Costumbres de provincia: la seguridad en Colombia
Un hombre con la inscripción Dogman en su pecho vigila la entrada de un colegio religioso. ¿Qué es un dogman? Un vigilante uniformado con un perro embozado que salta en cuanto presiente a un transeúnte. Su propósito, supongo, es persuadir a los delincuentes de abstenerse de cometer sus fechorías en la zona. En realidad, agrego, el dogman está ahí para engrosar los bolsillos de los dueños de las cuatro empresas extranjeras y las más de 700 empresas de vigilancia nacionales que operan en el mercado. La seguridad del Estado brilla siempre por su ausencia y sin duda hay quienes pescan en el río revuelto de la corrupción creando estos mecanismos de reemplazo. El presupuesto militar en Colombia es de unos 24 billones de pesos –más de la tercera parte del presupuesto nacional y un 3,1 % del PIB— y medio millón de “uniformados” no son suficiente para la seguridad. Según la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, en 2014 las empresas de seguridad facturaron un total de $7,5 billones (de los cuales el 7% correspondió a las cuatro multinacionales), que dependen sobre todo de la plusvalía derivada del trabajo de vigilantes como estos dogman (el valor del trabajo de una persona menos lo que se le paga de salario. Una fortuna en Colombia gracias al precario régimen laboral). El colegio de la zona se favorece, además, de estas veleidades propias de las pautas de seguridad que quieren los padres y todos los ciudadanos. La enseñanza puede ser mediocre, como mediocres sus profesores, pero las expectativas de seguridad de esos ciudadanos exigen cámaras, perros, celadores, muros, rejas… y dogmans. Todo para darle gusto a quienes venden la seguridad y negocian con la miseria moral y social el país. Los rendimientos de uno u otro sector de la producción –seguridad y educación—, como les llaman, les permiten esto y muchísimo más. De la otra plusvalía, la derivada del trabajo de profesores surgen estos negocios que se acomodan a la dinámica de la seguridad. El colegio construyó un parqueadero gigante que asegura los carros de padres y visitantes pues estos no se pueden dejar en la vía pública por peligro de robo o de daños. También para esto sirve el dogman. En este ambiente de seguridad se educa a los niños. Una seguridad que es un sofisma. Por eso debe resultar útil el reggaetón en los recreos. Adormecer los espíritus constituye otro objetivo más del aseguramiento: el aseguramiento de la ignorancia, del mantenimiento del statu quo, que tiene sus viejas pautas bien instauradas. Esta música hace parte de nuestra cultura, dicen. Patriarcado, autoritarismo, sexismo, machismo y todos los istmos propios de la visión católica y estamental que perdura en detrimento de los derechos de esos mismos ciudadanos. Así se asegura, además, el mercado. Las niñas van de faldita. Los niños juegan futbol. Todos oyen reggaetón en el plantel. Con tal educación, de buenas mujercitas, pronto muchas querrán cirugías estéticas a fin de ser aceptadas por los jóvenes admiradores. Estos, por su parte, querrán lo suyo: un buen carro, marca de virilidad. Mañana dos tetas bien grandes serán el sello de reconocimiento, algo así como el código de barras necesario para pasar por la segura caja registradora de la sociedad. Un carro –mejor si es camioneta— será el paquete de los hombres. De ahí la venta desaforada de silicona y “automotores” a fin de asegurar un estatus. No importan los efectos secundarios o los trancones, los tacos, la contaminación y el ruido. En los centros comerciales, único lugar en el que sí se puede tener seguridad (seguridad y capitalismo van de la mano en el país), será necesario cumplir los cánones del seguro sistema. Comprar, comprar, comprar, es lo que se espera de todos. Esto hace parte de la “seguridad económica”, dicen. Los bancos y las aerolíneas lo repiten. “Porque la seguridad es nuestro compromiso”, anuncia alguno. Además, si no se puede caminar por la calle, esos centros comerciales, tan brillantes y asépticos, le permiten hacerlo a una clase media en ascenso, inconsciente, resguardada, bien dirigida, que compra lo innecesario y consume lo prescindible. Por eso, quizás, el deseo de convertir lo que se pueda en un seguro centro comercial: colegios, iglesias, hospitales, universidades, bibliotecas, teatros, calles “peatonales” y, en general, cualquier espacio donde haya confluencia de gente y se pueda llevar la buena nueva del capital. La calle, ese espacio antiguamente utilizado para socializar o construir lazos de solidaridad (palabra anacrónica y caduca entre nosotros), los parques o lo que quede de cafés y clubes al aire libre deben ceder su objetivo social al business. De esto se trata. Debemos ser rentables, productivos, “juiciosos”. El trabajo es lo más importante. Nada de ocio improductivo, placeres vanos o tiempo libre… nada de caminar por ahí sin objetivo. Debemos trabajar por nuestra seguridad. Lo dicen las monjas y los curas desde hace años: “el ocio es la madre de todos los vicios”. De pronto, si nos descubren con un tabaco, paseando con un perro, en el parque con el novio o la novia o sencillamente caminando “sin propósito en la vida”, podremos ser aprehendidos, retenidos, sancionados, excluidos o, aún, eliminados. Ser un mariguanero, un grafitero o un “vago”, es peor que masacrar. El pobre es peor que el macho que asegura espacios de seguridad. En la televisión se identifican “sexo y violencia”. Frente a eso, “sexo seguro” y agencias de seguridad. Ir por ahí hablando de lo que no se debe puede llevarnos a La Picota y hacernos perder el trabajo y los derechos políticos. El pensamiento crítico –¿Qué es eso?— es peligroso. Lo mejor es volver al centro comercial, a la iglesia, al cine, que son espacios seguros. Si se tiene suficiente dinero, se puede salir de noche, ojalá con seguridad privada como escolta, y hacer uso de un buen código de barras adquirido gracias a un concesionario automotriz o un buen cirujano plástico. Entonces, la noche brindará sus placeres mundanos acordes con el sistema en el que vivimos: rápidos, costosos, fugaces. Una mujer, de las del código de barras, que puede costar $ 1´000.000; un automóvil, $ 80´000.000; una mansión, $ 1000´000.000 (¡más que en Europa!); viajes, $ 16´000.000. Podemos no tener nada en la nevera, pero sabemos que así viven Shakira, su hijo, su marido… Recibimos el sueldo mínimo, con suerte, pero Vives canta y todos nos alegramos. Debemos celebrar a Falcao o a James. ¡Somos uno de los países más felices de la tierra!, dicen. La felicidad es otra seguridad: un axioma que hace parte del sistema. ¡Somos pasión! Siempre dispuestos a bailar, siempre contentos. Estas son las costumbres de la provincia.