Casa de las Américas 2002 y miembro de la Uneac, que hace parte del comité de bienvenida y con quien luego tendré el gusto de tomar un café. Intento vivir a mi manera, por encima de mis circunstancias, dice. Ganar premios literarios le ha permitido consolidar su carrera.
La “villa de las mil leyendas” es un núcleo inmensamente cultural, musical, que ha hecho de la fiesta, el turismo y la música bases de su desarrollo y del necesario ingreso económico. Remedios depende, sobre todo, de una fiesta musical llamada La Parranda, que se realiza la noche del 24 de diciembre. Este evento ha sido seriamente analizado por los investigadores María Victoria Fabregat, Juan Carlos Hernández y Erick González, a quienes escucho enunciar interesantes explicaciones de este y muchísimos otros aspectos de la ciudad: mitos y leyendas, historia colonial, evolución de pueblos, etnias y culturas.
Por mi parte, en Remedios quedo absorto con la conga, uno de los ritmos que quedan de la tradición africana en Cuba, otra representación del último canto. Entre música de tambores, el cantante repite versos una y otra vez en un esquema catártico de pronta muerte. Repite y repite y no se detiene, y los músicos se alternan en medio del ritmo, el sudor y el ron. Son golpeteos desaforados contra una estructura dura que no logran transformar. Otro cisne que anuncia su probable fin.
Así es Cuba, pienso yo, así son los cubanos, tratando de sobrevivir a como dé lugar, dándole y dándole a la vida mientras tienen hálito y esperanza, sin quejas ni lamentos estentóreos, sin llantos mentirosos, toman lo que pueden para continuar y viven con lo que tengan, con las uñas. Hace años les dijeron que una revolución era posible, que todos tendrían derechos, que tendrían su lugar. Como los demás latinoamericanos, se creyeron un cuento de justicia e igualdad, y como los demás aspiran a que su esfuerzo los lleve a esto, o acaso los conduzca a algo, a alguna parte, a un lugar que les ofrezca algún fruto, les asegure la comida, la casa o la vida. ¿Llegaremos a alguna parte, les pregunto ahora? ¿Nos hemos dirigido los cubanos y los demás latinoamericanos a algún lugar?, pregunto yo desde mi base. Sacar adelante un país, con esas uñas, con lo que tengas para vender, contigo mismo, no es cualquier cosa.
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De nuevo en Santa Clara, los argentinos y yo vamos al Mausoleo del Che, santuario obligado de turistas, creyentes o simplemente interesados en la historia del guerrillero, como las filas de europeos que van y vienen. Ahí está la tumba del Che y la de otros militantes víctimas de la revolución. En un gran salón, fotografías, papeles, ropa, etc. ilustran el curso de la vida del héroe. En su periplo por Colombia, justo en la frontera con Venezuela, en julio de 1952 su amigo Alberto Granado le regaló un libro de relatos, La provincia perdida, de Eduardo Santa Loboguerrero, publicado solo un año antes. Al verlo en una vitrina, imagino la escena en medio de la selva: dos jóvenes aventureros en un lugar de la nada hablando de un proyecto utópico llamado revolución para América Latina entera y de literatura. Recuerdo con este hecho que el propio Fidel estuvo años atrás en Bogotá y vivió El Bogotazo de 1948. Entonces pudo haberse encontrado con su amigo Gabriel García Márquez y debió hablar de los mismos temas. Algo en común deben tener estos dos hechos. El Che y Fidel se encontrarían a su vez, en México, en 1955, y hablarían de esos encuentros y, de nuevo, de la revolución para América Latina, la obsesión del Che, y de los idealistas que quedan. Me pregunto ahora si hablaron de la perenne negación y absoluta permeabilidad de Colombia por una revolución: un país cerrado con tranca frente a los movimientos sociales.
La idea me lleva a hacer un paralelo de Colombia con Cuba: a su modo, Colombia es el anverso de la Isla, lo que esta pudo haber sido y no fue. El camino que se truncó. Sin revolución, ahora canta el neoliberalismo, la proliferación de automóviles en las vías, los teléfonos portables, la internet o los centros comerciales, también la violencia, los paramilitares, la división absoluta de clases y las masacres. Pero esto es indemostrable y no creo del todo en ello. Si Colombia hubiera tomado otra ruta, tendría los mausoleos de los combatientes de las FARC o el ELN, un Partido Comunista heroico y la historia de su mitificación. Tampoco esto me llena de buenos augurios.
En la Plaza de Santa Clara, un hombre se me acerca y se sienta en el mismo banco donde yo intento contactarme vía internet con Medellín (a través de una tarjeta de 1 Cuc). Como otras personas que han hecho lo mismo antes, sin duda él también necesita ayuda y en cuanto pueda yo estoy dispuesto a ofrecérsela. Ernesto, como se presenta, es ingeniero eléctrico de servicio público. Tiene su ropa raída y pantuflas viejas. Puedo ver uno de sus dedos del pie herido con un vendaje primario. Me explica que ha tenido un accidente de trabajo. Arregla motores de automóviles y uno de ellos le cayó en el pie. “En Cuba no se puede vivir de un trabajo, tienes que buscarte la vida en lo que salga para completar”, dice. A continuación me explica su visión de la historia de la Isla, desde la revolución hasta el Periodo Especial en que tuvieron que comer “hasta gatos” y los negocios privados de los últimos tiempos. Dice que tiene una hija pero ni siquiera un sábado como este del 23 de octubre puede llevarla al parque porque debe trabajar. Se avergonzaría de no comprarle siquiera un helado. Lo que recibe por su trabajo apenas le da para sobrevivir (gana 12 pesos, ¡menos de un dólar al mes!) y siempre debe guardar lo que recibe. Por eso, se queja en susurro. Explica así su visión de las brutales diferencias sociales en Cuba: arriba están los burócratas del Estado, dice. Además del trabajo oficial, tienen sus negocios y reciben mucho dinero, derivado del turismo sobre todo (esto explicaría, entre otras cosas, los carros lujosos que uno ve por ahí, pienso). Abajo están los que históricamente han estado abajo, gente como él, trabajadores, y más abajo, si esto es posible, los pensionados, que solo cuentan con la libreta alimentaria y tienen que pedir limosna a los turistas en las calles para completar su sustento. En el medio, continúa, están quienes pueden hacerse a un negocio relacionado también con el turismo: los dueños de hostales, por ejemplo, que han aprovechado la vivienda, que a pesar de todo conservan de sus rancias familias (acaso de principios del siglo XX, de origen español), y cobran bien a los turistas. Luego, están quienes reciben dinero de sus familiares exiliados o quienes cuentan con un taxi, que pueden recibir moneda extranjera en directo; aunque estos trabajan jornadas inhumanas de doce horas diarias. Casos especiales son, desde su punto de vista, quienes se casan con extranjeros y pueden salir del país. Estos viven mejor (arreglan la comida pero al costo de la dormida, digo yo, como vi en Europa). Al oírlo, recuerdo la teoría del marginamiento generalizado de la gente en Cuba según Amir Valle. En su libro Jineteras demuestra que, de una forma u otra, el sistema está determinado por el turismo y formas posmodernas de prostitución que han hecho de los ciudadanos cubanos marginales. Por esto, el exilio, que él mismo sufre en Alemania. Al final, muy sutilmente Ernesto me pide el dinero correspondiente –lo suyo me parece entonces algo como suministro de información reservada— y yo le doy lo que puedo. Aparte de la extraña transacción, siento la gravedad de las circunstancias que llevan a esto y mi pecho se llena de dolor. Me conmueven indescriptiblemente quienes viven al límite y se ven impelidos a compartir “información” para sobrevivir. Me pregunto si esto cambiará algún día.
La previsión de la historia es un juego y nos ofrece sus pasadas a la imaginación. La confirmación del bloqueo a Cuba en la Organización de Naciones Unidas y los diálogos de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC en Colombia son la realidad de hoy.
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De regreso a La Habana, el jueves 19 de octubre los argentinos y yo ofrecemos una conferencia sobre la novela de crímenes en América Latina en la Casa de las Américas. Solo hay dos espectadores: Jorge Fornet, coordinador de la entidad (el director sigue siendo el longevo Roberto Fernández Retamar), y una argentina que vive en la Isla. Al salir, comprendemos la razón: este día se conmemoran los sesenta y ocho años de la misteriosa desaparición de Camilo Cienfuegos. Otro mito. Numerosos uniformados, niños de colegio, gente de todo tipo lanza una flor al mar en señal de homenaje. El viejo guerrillero tiene su propia historia para comprobar los singulares resquicios del camino de la revolución.
“Solo una revolución puede salvar la Revolución. Subvertir aquellas zonas del orden existente que caducaron supone objetivamente una «ruptura», y es la juventud quien tiene el ímpetu y la fuerza para hacerlo. Lo bello y difícil de un proceso que quiera llamarse revolucionario y socialista es que en esa «ruptura» radican los principales rasgos de continuidad con las generaciones anteriores", opina Carlos Lage Codorniú, doctor en Ciencias Económicas, a propósito de la Cuba contemporánea. “...la mayoría de los cubanos está convencido que el destino del país debe ser decidido en La Habana, no en Washington D.C. o Miami. Esta es probablemente la principal ideología a que se adscriben los habitantes de la Isla en la actualidad”, dice Ricardo Torres Pérez, investigador del Centro de Estudios sobre la Economía Cubana de La Habana.
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Hoy las cosas son como son, digo. El mundo es tan compacto que es definido por el mercado. Poco pintamos los seres humanos frente a la fatalidad de los sistemas que, en última estancia, determinan solo unos pocos. Estos rufianes nos trajeron adonde estamos y nosotros solo intentamos salvarnos de la hecatombe, como podamos, a como dé lugar, por encima de eso y de todo. Morimos en el intento y quienes vienen no tienen ni idea de lo ocurrido. No sabrán ni podrán saber lo que ha sucedido para llegar hasta aquí. Cuando se enteren, cuando lo comprendan de veras, también morirán. Ese es el ciclo natural. Ese día, justo cuando se enteren, morirán. Y el canto lúcido de la agonía dará cuenta de la consciencia.